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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (43 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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Ella se arrodilló junto al sacerdote. Debajo de los hematomas en su rostro se advertía indignación.

—Las ten… Las car… —dijo, y con esfuerzo logró hablar—. Llevaos las cartas.

Los mercenarios se ponían mantos y capuchas, recogían las armas, vaciaban la despensa de Fitchet y rodeaban a las asustadas gallinas para encerrarlas en una caja de madera.

—¿En la despensa de vuestro digno vigía había algo llamado vino? —preguntó el abad—. ¿No? Qué horror, detesto la cerveza. —Gruñó y se sentó en un banco para mirar el ajetreo, mientras jugueteaba con la cruz de plata que llevaba en el pecho.

Los dos mercenarios que habían perseguido a Rowley entraron jadeando.

—Tenía caballos.


Siech
. Es suficiente. Nos vamos —dijo Schwyz. El mercenario sujetó la cuerda que ataba las manos de Adelia, la obligó a ponerse de pie con un empellón que casi le dislocó el hombro y la arrastró hasta el lugar donde se encontraba el abad—. No la necesitamos, permitidme matar a esta ramera.

—Schwyz, mi buen y querido Schwyz —dijo el abad, moviendo la cabezota—. Al parecer, aún no has comprendido que nada en este convento es más valioso que la señora Adelia. Para el rey su presencia es tan importante que ha enviado a un obispo a buscarla. Aún no sabemos si se debe a su destreza sexual o a cierta información que tal vez ella posee. Es nuestra carta de triunfo, mi querido amigo, la manzana dorada del Jardín de las Hespérides que debemos arrojar tras de nosotros para detener a nuestros perseguidores. —El abad hizo una pausa para reflexionar sobre el asunto—. Y si el rey nos pusiera en aprietos, incluso podríamos entregársela para apaciguarlo. Sí…, es una posibilidad.

Schwyz no tenía tiempo para detenerse en esas consideraciones.

—¿La llevamos o no?

—Sí.

—¿Qué hacemos con el cura?

—En fin, me temo que en su caso debemos ser menos piadosos. El señor Paton es el desafortunado portador de las cartas. No desearía que el rey o la reina conocieran la existencia de esas pruebas, aun suponiendo que pudiera hablar, lo cual…

—Por Dios, ¿lo liquido?

Adelia se arrojó hacia delante para impedirlo. Schwyz la obligó a retroceder.

—Lo sé —dijo el abad—. Estas cosas son tristes, pero no deseo perder el afecto de la reina y me temo que el padre Paton podría abrirle los ojos. ¿Le enseñasteis el texto que yo escribí para que Rosamunda enviara las cartas? Por supuesto, lo hicisteis. Sois una personita muy diligente. —El abad siguió hablando. Había condenado a muerte al sacerdote, y allí estaba, hablando, muy entretenido—. Dado que nuestra bendita Leonor me tiene en alta estima, sería…, ¿cómo decirlo?, inconveniente que ella supiera que fui yo quien la instigó a rebelarse contra el rey. Si descubriera el engaño, se lo diría a Enrique. En cambio, le dirán que un asesino desconocido trató de entrar en la abadía, tendrá pruebas de ello, y que el buen Schwyz y yo emprendimos una valerosa persecución para atraparlo antes de que regresara a las filas del rey. En realidad, abandonaremos a esa dama a su inevitable destino. La nieve nos ha ayudado mucho. El amable lord Wolvercote, muy poco. Como suele decir el señor Schwyz, con su lenguaje rudo, ese hombre no podría pelear contra un saco de mierda.

Schwyz había soltado a Adelia y se acercaba al padre Paton. Ella cerró los ojos.

«Dios, te lo ruego».

Al gemido del padre Paton le siguió un extraño silencio. Incluso a esos hombres parecía impresionarles que un ser se reuniera con el Creador.

