¿Cómo podía jugar en un estado semejante? Si hubiera tenido la autoridad suficiente para tomar esa decisión Flere-Imsaho le habría impedido seguir jugando. Pero la unidad había recibido sus órdenes, y debía cumplirlas. Tenía un papel que interpretar, lo había interpretado y ahora lo único que podía hacer era esperar y ver qué ocurría.
El público que asistió al comienzo de la partida en el Tablero del Origen era bastante más numeroso que el que había presenciado las dos partidas anteriores. Los otros jugadores seguían intentando comprender qué estaba ocurriendo en aquella partida tan complicada como indescifrable, y querían ver lo que sucedería en el último tablero. El Emperador tenía una ventaja considerable, pero todo el mundo sabía que ése era el tablero donde el alienígena había jugado mejor.
Gurgeh volvió a sumergirse en el juego como si fuese un anfibio que se lanza a sus aguas favoritas. Durante los primeros movimientos se conformó con saborear la deliciosa sensación de volver a estar en su elemento preferido y la pura alegría del enfrentamiento, deleitándose con el mero acto de poner a prueba sus capacidades y recursos y la maravillosa tensión de preparar las piezas y las zonas. Después concentró toda su atención en algo mucho más serio: la caza y la construcción, la creación, el establecer conexiones, el destruir y el desgarrar..., la búsqueda y la destrucción del enemigo.
El tablero volvió a albergar la totalidad de la Cultura y el Imperio. El decorado fue una creación conjunta; un soberbio y letal campo de batalla esculpido con los materiales proporcionados por las creencias de Nicosar y Gurgeh. El tablero era una obra de arte insuperablemente delicada y hermosa, la más perfecta encarnación imaginable de la vida y el espíritu de un depredador. Era una imagen surgida de sus mentes; un holograma hecho de pura coherencia que ardía como una ola de fuego inmovilizada sobre el tablero, un mapa impecable de los paisajes del pensamiento y la fe que había dentro de sus cabezas.
Gurgeh dio comienzo al lento movimiento que traería la derrota y la victoria unidas sin ni tan siquiera darse cuenta de lo que hacía. Los tableros del Azad jamás habían visto nada tan sutil, complejo y hermoso. Gurgeh creía que así era. No tardó en estar seguro de ello, y supo que acabaría convirtiendo aquel movimiento en una verdad irrefutable.
Y la partida siguió.
Descansos, días, noches, conversaciones, comidas... Todo aquello aparecía y se esfumaba en otra dimensión, todo era un objeto de un solo color, una imagen plana y granulosa. Gurgeh estaba en otro lugar. Otra dimensión, otra imagen... Su cráneo era un espacio vacío que albergaba otro tablero, y su yo exterior había quedado reducido a una pieza más que debía ser desplazada de un lugar a otro.
No hablaba con Nicosar, pero los dos conversaban y llevaban a cabo el intercambio de emociones y sentimientos de la textura más delicada imaginable a través de aquellas piezas que movían y que les movían a ellos. Era como una canción, una danza o un poema perfecto. El salón estaba abarrotado cada día y los espectadores contemplaban fascinados aquella creación fabulosamente compleja e incomprensible que iba tomando forma ante ellos. Todos intentaban leer aquel poema, ver lo que se ocultaba en las profundidades de aquella imagen en continuo movimiento, escuchar las notas de la sinfonía, acariciar la escultura viviente..., y, gracias a ello, comprenderla.
«Sigue y sigue hasta que termina», pensó Gurgeh de repente. La banalidad de aquel pensamiento le sorprendió y, al mismo tiempo, se dio cuenta de que todo había terminado. El clímax estaba delante de sus ojos. La creación y la destrucción de la obra de arte se habían unido, y ya no se le podía añadir nada. Aún no había terminado, pero... «Es el fin. Se acabó.» Sintió una tristeza terrible que se adueñó de él como si fuese una pieza del juego y le hizo tambalearse con tal violencia que estuvo a punto de caer sobre el tablero. Tuvo que volver a su taburete elevado y se instaló en él moviéndose tan cautelosamente como un anciano.
