El jugador (25 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El jugador
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Machos con uniformes aún más extravagantes que ninguno de los que Gurgeh había visto hasta entonces permanecían inmóviles cada pocos metros junto a las paredes y montaban guardia a ambos lados de las puertas con las piernas ligeramente separadas, las manos enguantadas ocultas detrás de una espalda tan rígida como un palo y los ojos clavados en las lejanas pinturas que adornaban el techo.

–¿Por qué están ahí? –murmuró Gurgeh en eáquico volviéndose hacia la unidad.

Habló en un tono de voz lo bastante bajo para que Pequil no pudiera oírle.

–Son una prueba —dijo la máquina.

Gurgeh intentó entenderlo.

–¿Una prueba?

–Sí. Demuestran que el Emperador es lo suficientemente rico e importante como para estar atendido por cientos de lacayos que no tienen nada en qué ocuparse.

–Pero... Eso ya lo saben todos, ¿no?

La unidad tardó unos momentos en responder y acabó lanzando un suspiro.

–Jernau Gurgeh, me temo que aún no comprendes demasiado bien la psicología del poder y la riqueza.

Gurgeh siguió caminando y la comisura de sus labios, que Flere-Imsaho no podía ver, se curvó en una leve sonrisa.

Los ápices que fueron dejando atrás vestían túnicas del mismo estilo que la que llevaba puesta Gurgeh, prendas lujosas que no llegaban a la ostentación. Pero lo que más le impresionó fue que todo aquel lugar y las personas que estaban en él parecían haber quedado atrapadas en otra era. Todo cuanto había visto en el palacio o en los atuendos de los invitados habría podido producirse hacía un mínimo de mil años. Mientras llevaba a cabo sus investigaciones particulares sobre la sociedad azadiana Gurgeh había examinado unas cuantas grabaciones de antiguas ceremonias imperiales, y creía tener cierta idea de los estilos de indumentaria y la etiqueta de aquellos tiempos. La obvia aunque limitada sofisticación tecnológica del Imperio no había impedido que su ceremonial siguiera firmemente atrincherado en el pasado, y Gurgeh no lograba entenderlo. Las costumbres, modas y estilos arquitectónicos antiguos también eran muy corrientes en la Cultura, pero se usaban con toda libertad e incluso de forma caprichosa o provocativa. Habían quedado reducidos a meros componentes de una amplia gama de estilos con los que se podía jugar, y no eran aquellas pautas tan rígidas y consistentes que tenía delante de los ojos y que parecían excluir cualquier otra posibilidad.

–Espera aquí. Van a anunciarte –dijo la unidad.

Tiró de la manga de su túnica y Gurgeh se detuvo junto al sonriente Lo Pequil delante de un umbral que daba acceso al larguísimo tramo de escalones de gran anchura que iba descendiendo hasta llegar al salón donde se celebraba el baile propiamente dicho. Pequil le entregó una tarjeta a un ápice uniformado que estaba de pie junto al inicio del tramo de escalones y la voz amplificada del ápice creó ecos por toda la estancia.

–El honorable Lo Pequil Monenine, AAB, Nivel Dos Principal, Medalla del Imperio, Orden del Mérito con blasón..., acompañado por Chark Gavant-Sha Gernou Murat Gurgue Dam Hazeze.

Empezaron a bajar por la gran escalinata. La escena que había debajo de ellos superaba en brillantez y lujo a cualquiera de los acontecimientos sociales a los que Gurgeh había asistido hasta entonces. La Cultura no hacía las cosas a tal escala, y punto. La estancia donde se celebraba el baile hacía pensar en una gigantesca piscina dentro de la que alguien hubiese arrojado un millar de flores fabulosas removiendo concienzudamente las aguas a continuación.

–El tipo que me anunció ha destrozado mi nombre –murmuró Gurgeh volviéndose hacia la unidad. Lanzó una rápida mirada de soslayo a Pequil–. ¿Qué le pasa a nuestro amigo? ¿Por qué frunce el ceño de esa manera?

