El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (43 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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—Tener algunos meses más: ése es mi único sueño.

—Discreto, eficaz, infatigable… Serás un notable estadista. Gracias a ti, la ciencia egipcia dará un gigantesco paso hacia adelante.

—El petróleo, las drogas, la metalurgia… Este país está mal explotado. Desarrollando las técnicas que Ramsés desdeña, nos libraremos de las tradiciones.

La exaltación de Chechi desapareció.

—Hay alguien fuera.

—No he oído nada.

—Voy a verificarlo.

—Sin duda será un jardinero.

—Nunca merodean por el taller.

Desconfiado, Chechi miró a Denes.

—¿No habrás citado al devorador de sombras?

Los rasgos del transportista se endurecieron.

—Qadash se alejó del buen camino, tú no.

Un relámpago cruzó el cielo, después cayó el rayo. El químico salió del taller, dio unos pasos hacia la mansión y regresó corriendo hacia Denes. Éste nunca había visto tan pálido a su cómplice; sus dientes castañeteaban.

—¡Un fantasma!

—Tranquilízate.

—¡Una forma más negra que la noche con una llama en vez de rostro!

—Sobreponte y ven conmigo.

Reticente, el químico aceptó.

El ala izquierda de la mansión ardía.

—¡Agua, pronto!

Denes corrió, pero una forma negra que pareció brotar del incendio le cerró el paso. El transportista retrocedió. El fantasma blandía una antorcha.

—¿Quién… quién sois?

Recuperando parte de su sangre fría, Chechi tomó un puñal del taller y se dirigió al extraño adversario. El espectro le plantó la antorcha en la cara. La carne crepitó, el químico lanzó un aullido y cayó de rodillas intentando arrancar el objeto de su suplicio. La criatura recogió el puñal que el químico había soltado y lo degolló.

Horrorizado, Denes corrió hacia el jardín. La voz del fantasma lo dejó clavado.

—¿Todavía quieres saber quién soy?

El hombre se dio la vuelta. Quien lo desafiaba era un ser humano, no un demonio del otro mundo. El espanto dio paso a la curiosidad.

—Mira, Denes. Mira tu obra y la de Chechi.

Estaba tan oscuro que el transportista tuvo que acercarse.

A lo lejos se oyeron gritos. Comenzaban a descubrir el incendio.

El fantasma se quitó el velo. El fino rostro ya sólo era una llaga mal cicatrizada.

—¿Me reconoces?

—¡Princesa Hattusa!

—Me destruiste y yo te destruyo.

—Habéis asesinado a Chechi…

—He castigado a mi verdugo. El crimen cae sobre el que ha matado y se apodera de él.

Introdujo el puñal en las llamas, como si su mano fuera insensible.

—No escaparás, Denes.

Hattusa se acercó a él con la hoja al rojo vivo. Habría podido derribarla de un empujón, pero la locura de la princesa hitita lo disuadió de enfrentarse con ella. La policía se encargaría de detenerla.

Un relámpago cruzó el cielo, el rayo cayó sobre la mansión, una lengua de fuego se desprendió de la pared que, al caer, prendió en las ropas de Denes. El hombre se tambaleó y se revolcó en el suelo para apagar las llamas.

No vio surgir al fantasma del rostro muerto.

CAPÍTULO 41

K
em vigiló el convoy hasta la frontera. Hattusa, sentada en la parte trasera de un carro, permanecía tan inerte como una estatua sin alma. Cuando la había interpelado, en el lugar de la tragedia, no había puesto resistencia alguna. Algunos servidores, que habían acudido a apagar el incendio, la habían visto arrastrar hasta las llamas los cadáveres de Chechi y Denes.

Una violenta lluvia había caído sobre Menfis, apagando el fuego y lavando la sangre en las manos de la princesa hitita.

La criminal no respondió a ninguna de las preguntas del visir, tan conmovido que su voz temblaba. En cuanto relató los hechos a Ramsés, éste ordenó a los momificadores que prepararan sumariamente los cuerpos de los dos conjurados y los enterraran en un lugar apartado, lejos de cualquier necrópolis, sin rito alguno; por medio de Hattusa, el mal había golpeado a los hombres de las tinieblas.

Con el acuerdo del visir, el rey decidió devolver la princesa a su país; el anuncio de aquella liberación, que tanto había esperado la mujer, no produjo, sin embargo, reacción alguna. Con la mirada ausente, rota, Hattusa bogaba por mundos inaccesibles para quien no fuera ella.

El documento oficial que Kem entregó a un oficial hitita hablaba de una enfermedad incurable, y del necesario regreso de la princesa a su familia. El honor del soberano extranjero quedaba a salvo, ningún incidente diplomático turbaría una paz tan difícilmente adquirida.

Bajo la vigilante dirección de Pazair, unos obreros registraron los escombros de la mansión de Denes, y reunieron sus escasos hallazgos. Ramsés en persona los examinó. Se creyó que el rey demostraba así su interés por el trágico destino del transportista y el químico, pero buscaba en vano un rastro del testamento de los dioses, robado en la gran pirámide.