–Oh... –se oyó decir.
Miró a Nicosar, pero el Emperador aún no se había dado cuenta. Estaba contemplando las cartas de los elementos e intentaba decidir cómo alterar el terreno de la forma más beneficiosa antes de emprender su próximo avance.
Gurgeh no podía creerlo. La partida había terminado. ¿Es que no eran capaces de verlo? Sus ojos recorrieron los rostros de los funcionarios, los espectadores, los observadores y los Adjudicadores con una creciente desesperación. ¿Qué les ocurría? Volvió la cabeza hacia el tablero con la débil esperanza de que se le hubiera pasado por alto algo, de que hubiese cometido algún error y eso significara que Nicosar aún podía hacer algo para salvarse y que la danza perfecta duraría un poquito más. Y no pudo ver nada. El final había llegado y era irrevocable. Alzó los ojos hacia el reloj mural. Faltaba muy poco para que los Adjudicadores indicaran el final de la última sesión de aquella jornada. Ya había anochecido. Intentó recordar qué día era. Las llamas estaban a punto de llegar, ¿no? Quizá esta noche, o mañana... Quizá ya habían llegado. No, incluso él se habría dado cuenta. Los ventanales del salón de proa seguían teniendo los postigos abiertos y permitían contemplar las tinieblas en las que aguardaban los arbustos cenicientos cargados de frutos.
Se acabó se acabó se acabó. Su hermosa partida había terminado. Estaba muerta. Su partida..., la obra de arte que era tanto suya como de Nicosar había terminado. «¡Nicosar, estúpido!» El Emperador había mordido el anzuelo y había caído en la trampa, había echado a correr por entre las empalizadas de troncos para ser hecho pedazos delante de la plataforma entre las tempestades de astillas creadas por los disparos.
Muchos Imperios del pasado habían caído ante los bárbaros, y muchos volverían a caer. Gurgeh lo sabía desde pequeño. Ese tipo de cosas estaban incluidas en el aprendizaje de los hijos de la Cultura. Los bárbaros invaden y son absorbidos. No siempre, claro... Algunos imperios se disuelven y dejan de existir, pero muchos logran absorber a sus invasores. Muchos imperios aceptan en su seno a los bárbaros y acaban venciendo a quienes les han conquistado. Pueden hacerles vivir como las personas a las que querían esclavizar. La arquitectura del sistema los engaña y los canaliza, los seduce y los transforma y exige de ellos todo cuanto no podían dar alterándoles y desarrollándoles poco a poco para que puedan darlo. El imperio sobrevive y los bárbaros sobreviven, pero el imperio ya no existe y los bárbaros... Bueno, los bárbaros han desaparecido.
La Cultura se había convertido en el Imperio y el Imperio había adoptado el papel de los bárbaros. Nicosar parecía estar a punto de alzarse con el triunfo. Sus piezas estaban por todas partes, adaptándose, conquistando, cambiando, preparándose para aniquilar a las piezas del enemigo... Pero el cambio traería consigo su muerte, no la del enemigo. Sus piezas no podían sobrevivir siendo como eran. ¿Acaso no resultaba obvio? Se convertirían en piezas de Gurgeh o en piezas neutrales, y la mano que administraría su renacimiento sería la de Gurgeh. Se acabó...
Empezó a sentir un cosquilleo detrás de la nariz y se reclinó en el respaldo del taburete abrumado por la tristeza mientras esperaba la llegada de las lágrimas.
Y las lágrimas no llegaron. Su cuerpo acababa de darle la reprimenda que se merecía por haber utilizado tan bien los elementos y haber consumido tal cantidad de agua. Ahogaría los ataques de Nicosar. El Emperador jugaba con el fuego, y sería extinguido. No habría lágrimas por él.