Luego alguien dijo algo, alguien rio. Los hombres comenzaron a cargar bultos y cajones para llevarlos al atrio y, desde allí, al río.

El abad apoyó un dedo bajo el mentón de Adelia para inclinar su cabeza.

—Siempre me habéis interesado, señora. Me preguntaba por qué no solo un obispo, sino también un rey se sentían atraídos por una vulgar extranjera como vos. Y, perdonadme, pero no se debe a que el Señor os haya bendecido con una belleza visible.

Adelia mantuvo los ojos cerrados y se apartó, pero él sujetó su cabeza y la inclinó hacia ambos lados.

—¿Los satisfacéis a ambos? ¿Al mismo tiempo? ¿Sois experta en tríos? ¿Descolláis en el
ménage à trois
? ¿Un pene por adelante y otro por atrás? ¿El culo y el
pudendum muliebre
, lo que mi padre, con su estilo elegante, llamaba culo y barriga?

Adelia pensó que tendría que oír cosas semejantes muchas veces antes de que todo terminara. Lo miró a los ojos: el abad era virgen. No podía precisar cómo lo había descubierto en una situación tan extrema, pero no tenía dudas.

En el rostro que la miraba desde arriba surgió una angustiosa, implorante vulnerabilidad. «No me conocéis, no sabéis quién soy», pareció decir, antes de recuperar la máscara habitual del abad de Eynsham.

Schwyz, que los había llamado a gritos, se acercó y levantó a Adelia con brusquedad.

—Espero que no cause problemas. Ya tenemos suficientes.

—Estoy seguro de que no los causará —dijo el abad, sonriendo a Adelia—. Podemos enviar a alguno de nuestros hombres a la cocina, para que busquen al bebé. Si lo deseáis, lo llevaremos con nosotros, aunque no sabemos si sobrevivirá a la travesía.

Ella negó con la cabeza.

Aún sonriente, Eynsham señaló la puerta.

—Os seguiré, señora.

Ella salió y se dirigió a los peldaños helados, como un cordero.

Capítulo 13

D
os mercenarios encapotados proyectaban largas sombras en el hielo —la luna se había movido un poco hacia el oeste— mientras cargaban un trineo con los bultos que los demás les entregaban. Uno de ellos levantó a Adelia y la arrojó sobre un montón de fardos. Al aterrizar, se hizo daño en los brazos. Otro hombre arrojó una lona impermeable sobre su cabeza. Después de sacudirla logró echar hacia atrás una parte de la lona y pudo ver.

«Dios, haz que se dirijan al sur. Enrique está allí», pensó.

El abad, Schwyz y otros hombres se habían reunido en torno a ella, para equilibrar el trineo mientras se ponían los patines. Deliberadamente, lo hacían en silencio.

No había motivo para ir en otra dirección. Ellos no sabían que el rey había atacado Oxford.

Oh, sí, lo sabían. Sin quererlo, Rowley se lo había dicho.

«Dios, haz que se dirijan al sur».

El abad ensayó algunas piruetas en el hielo y admiró su sombra en el espejo de acero del río.

—Sí —dijo—. Es algo que nunca se olvida.

No prestaba atención a Adelia. En ese momento, no era más que parte de su carga. Hizo una señal a Schwyz, quien a su vez la transmitió a sus hombres. Dos mercenarios recogieron los arneses que estaban delante del trineo y sujetaron las correas a su cuerpo. Otro tomó asiento detrás de Adelia y agarró el armazón.

El abad miró el muro del convento, que se cernía sobre él.

—Reina Leonor, querido junco roto, adiós. —Luego elevó sus ojos hacia el cielo, donde brillaban las estrellas—. Bien, parece que está ocupada con otras cosas. Podemos marcharnos.

—Sin ruido ni el menor alboroto —agregó Schwyz.

Adelia oyó el rumor que el trineo producía al moverse. Se dirigían al norte. Vomitó en la mordaza. Nadie podría impedir que la mataran. Durante un rato tuvo tanto miedo que apenas pudo aceptarlo. Él iba a matarla. Debía hacerlo.

