El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (40 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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Pazair descubrió una ciudad silenciosa, sin mercaderes ni tiendas; en las pequeñas casas blancas vivían sacerdotes y artesanos encargados de crear o reparar los objetos rituales. Los ruidos del mundo no llegaban a ellos.

El magistrado se presentó en el despacho del juez principal, donde un escriba canoso, visiblemente importunado, lo recibió mascullando. Tras haber examinado la convocatoria, se ausentó.

El lugar era tranquilo, casi adormecido, tan alejado de la agitación de Menfis que a Pazair le costó creer que allí trabajaban hombres.

Aparecieron dos policías armados con garrotes.

—¿Juez Pazair?

—¿Qué queréis?

—Seguidnos.

—¿Por qué motivo?

—Orden superior.

—Me niego.

—Toda resistencia es inútil. No nos obliguéis a utilizar la fuerza.

Pazair había caído en una emboscada. Quien desafiaba a Ramsés pagaba por ello; no iba a obtener un puesto de juez, sino un lugar en el cementerio del olvido.

CAPÍTULO 38

F
lanqueado por los dos policías, Pazair fue llevado hasta la entrada de un edificio oblongo, contiguo al templo de Ra.

La puerta se abrió ante un sacerdote anciano, de cráneo afeitado, piel arrugada y ojos negros, que vestía una piel de pantera.

—¿Juez Pazair?

—Esta detención es ilegal.

—En vez de decir estupideces, entrad, lavaos las manos y los pies y recogeos.

Intrigado, Pazair obedeció. Los dos policías se quedaron fuera, la puerta se cerró.

—¿Dónde estoy?

—En la Casa de la Vida de Heliópolis.

El juez quedó pasmado. Aquí, en ese lugar inaccesible para los profanos, los sabios de tiempos pasados habían compuesto los
Textos de las pirámides
, desvelando las mutaciones del alma y el proceso de resurrección. El pueblo sabía que los más ilustres magos habían sido formados en esta escuela misteriosa a la que eran llamados algunos seres sin conocer el día ni la hora.

—Purifícate.

El juez obedeció temblando.

—Me llaman
el Calvo
—reveló el sacerdote—. Vigilo esa puerta y no dejo entrar ningún elemento nocivo.

—Mi convocatoria…

—No me importunes con palabras inútiles.

Del
Calvo
emanaba un magnetismo que mantenía las protestas en la garganta.

—Quítate el paño y ponte esta vestidura blanca.

Pazair se sintió llevado a otro mundo, desprovisto de puntos de orientación. La luz sólo penetraba en la Casa de la Vida por unos estrechos tragaluces, practicados en lo alto de los muros de piedra, desprovistos de inscripciones.

—También me llaman el matarife —reveló
el Calvo
—, porque decapito a los enemigos de Osiris. Aquí se conservan los anales de los dioses, los libros de las ciencias, y los rituales de los misterios. Que tu boca permanezca cerrada sobre lo que veas y oigas. El destino derriba a los charlatanes.

El Calvo
precedió a Pazair por un largo corredor que daba a un patio arenoso. En el centro había un túmulo que albergaba una momia de Osiris, receptáculo de la vida en su aspecto más secreto. Llamada «piedra divina», estaba untada con ungüentos y cubierta con una piel de carnero.

—En ella muere y renace la energía que crea Egipto —indicó
el Calvo
.

Alrededor del patio había bibliotecas y talleres reservados a los adeptos que trabajaban en aquel recinto.

—¿Qué ves, Pazair?

—Un montículo de arena.

—Así se encarna la vida. La energía brota del océano que contiene los mundos en estado de germen, y se materializa en forma de una eminencia. Busca más arriba, lo más esencial, y te acercarás al origen. Entra en esta sala y comparece ante tu juez.

El hombre, que estaba sentado en un trono de madera dorada, se tocaba con una peluca de rizos que ocultaba sus oídos e iba vestido con una larga túnica. En su pecho tenía un ancho lazo; en su mano diestra, un cetro de mando; en la izquierda, un largo bastón. Tras él había una balanza de oro.

Encargado de los secretos de la Casa de la Vida, responsable de la distribución de las ofrendas, custodio de la piedra primordial, el temible personaje interpeló al intruso.

—Tienes la pretensión de ser un juez honesto.

—Procuro serlo.

—¿Por qué te niegas a aplicar la amnistía decretada por el faraón?

—Porque es inicua.

—En este lugar cerrado, ante esta balanza, lejos de las miradas profanas, ¿te atreves a mantener esta opinión?

—La mantengo.

—Nada puedo hacer por ti.

El Calvo
agarró por el hombro a Pazair y lo obligó a retirarse. Aquellas hermosas palabras formaban, pues, parte de la emboscada. El único objetivo de aquellos sacerdotes era quebrar la resistencia del juez. Puesto que la persuasión había fracasado, utilizarían la violencia.

—Entra.

El Calvo
cerró la puerta de bronce.