Algo fue desvaneciéndose de su interior, esfumándose y consumiéndose lentamente mientras aflojaba la presa en que le había encerrado. El frescor de la sala, una especie de perfume y el susurrar del dosel de hojas de los arbustos cenicientos más allá de los ventanales... Gurgeh podía oír los murmullos de los espectadores sentados en las galerías.
Miró a su alrededor y vio a Hamin en la fila de asientos reservados a los colegios. El ápice se encontraba en una fase de senilidad terriblemente avanzada. Parecía tener la mirada fija en el centro del tablero, y durante un momento de irracionalidad Gurgeh estuvo convencido de que el anciano ya llevaba algún tiempo muerto y que habían traído su cadáver marchito a la sala de juegos como si fuese una especie de trofeo, como si quisieran infligirle una última ignominia.
Oyó sonar el cuerno que indicaba el final del día y dos guardias imperiales surgieron de la nada para llevarse la silla de ruedas en que estaba sentado el ápice agonizante. La cabeza de piel reseca y llena de arrugas se volvió un instante en la dirección de Gurgeh y le miró.
Gurgeh tenía la sensación de haber estado muy lejos, como si acabara de volver de un viaje muy largo. Miró a Nicosar. El Emperador estaba hablando con dos de sus asesores y los Adjudicadores habían empezado a anotar las posiciones del cierre. Los espectadores ya se estaban poniendo en pie para abandonar las galerías y el rumor de las conversaciones había aumentado de intensidad. ¿Eran imaginaciones suyas o Nicosar parecía algo nervioso..., incluso preocupado? Quizá no lo fueran. Gurgeh sintió una repentina oleada de compasión por el Emperador, por todos los que le rodeaban y por todos los habitantes del universo.
Suspiró, y fue como si la última ráfaga de una tormenta increíble acabara de recorrer su cuerpo. Estiró los brazos y las piernas y bajó del taburete. Contempló el tablero. Sí, todo había terminado. Lo había conseguido. Aún quedaba mucho por hacer y aún ocurrirían muchas cosas, pero Nicosar perdería la partida. Podía escoger la forma en que sería derrotado. Caer hacia adelante y ser absorbido, retroceder y ser conquistado por la fuerza, dejarse dominar por la locura y destruirlo todo..., pero su Imperio del tablero estaba acabado.
Sus ojos se encontraron con los del Emperador durante una fracción de segundo. La expresión de su rostro le indicó que Nicosar aún no había comprendido del todo lo ocurrido, pero Gurgeh sabía que el ápice también era capaz de interpretar sus expresiones y que probablemente vería el cambio producido en él y captaría su insoportable sensación de victoria. Gurgeh bajó la vista para no seguir contemplando aquel espectáculo tan terrible, giró sobre sí mismo y abandonó el salón.
No hubo vítores ni felicitaciones. Nadie más podía ver la revelación que los ojos de Gurgeh habían contemplado en el tablero. Flere-Imsaho se mostró tan preocupado e irritante como de costumbre, pero la unidad tampoco se había dado cuenta de nada y siguió preguntándole cómo creía que iba la partida. Gurgeh mintió. La
Factor limitativo
pensaba que la situación pronto experimentaría un cambio radical. Gurgeh ni tan siquiera se tomó la molestia de explicarle que todo había terminado, pero quedó un poco desilusionado. Había esperado más de la nave.
Cenó a solas con la mente en blanco. Fue a nadar en la piscina que había en el último sótano del castillo y se sumergió dentro de aquel agujero tallado en el promontorio rocoso sobre el que había sido construida la fortaleza. Estaba solo. Todos los demás habían subido a las torres del castillo o a las murallas más altas o se habían marchado en las aeronaves para contemplar el resplandor lejano que iluminaba el confín oeste del cielo, allí donde acababa de empezar la Incandescencia.