De pronto la agobió una tristeza espantosa. Surgieron en su mente imágenes de Allie, huérfana, creciendo sin ella, pequeña y carente de afecto.

«Os amaré hasta el último minuto de vida. Sabedlo, pequeña: siempre os amé».

Luego la asaltó la culpa.

«El error fue mío, querida hija. Si hubiera sido una madre mejor, habría ignorado lo que sucedía, habría dejado que se matasen unos a otros sin que me importara, en tanto vos y yo hubiéramos estado a salvo. Un doloroso error».

El miedo y el dolor se sucedieron incesantemente, mientras la ribera blanca y desaliñada pasaba junto a ella. Se oían los susurros y los chirridos del trineo; los hombres que esforzadamente lo arrastraban echaban su aliento, que dibujaba volutas de vaho a la luz de la luna, mientras se acercaban al infierno.

El malestar distrajo su atención. El bulto sobre el cual estaba sentada contenía lanzas. La mordaza tenía un gusto abominable. Y le dolían los brazos y las muñecas.

Súbitamente irritada, se movió, se incorporó y comenzó a prestar atención a lo que sucedía a su alrededor.

Dos mercenarios tiraban del trineo. Otro de ellos iba detrás. Cuatro hombres patinaban a cada lado; Schwyz y el abad marchaban delante. En total, eran nueve. Entre ellos no se contaba Cross, su amigo. No había podido distinguir las caras de los dos hombres que habían cargado el trineo, pero ambos eran más delgados que él.

Nadie la ayudaría. Dondequiera que se dirigieran, Schwyz solo había llevado a los soldados en los que depositaba toda su confianza. Había abandonado a los demás.

¿Adónde se dirigían? ¿A Midlands? Allí el rechazo a Enrique Plantagenet seguía latente.

Adelia se movió y con las muñecas comenzó a palpar el contenido del saco. Siguió la línea de las lanzas hasta llegar al extremo afilado.

Al presionarlo, la punta le pinchó la palma de la mano. Trató de frotar la cuerda contra el filo, pero no lo logró. En cambio, se encontraba con la punta de la lanza, que entraba y salía inútilmente en las fibras. Si hubiera dispuesto de dos o tres semanas, finalmente habría tenido éxito.

No obstante, podía hacer algo para vencer la inercia de la desesperación. Sin duda, Eynsham no tendría más opción que matarla. La posibilidad de utilizarla para negociar con su adversario solo duraría mientras no tuviera la seguridad de haberse librado de Enrique. Y esa posibilidad disminuía a cada milla de camino recorrido hacia el norte. Pero, por encima de todo, tenía que matarla porque había visto al gusano que se retorcía dentro de ese caparazón brillante, multifacético y vacío. Y él lo sabía.

Los brazos de Adelia comenzaron a cansarse. Con la cara todavía humedecida por las lágrimas, se durmió.

La marcha era agotadora para los hombres que tiraban del trineo, y también para los que simplemente patinaban. Temerosos de sus posibles perseguidores, no habían encendido antorchas y, aunque brillaba la luna, el hielo daba un resplandor tenue y engañoso a las ramas y otros desechos vegetales que habían quedado atrapados, y en consecuencia los mercenarios se caían con frecuencia o debían desviarse para esquivar obstáculos, en ocasiones, cargando el trineo.

Mientras dormitaba, Adelia percibía vagamente que se tambaleaba cuando levantaban el trineo, y oía insultos difusos. También advertía que los hombres se arrastraban debajo de la lona que la cubría para descansar y recuperar fuerzas. No había ningún interés sexual en su actitud, estaban demasiado cansados. Ella, por su parte, se negaba a despertar. Dormir era una manera de olvidar.

Otro pasajero subió al trineo. Lejos del hielo, suspiró aliviado. Sus dedos se movieron a tientas en la cabeza de Adelia y aflojaron la mordaza.