La decepción fue cruel.

—¿Han desaparecido todos los conjurados?

—Lo ignoro, majestad.

—¿De quién sospecháis?

—Denes me parecía el jefe. Intentó manipular al general Asher y a la princesa Hattusa para establecer vínculos con las potencias extranjeras; sin duda, preparaba un cambio de política, basado en el comercio.

—Sacrificar el espíritu de Egipto al materialismo ambiental… ¡Qué pernicioso proyecto! ¿Lo ayudó su esposa?

—No, majestad. Ni siquiera es consciente de que su marido intentó suprimirla. Sus servidores la salvaron; ha abandonado Menfis y vive en casa de sus parientes, al norte del delta. Según los médicos que la han examinado, ha perdido la razón.

—Ni ella ni Denes tenían envergadura necesaria para aspirar al trono.

—Suponed que el transportista hubiese tenido en su casa el testamento; ¿no habría ardido en el incendio? Si nadie puede mostrarlo durante la fiesta de regeneración, ni vos ni vuestro adversario, ¿qué sucederá?

Renacía una pequeña esperanza.

—Como visir, reunirías a las autoridades del país y les explicarías la situación; luego te dirigirías al pueblo. Por mi parte, yo celebraría una era de renovación de los nacimientos, señalada por la redacción de un nuevo pacto con los dioses. Tal vez fracasara, pues el proceso es largo y difícil, pero al menos no tomaría el poder un hombre de las tinieblas. Deseo que tengas razón, Pazair; deseo que Denes fuera el instigador de la conjura.

Como cada anochecer, las golondrinas danzaban sobre el jardín donde Pazair y Neferet se encontraban tras una intensa jornada de trabajo. Los rozaban lanzando un alegre y agudo grito, revoloteaban a toda velocidad, trazaban grandes curvas en el cielo azul del invierno.

Resfriado, con la respiración dificultada, el visir había obtenido una consulta seria del médico en jefe.

—Mi frágil salud debería impedirme ocupar ese cargo.

—Es un regalo de los dioses —estimó Neferet—, porque te obliga a reflexionar en vez de lanzarte como un corderito. Además, en nada disminuye tu energía.

—Me pareces ansiosa.

—Dentro de una semana presento al consejo de los facultativos las medidas que deben tomarse para mejorar la salud pública. Algunas no les gustarán, pero las considero indispensables. Será un duro enfrentamiento.

Bravo
y
Traviesa
habían pactado una tregua. El perro dormía a los pies de su dueño, la pequeña mona verde bajo la silla de su dueña.

—La fecha de la fiesta de regeneración ha sido proclamada en todo el país —reveló Pazair—; en la próxima crecida, Ramsés el Grande renacerá.

—¿Se ha manifestado otro conjurado desde la desaparición de Denes y Chechi?

—Ninguno.

—Por lo tanto, el testamento ha desaparecido entre las llamas.

—Es lo más probable.

—Pero sigues dudando.

—Conservar en casa un documento de tanto valor me parece aberrante; pero Denes era tan pretencioso que se creía invulnerable.

—¿Suti?

—La sentencia se dictó correctamente.

—¿Cómo actuar?

—No veo solución jurídica.

—Si organizas una evasión, prepara un golpe magistral.

—Lees demasiado bien en mis pensamientos. Esta vez, Kem no me ayudará; si el visir participa en una acción de este tipo, Ramsés recibirá las consecuencias y el prestigio de Egipto sufrirá. Pero Suti es mi amigo, y nos juramos ayuda y asistencia en cualquier situación.

—Reflexionemos juntos; hazle saber, al menos, que no lo abandonas.

Sola y sin armas, con decenas de kilómetros por delante, un odre de agua y algunos pescados secos por todo viático, Pantera no tenía muchas posibilidades de sobrevivir. La policía egipcia la había abandonado en la frontera con Libia, ordenándole regresar a su país y no volver nunca a la tierra de los faraones, so pena de una pesada condena.

En el mejor de los casos, sería descubierta por una banda de beduinos ladrones, violada y mantenida con vida hasta que aparecieran sus primeras arrugas.

La rubia libia volvió la espalda a su país natal.

Nunca abandonaría a Suti. Desde el noroeste del delta hasta el fuerte nubio donde su amante estaba encerrado, el viaje sería interminable y peligroso. Debería recorrer malos caminos, encontrar agua y alimento, escapar a las pandillas de merodeadores. Pero la señora Tapeni no saldría victoriosa de su combate a distancia.

—¿Soldado Suti?

El joven no respondió al oficial.

—Un año de régimen disciplinario en mi fortaleza… Los jueces te han hecho un buen regalo, muchacho. Tendrás que mostrarte digno de él. De rodillas.

Suti lo miró a los ojos.

—Un cabeza dura… Me gusta. ¿No aprecias este lugar?