Una sola lámpara iluminaba la pequeña estancia, desprovista de aberturas. Dos canales excavados en la piedra procuraban el aire indispensable.

Un hombre miró a Pazair. Un hombre de cabellos rojos, amplia frente y nariz aguileña. En sus muñecas llevaba brazaletes de oro y lapislázuli, con la parte superior adornada con cabezas de pato salvaje. La joya preferida de Ramsés el Grande.

—Sois…

Pazair no se atrevió a pronunciar la palabra «faraón» que le abrasaba los labios.

—Tú eres Pazair, el magistrado que abandonó su puesto de decano del porche y criticó mi decreto de amnistía.

El tono era violento, cargado de reproches. El corazón del juez palpitaba enloquecido; frente al soberano más poderoso de la tierra, perdía su serenidad.

—¡Bueno, contesta! ¿Me han mentido sobre ti?

—No, majestad.

El juez, consciente de que había olvidado inclinarse, dobló el espinazo y puso ambas rodillas en tierra.

—Levántate. Puesto que te opones al rey, compórtate como un guerrero.

Ofendido, Pazair se irguió.

—No retrocederé.

—¿Qué le reprochas a mi decisión?

—Perdonar a los culpables y liberar a los criminales son injurias a los dioses y muestras de desprecio por el sufrimiento humano. Mañana, si seguís por esa peligrosa pendiente, acusaréis a las victimas.

—¿Eres acaso infalible?

—He cometido muchos errores, pero no a costa de un inocente.

—¿Incorruptible?

—Mi alma no está en venta.

—¿Sabes lo que es un crimen de lesa majestad?

—Respeto la regla de la diosa Maat.

—¿La conoces, acaso, mejor que yo, que soy su hijo?

—La amnistía es una grave injusticia, compromete el equilibrio del país.

—¿Crees que sobrevivirás a estas palabras?

—Habré tenido el gozo de ofreceros mi verdadero pensamiento.

Ramsés cambió de tono. Palabras graves y lentas sucedieron a la agresividad.

—Te observo desde que llegaste a Menfis. Branir era un sabio, no actuaba a la ligera. Te había elegido por tu probidad; su otro discípulo era Neferet, hoy médico en jefe del reino.

—Ella lo logró, yo he fracasado.

—También tú lo has logrado, porque eres el único juez de Egipto que actúa rectamente.

Pazair quedó estupefacto.

—Pese a múltiples intervenciones, entre ellas la mía, tu opinión no ha variado. Has plantado cara al rey de Egipto, en nombre de la justicia. Eres mi última esperanza. Yo, el faraón, estoy solo, he caído en una abominable trampa. ¿Estás dispuesto a ayudarme o prefieres tu tranquilidad?

Pazair se inclinó.

—Soy vuestro servidor.

—¿Palabras de cortesano o sincero compromiso?

—Mis actos responden por mí.

—Por eso pongo en tus manos el porvenir de Egipto.

—No… no comprendo.

—Aquí estamos en un lugar seguro; nadie oirá lo que voy a revelarte. Piénsalo bien, Pazair; todavía puedes retirarte. Cuando haya hablado, te encargarás de la misión más difícil que jamás haya sido confiada a un juez.

—La vocación que Branir despertó en mí no admite evasiones.

—Juez Pazair, te nombro visir de Egipto.

—Pero el visir Bagey…

—Bagey es viejo y está cansado. En estos últimos meses me ha pedido varias veces que lo sustituyera. Tu rechazo de la amnistía me ha permitido descubrir a su sucesor, pese a los consejos de mis íntimos, que insinuaban otros nombres.

—¿Por qué no asume Bagey la tarea que deseáis confiarme?

—Por una parte, ya no tiene el dinamismo necesario para llevar a cabo la investigación; por otro, temo las habladurías entre los miembros de su administración, que ocupan su cargo desde hace demasiado tiempo. Si se produjera la menor indiscreción, el país caería en manos de los demonios surgidos de las tinieblas. Mañana serás el primer personaje del reino después del faraón; pero estarás solo, sin amigos ni sostén. No confíes en nadie, trastorna la jerarquía, rodéate de hombres nuevos, pero no les concedas confianza alguna.

—Hablabais de investigación…

—He aquí la verdad, Pazair: en la gran pirámide se guardaban las sagradas insignias de la realeza, que legitiman el reino de cada faraón. La pirámide fue asesinada y violada, y el tesoro robado. Sin él, no puedo celebrar la fiesta de regeneración que exigen, con razón, los sumos sacerdotes de los principales templos y el alma de nuestro pueblo. En menos de un año, cuando renazca la crecida del Nilo, me veré obligado a abdicar en beneficio de un ladrón y un criminal que permanece agazapado en la sombra.

—Por lo tanto, el decreto de amnistía os fue dictado.

—Por primera vez me vi obligado a actuar contra la justicia. Me han amenazado con revelar que la pirámide ha sido desvalijada, precipitando así mi caída.