–Creo que porque el anunciador se olvidó de añadir el «sénior» a su nombre –dijo Flere-Imsaho.

–¿Y tan importante es eso?

–Gurgeh, en esta sociedad todo es importante –dijo la unidad–. Al menos os han anunciado a los dos –añadió con voz algo lúgubre.

–¡Hola, hola! –gritó una voz cuando llegaron al final de la escalinata.

Una persona muy alta que parecía pertenecer al sexo masculino se abrió paso por entre un par de azadianos y se plantó delante de Gurgeh. Vestía ropas muy holgadas y de varios colores. Tenía barba, el cabello castaño recogido en una coleta, ojos verdes muy brillantes y vivaces y daba la impresión de que quizá hubiera nacido en la Cultura. El recién llegado alargó una mano de dedos muy esbeltos recubiertos de anillos, se apoderó de la mano derecha de Gurgeh y la estrujó con entusiasmo.

–Shohobohaum Za, encantado de conocerte. Habría reconocido tu nombre si no fuera porque ese delincuente de ahí arriba lo asesinó con su torpe lengua. Gurgeh, ¿verdad? Oh, Pequil, así que también has venido al baile, ¿en? –Cogió una copa y la puso en la mano de Pequil–. Toma, creo recordar que bebes esta porquería, ¿no? Hola, unidad. Eh, Gurgeh... –Pasó un brazo sobre los hombros de Gurgeh–. Supongo que te apetecerá beber algo decente, ¿no?

–Jernou Moral Gurgue, permita que le presente a... –empezó a decir Pequil, quien parecía sentirse bastante incómodo.

Pero Shohobohaum Za ya se había llevado a Gurgeh y estaba guiándole por entre los grupos de invitados que había al final de la escalinata.

–¿Qué tal va todo, Pequil? –gritó por encima del hombro. El ápice no supo cómo reaccionar–. ¿Bien? ¿Sí? Me alegro. Ya hablaremos luego, ¿eh? ¡Este otro exiliado necesita tomarse una copa!

Pequil se había puesto un poco pálido, pero consiguió saludarles débilmente con la mano. Flere-Imsaho vaciló y acabó decidiendo quedarse con el azadiano.

Shohobohaum Za se volvió hacia Gurgeh y le quitó el brazo de los hombros.

–El viejo Pequil es una auténtica vejiga muerta –dijo en un tono de voz algo menos estridente que el que había utilizado hasta entonces–. Espero que no te importe que te haya apartado de él.

–Creo que sobreviviré a los remordimientos –dijo Gurgeh mientras recorría al otro hombre de la Cultura con la mirada–. Supongo que eres el..., el embajador.

–Ése soy yo –dijo Za, y eructó–. Por aquí –dijo moviendo la cabeza y siguió guiando a Gurgeh por entre el gentío–. Creo haber visto unas cuantas botellas de
grif
escondidas detrás de una mesa y quiero agenciarme un par antes de que el Empe y sus amigotes acaben con todo el lote. –Pasaron junto a un estrado en el que había una banda tocando a toda potencia–. Increíble, ¿verdad? –gritó Za, y se desvió hacia el fondo de la estancia.

Gurgeh se preguntó a qué se estaría refiriendo.

–Ya hemos llegado –dijo Za, y se detuvo junto a una larga hilera de mesas.

Detrás de las mesas había machos vestidos con librea que servían bebidas y comida a los invitados. La pared que se iba curvando por encima de sus cabezas estaba adornada con un tapiz incrustado de diamantes y surcado por bordados hechos con hilo de oro que mostraba una batalla espacial librada hacía ya mucho tiempo.

Za lanzó un silbido y se inclinó sobre la mesa que tenía delante para hablar en voz baja con el macho alto y de aspecto adusto que fue hacia él en respuesta al silbido. Gurgeh vio cambiar de manos un trocito de papel, y un instante después Za puso su mano con bastante brusquedad sobre la muñeca de Gurgeh y se alejó rápidamente de la hilera de mesas, remolcándole hasta un diván circular de gran tamaño que rodeaba la parte inferior de una columna de mármol cuyas nervaduras estaban adornadas con metales preciosos.