El prisionero miró a su alrededor. Las orillas de un Nilo salvaje, el desierto, las colinas abrasadas por el sol, un cielo de un azul intenso, un pelícano que pescaba y un cocodrilo descansando en una roca.

—Tjaru no carece de encanto. No merece vuestra presencia.

—Y, además, bromista. ¿Hijo de rico, también?

—No podéis imaginar la magnitud de mi fortuna.

—Me impresiona.

—Pues sólo es el comienzo.

—De rodillas. Cuando se habla con el comandante de esta fortaleza, se hace con cortesía.

Dos soldados golpearon en la espalda a Suti. Éste cayó boca abajo.

—Así está mejor. No has llegado para descansar, muchacho. Mañana mismo montarás guardia en nuestro puesto más avanzado; sin armas, claro. Si una tribu nubia ataca, podremos saberlo gracias a ti. Sus torturas son tan eficaces que los aullidos de las víctimas se oyen desde muy lejos.

Rechazado por Pazair, separado para siempre de Pantera, olvidado por todos, Suti no saldría vivo de Tjaru, a menos que el odio le diera fuerzas para vencer su destino. Su oro le aguardaba, la señora Tapeni también.

Bak tenía dieciocho años. Nacido en una familia de oficiales, era más bien bajo, trabajador y valeroso. Sus cabellos eran negros, el rostro distinguido, y tenía una voz cantarina y firme; tras haber dudado entre la carrera de las armas y las paletas del escriba, había entrado al servicio de los archivos, justo antes del nombramiento de Pazair. Al último que llegaba le incumbían las tareas más desagradables, especialmente la clasificación de los documentos utilizados por el visir cuando estudiaba un caso. Por eso, Bak tuvo en sus manos las piezas referentes al petróleo; tras la muerte de Chechi, ya no tenían interés.

Meticuloso, las colocó en una caja de madera que el propio visir sellaría y que sólo podría abrirse de nuevo cuando él lo ordenara. La operación hubiera debido ser breve, pero Bak tuvo la precaución de examinar cada papiro. Fue una buena idea. En uno de ellos faltaba la anotación del visir, lo que significaba que no había leído el texto. El detalle parecía sin importancia, porque el asunto se archivaba; sin embargo, el joven archivero redactó un informe y lo entregó a su superior para que lo hiciera llegar por vía jerárquica.

Pazair exigía leer todas las notas, observaciones y críticas redactadas por sus subordinados, fuera cual fuese su grado; así descubrió la nota de Bak.

El visir convocó al funcionario cuando la mañana ya estaba terminando.

—¿Qué habéis observado de anormal?

—Falta vuestro sello en el informe de un empleado del Tesoro que fue revocado.

—Mostrádmelo.

De hecho, Pazair descubrió un documento inédito. Sin duda, un escriba de su propia administración se había olvidado de incluirlo en el estuche de los papiros relativos al petróleo.

«Un grano de arena en un mecanismo», pensó el visir recordando al pequeño juez de provincias que, sólo preocupado por el trabajo bien hecho, había descubierto un cáncer que se disponía a destruir Egipto.

—A partir de mañana, os encargaréis del control de los archivos y me indicaréis directamente las anomalías. Nos veremos cada día al comenzar la mañana.

Al salir del despacho del visir, Bak corrió hacia la calle; al aire libre, dejó escapar un grito de alegría.

—La entrevista me parece algo solemne —estimó Bel-Tran relajado—; habríamos podido almorzar en casa.

—Sin pretender ser ceremonioso —declaró Pazair—, creo que vos y yo debemos someternos a nuestras respectivas funciones.

—Vos sois el visir, yo el director de la Doble Casa blanca y el responsable de la economía; de acuerdo con la jerarquía, os debo obediencia. ¿He traducido bien vuestro pensamiento?

—De ese modo, trabajaremos en armonía.

Bel-Tran se había engordado, su redondo rostro se hacía lunar. Pese a la calidad de sus tejedoras, seguía llevando un paño demasiado estrecho.

—Vos sois un especialista en finanzas, yo no; vuestros consejos serán muy útiles.

—¿Consejos o directrices?

—La economía no debe prevalecer sobre el arte de gobernar, los hombres no viven sólo de bienes materiales. La grandeza de Egipto brota de su visión del mundo, no de su poder económico.

Los labios y la nariz de Bel-Tran se fruncieron, pero no respondió.

—Me preocupa una minucia. ¿Os habéis ocupado del petróleo?

—¿Quién me acusa?

—La palabra es excesiva. El informe de un funcionario al que vos despedisteis os cuestiona.

—¿Cuáles son sus acusaciones?

—Al parecer, durante un corto período, levantasteis la prohibición de explotar petróleo en una zona bien delimitada del desierto del oeste y autorizasteis una transacción comercial de la que obtuvisteis un importante porcentaje. Una operación puntual y muy lucrativa. Sin más ilegalidades, por lo demás, puesto que obtuvisteis el acuerdo del especialista, el químico Chechi. Pero éste era un criminal, comprometido en una conjura contra el Estado.

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