—¿Por qué vuestro enemigo no tomó la iniciativa hace ya mucho tiempo?

—Porque no está listo; apoderarse del trono excluye la improvisación. El momento de mi abdicación será el más favorable y el usurpador recibirá el poder con toda tranquilidad. Acepté suscribir las exigencias del mensaje anónimo para ver, sobre todo, quién se atrevería a levantarse contra la amnistía. Salvo Bagey y tú, nadie discutió su fundamento. El viejo visir tiene derecho al descanso; tú descubrirás a los criminales o nos perderemos juntos.

Pazair recordó las principales fases de sus investigaciones, desde el instante crucial en que había sido un grano de arena en un mecanismo infernal, negándose a avalar la mutación administrativa de un veterano, miembro de la guardia de honor de la esfinge.

—Jamás cayó sobre el país una ola de asesinatos como ésta. Estoy convencido de que están vinculados a la monstruosa conjura. ¿Por qué mataron a los cinco veteranos?

—Porque la esfinge de Gizeh está cerca de la gran pirámide. Los soldados molestaban a los conjurados. Tuvieron que librarse de ellos para penetrar sin ser vistos en el edificio.

—¿Por qué camino?

—Un pasaje subterráneo que yo creía cerrado y que tendrás que inspeccionar. Tal vez queden indicios. Durante mucho tiempo pensé que el general Asher era el alma de la conjura…

—No, majestad. Fue un espejismo.

—No podemos encontrarlo porque está federando contra Egipto las tribus libias.

—Asher ha muerto.

—¿Tienes pruebas de ello?

—El relato de mi amigo Suti.

—¿Lo mató él?

Pazair vaciló antes de responder.

—Eres mi visir. Entre tú y yo no puede subsistir sombra alguna; la verdad será nuestro vínculo.

—Suti acabó con el hombre que odiaba. Fue testigo de las torturas que el general infligió a un soldado egipcio.

—Durante mucho tiempo creí en la buena fe de Asher, y me equivoqué.

—Si se hubiera celebrado el proceso de Denes, su culpabilidad habría quedado en evidencia.

—¡Pretencioso transportista!

—Denes, Qadash y Chechi formaban un temible trío. El dentista quería ser médico en jefe, el segundo afirmaba trabajar en la fabricación de armas irrompibles. Chechi y Denes son, probablemente, responsables del accidente que sufrió la princesa Hattusa.

—¿Se limita la conjura a esos tres personajes?

—Lo ignoro.

—Descubridlo.

—Divagué, majestad; ahora debo saberlo todo. ¿Cuáles son los objetos sagrados robados en la gran pirámide?

—Una azuela de hierro celeste, utilizada para abrir la boca de la momia durante el ritual de resurrección.

—¡Está en manos del sumo sacerdote del templo de Ptah, en Menfis!

—Algunos amuletos de lapislázuli.

—Chechi traficaba con ellos; ésos están seguros en Karnak, en manos del sumo sacerdote Kani.

—Un escarabajo de oro.

Pazair sintió una loca esperanza.

—¡También lo tiene Kani!

Por un instante, el nuevo visir creyó que había salvado, sin saberlo, los tesoros de la pirámide.

—Los ladrones —prosiguió Ramsés—, arrancaron la máscara de oro de Keops y su collar.

El juez quedó mudo. La decepción le frunció el rostro.

—Si se comportaron como profanadores del pasado, nunca encontraremos estas preciosas reliquias, como no encontraremos el codo de oro dedicado a la diosa Maat. Los habrán fundido y transformado en lingotes para venderlos en el extranjero.

Pazair estaba conmovido hasta las lágrimas. ¿Cómo podía haber seres tan viles como para destruir la belleza?

—Puesto que se ha salvado una parte de los objetos y la otra ha sido destruida, ¿qué posee nuestro adversario?

—Lo esencial —repuso Ramsés—. El testamento de los dioses. Mis orfebres pueden fabricar un nuevo codo, pero el testamento es una pieza única que se transmite de faraón a faraón. Durante la fiesta de regeneración, tendría que mostrarlo a las divinidades, a los sumos sacerdotes, a mis únicos amigos y al pueblo de Egipto. Así lo exige la regla de los reyes, así fue antaño, así será mañana, y me someteré a ella. Durante los meses que nos separan del plazo, nuestros enemigos no permanecerán inactivos; intentarán debilitarme, corromperme y corroerme. Tú tendrás que inventar protecciones y desbaratar sus planes; temo que, en caso de fracaso, la civilización de nuestros padres desaparezca. Si unos asesinos han tenido la audacia de profanar nuestro más venerable santuario, es que desprecian los valores fundamentales por los que vivimos. Frente a ese envite, mi persona ya no cuenta; mi trono, en cambio, es el símbolo de una dinastía milenaria y de una tradición sobre las que se construyó este país. Amo Egipto como lo amas tú, más allá de nuestras existencias, más allá del tiempo. Es una luz que quieren apagar. Actúa y presérvala, visir Pazair.

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