–Espera a que hayas probado esto –dijo Za.

Se inclinó hacia adelante hasta que su rostro quedó muy cerca del de Gurgeh y le guiñó el ojo. Shohobohaum Za tenía la piel un poco más pálida que Gurgeh, pero seguía siendo mucho más moreno que el promedio azadiano. Calcular la edad de un habitante de la Cultura era bastante difícil, pero Gurgeh supuso que Za debía tener unos diez años menos que él.

–Supongo que bebes, ¿no? –preguntó Za con expresión alarmada.

–Me he estado librando del alcohol apenas lo ingería –respondió Gurgeh.

Za meneó la cabeza con mucho énfasis.

–No se te ocurra hacer eso con el
grif
–dijo, y le dio unas palmaditas en la mano–. Sería espantoso... De hecho, debería ser un crimen penado por la ley. Pon en marcha tus glándulas y empieza a producir
Estado Fuga de Cristal
. Es una combinación soberbia: hará que las neuronas te salgan disparadas por el agujero del culo... El
grif
es increíble. Viene de Ecronedal, ¿sabes? Lo mandan desde ahí para los juegos. Sólo lo fabrican durante la Estación del Oxígeno, y la cosecha que vamos a beber debe tener por lo menos dos Grandes Años de antigüedad. Cuesta una fortuna. Ha separado más piernas que un láser cosmético. Bueno... –Za se reclinó en el diván, contempló a Gurgeh y se puso muy serio–. ¿Qué opinas del Imperio? Maravilloso, ¿verdad? ¿No estás de acuerdo? Quiero decir... Horrendo pero de lo más sexy, ¿eh? –Un sirviente apareció ante ellos llevando consigo una bandeja en la que había un par de jarritas tapadas con un corcho y Za dio un salto hacia adelante–. ¡Aja!

Cogió la bandeja con las jarritas y el sirviente recibió otro trocito de papel. Za descorchó las dos jarritas y le entregó una a Gurgeh. Za se llevó la jarrita a los labios, cerró los ojos y tragó una honda bocanada de aire. Murmuró algo ininteligible que parecía una especie de cántico ritual y bebió sin abrir los ojos.

Cuando abrió los ojos vio que Gurgeh estaba inmóvil con un codo apoyado en la rodilla y el mentón encima de la mano observándole con cierta perplejidad.

–Oye, cuando te reclutaron... ¿Ya eras así? –le preguntó–. ¿O es un efecto de tu estancia en el Imperio?

Za dejó escapar una ruidosa carcajada y alzó los ojos hacia el techo adornado por un fresco gigantesco que mostraba a un montón de embarcaciones librando una batalla que ya tenía varios milenios de antigüedad.

–¡Sí a las dos preguntas! –dijo Za sin dejar de reír.

Movió la cabeza señalando la jarrita de Gurgeh y su expresión se alteró sutilmente. Za le lanzó una mirada entre burlona y divertida, y el brillo de sagacidad que iluminó sus pupilas —o que Gurgeh creyó detectar en ellas– hizo que revisara su cálculo inicial sobre la edad de Za añadiéndole unas cuantas décadas más.

–Bueno, ¿vas a beberte eso o no? –preguntó Za–. Acabo de gastarme el sueldo anual de un trabajador no especializado para que pudieras probarlo.

Gurgeh clavó la mirada en las verdes pupilas de Za durante unos momentos y acabó llevándose la jarrita a los labios.

–Por los trabajadores no especializados, señor Za –dijo, y bebió.

Za echó la cabeza hacia atrás y volvió a lanzar una sonora carcajada.

–Creo que vamos a llevarnos estupendamente, señor jugador Gurgeh.