—Esto no es necesario, señora. Tampoco esto —dijo, y suavemente la empujó hacia delante. Luego cortó con un cuchillo la cuerda que le sujetaba las muñecas—. Ya está. ¿Os sentís más cómoda?

Adelia sintió el hálito de un perfume dulce, familiar. Se lamió los labios, movió los hombros y las manos. Le dolían. La travesía continuaba. Todo estaba en silencio y hacía mucho frío. Las estrellas se habían apagado un poco, la luna brillaba a través de un velo de niebla.

—No teníais necesidad de matar a Bertha —dijo.

—Yo, en cambio, creo que sí —respondió con serenidad Jacques después de unos instantes—. Su nariz me habría traicionado, tarde o temprano. Me temo que la pobre criatura me descubrió.

Sí, así era. Recordó a Bertha, acercándose a ella a gatas en el establo, olisqueando, utilizando el más agudo de sus sentidos para describir a la anciana del bosque que le había entregado las setas para Rosamunda.

«Olía bien, como vos», había dicho.

«No como yo, Bertha, sino como el hombre que estaba a mi lado», pensó Adelia.

No era una mujer, era un hombre.

La muchacha había olido el perfume del mensajero, el que lo caracterizaba incluso cuando se disfrazaba como una anciana que recogía setas.

—¿Lo desaprobáis? —preguntó Jacques, ansioso por saber si ella estaba disgustada—. En realidad, no fue una pérdida importante, ¿verdad?

Adelia mantenía la vista fija en los dos mercenarios que arrastraban el trineo. Jacques la arropó con la lona y se sentó de lado, para mirarla a la cara. Su expresión era sensata, inteligente, ya no era el joven con ojos asombrados y grandes orejas, parecía mucho mayor, más seguro. Supuso que era precisamente eso, un hombre capaz de metamorfosearse según lo exigieran las circunstancias.

Él había llevado la cuna de Allie hasta la escalera.

—En general no se necesita lo que yo denomino una acción auxiliar, como en el caso de Bertha. Habitualmente cumplo con lo convenido y me voy, todo mi trabajo es muy simple y ordenado. Pero este encargo ha sido particularmente complicado. Interesante, no lo niego, pero difícil. —Jacques suspiró—. Estar cercado por la nieve en un convento, no solo en compañía de la persona que me contrató, sino, como queda en evidencia, de un testigo, es una experiencia que no deseo repetir.

Un asesino. El asesino.

—Comprendo —dijo Adelia.

Ella sintió una enorme repulsión desde el momento en que descubrió que él había envenenado a Rosamunda. La obligación que se impuso de utilizarlo para lograr que Wolvercote y Warin confesaran su culpabilidad había supuesto un terrorífico ejercicio de autodominio, pero no se le había ocurrido una estratagema mejor para lograrlo. Ella había descubierto que se trataba de un ser más temible que Wolvercote, porque carecía de limitaciones, era un individuo incapaz de distinguir el bien y el mal.

Procuró conquistarle, cautivar su mente. Jugó con él, lo utilizó. Logró que observara cómo resolvía el único asesinato del que era inocente. Así había logrado neutralizarlo, tenerlo de su lado mientras hacía preguntas.

—¿Eynsham os lo ordenó?

—¿Os referís a lo de Bertha? Oh, no —dijo, indignado—. Tengo iniciativa, ya lo sabéis. —Hizo un guiño y dio un codazo cómplice a Adelia—. Tendrá que pagar lo que hice con ella. Lo cargaré en su cuenta.

—Su cuenta —repitió ella, y asintió.

—En efecto. No soy vasallo del abad, señora. Debéis tenerlo en claro: soy independiente, viajo por todos los territorios de la cristiandad ofreciendo un servicio. Algunos no lo aprueban, lo sé, pero, de todos modos, es un trabajo.

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