Gurgeh nadó hasta sentirse cansado. Se secó, volvió a ponerse los pantalones, la camisa y la chaqueta delgada y fue a dar un paseo por la muralla del castillo.
El cielo estaba cubierto de nubes y la noche era muy oscura. Los enormes troncos de los arbustos cenicientos llegaban más arriba que los baluartes exteriores y ocultaban las luces lejanas de la Incandescencia. Los guardias imperiales patrullaban la fortaleza asegurándose de que nadie decidiera adelantar la llegada de las llamas. Gurgeh tuvo que demostrarles que no llevaba encima nada susceptible de producir una chispa o crear un fuego antes de que le dejaran salir del castillo. Los postigos ya estaban siendo comprobados y las pruebas del sistema de rociado habían dejado charcos en los patios y explanadas.
La vieja fortaleza estaba sumida en el silencio y el extraño estado anímico mezcla de temor religioso y expectación que la había invadido era tan tangible que incluso Gurgeh se dio cuenta del cambio. El ruido de las aeronaves que estaban sobrevolando la extensión de bosque empapada por los rociadores con rumbo al castillo le recordó que se suponía que todo el mundo debía estar dentro a medianoche, y empezó a volver sobre sus pasos absorbiendo la atmósfera de espera como si fuese algo precioso que no podía durar mucho y que quizá nunca volviera a repetirse.
No estaba cansado. La agradable fatiga de nadar en la piscina se había convertido en una especie de cosquilleo lejano, y cuando subió la escalera que llevaba a su habitación no se detuvo en ese piso sino que siguió adelante. El cuerno acababa de sonar anunciando la medianoche.
Gurgeh emergió a un baluarte situado bajo una torre de gran tamaño. El paseo de forma circular estaba oscuro y mojado. Se volvió hacia el oeste para contemplar la tenue claridad rojiza que iluminaba el cielo. La Incandescencia aún estaba muy lejos y quedaba por debajo del horizonte. Sus destellos se reflejaban en las nubes como si fueran un lívido crepúsculo artificial. Los reflejos no impidieron que Gurgeh fuese consciente de la inmensidad y el silencio de la noche que había caído sobre el castillo ahogando todos los ruidos. Encontró una puerta que daba acceso a la torre y subió por la escalera que llevaba hasta arriba. Se apoyó en el parapeto de piedra y volvió la cabeza hacia el norte y la hilera de colinas. Aguzó el oído y escuchó el lento gotear de un rociador que perdía agua en algún lugar debajo de él, y el apenas audible susurro de los arbustos cenicientos que se preparaban para enfrentarse a su destrucción. Las colinas eran invisibles. Gurgeh dejó de intentar verlas y se volvió de nuevo hacia la banda de color rojo oscuro que se curvaba de forma casi imperceptible por el oeste.
Oyó sonar un cuerno en algún lugar del castillo seguido de otro, y luego otro más. También oyó ruidos anormales; gritos lejanos y pasos que corrían, como si el castillo volviera a despertar. Gurgeh se preguntó qué estaría ocurriendo. Tiró de la delgada tela de su chaqueta intentando protegerse mejor el torso. Había empezado a soplar una ligera brisa del este, y Gurgeh fue repentinamente consciente de que la noche era bastante fresca.
La tristeza que había sentido durante el día aún no se había esfumado del todo. Se había convertido en algo menos obvio pero más básico, como si se hubiese escondido en las profundidades de su mente para fundirse con ella. Qué hermosa había sido la partida; cuánto había disfrutado moviendo las piezas, qué jubilosamente vivo se había sentido..., pero sólo porque intentaba provocar su cese, sólo porque estaba asegurándose de que esa alegría no duraría mucho tiempo. Se preguntó si Nicosar habría comprendido lo ocurrido, y pensó que por lo menos debía sospecharlo. Se sentó en un pequeño banco de piedra.