El
grif
era un líquido dulce, perfumado, sutil y con una extraña cualidad indefinible que hacía pensar en el humo. Za apuró su jarrita y sostuvo el esbelto pitorro sobre su boca abriéndola al máximo para saborear las últimas gotas. Miró a Gurgeh y chasqueó los labios.

–Baja como si fuera seda líquida –dijo. Dejó la jarrita en el suelo–. Bien... Así que vas a participar en el gran juego, ¿eh, Jernau Gurgeh?

–Para eso he venido.

Gurgeh tomó otro sorbo del potente licor.

–Deja que te dé algunos consejos –dijo Za, y le rozó el brazo con la mano–. No hagas ninguna apuesta. Y cuidado con las mujeres..., o los hombres, o las dos cosas, o lo que sea que te pone en marcha. Si no tienes cuidado podrías meterte en algunas situaciones muy desagradables. Supongo que te habrás hecho el propósito de no mantener relaciones sexuales, pero aun así... Bueno, algunos de ellos –las mujeres sobre todo– se mueren de ganas por averiguar lo que tienes entre las piernas, y se toman ese tipo de cosas ridículamente en serio, créeme. Si quieres tomar parte en algún pequeño torneo corporal dímelo. Tengo contactos y puedo conseguirte una sesión discreta y de lo más agradable. Discreción absoluta y el secreto más completo totalmente garantizados... Pregúntale a cualquiera. –Se rió, volvió a poner la mano sobre el brazo de Gurgeh y se puso muy serio–. No bromeo –dijo–. Si necesitas algo..., puedo proporcionártelo.

–Intentaré no olvidarlo –dijo Gurgeh, y tomó otro sorbo de
grif
–. Gracias por la advertencia.

–Oh, ha sido un placer. Llevo aquí ocho..., no, ya son nueve años. La enviada anterior sólo duró veinte días. La echaron a patadas por haber mantenido relaciones carnales con la esposa de un ministro. –Za meneó la cabeza y dejó escapar una risita–. No me malinterpretes, cuidado. Yo también admiro su estilo, pero... ¡Mierda, nada menos que un ministro! –dijo–. Esa puta debía estar loca y tuvo suerte de que se conformaran con expulsarla. Si hubiera nacido en Azad le habrían repasado los orificios con sanguijuelas ácidas antes de que la puerta de la prisión se cerrara a su espalda. Me basta con pensar en ello para sentir deseos de cruzar las piernas.

Antes de que Gurgeh pudiera replicar o Za seguir hablando oyeron un terrible estruendo procedente del inicio de la gran escalinata, un ruido bastante parecido al que podrían hacer miles de botellas rompiéndose al mismo tiempo. El gran salón vibró con los ecos.

–Maldición, es el Emperador... –dijo Za, y se puso en pie. Movió la cabeza señalando la jarrita de Gurgeh–. ¡Bebe, hombre!

Gurgeh se puso en pie lentamente y colocó la jarrita entre los dedos de Za.

–Acábala. Creo que sabrás apreciarlo más que yo.

Za volvió a poner el corcho en su sitio e hizo desaparecer la jarrita entre los pliegues de su túnica.

El inicio de la escalinata se había convertido en un hervidero de actividad. El gentío que llenaba la gran sala había empezado a moverse y estaba formando una especie de pasillo humano que iba desde el final de la escalinata hasta un trono inmenso colocado sobre un estrado de poca altura protegido por un dosel dorado.

–Será mejor que ocupes tu sitio –dijo Za.

Alargó la mano para volver a cogerle por la muñeca, pero Gurgeh levantó el brazo bruscamente para alisarse la barba y los dedos de Za se cerraron sobre el aire.

Gurgeh movió la cabeza señalando hacia adelante.

–Después de ti –dijo.

Za le guiñó el ojo, se puso en movimiento y le precedió a través de la multitud. Los dos se colocaron detrás del grupo de invitados que estaba delante del trono.

–Aquí tienes a tu chico, Pequil –dijo Za volviéndose hacia el ápice, que parecía muy preocupado, y se alejó un par de pasos.

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