Grieg se refería al pintor y grabador barroco que vivió en Sevilla entre 1622 y 1690 y que fue autor de los cuadros
Finis gloriae mundi
(«El fin de las glorias mundanas») e
In ictu oculi
(«Breve como un parpadeo»). Con estos cuadros plasmaba la inutilidad de la vanidad, y la brevedad de la vida, ya que fuese cual fuese la condición social, a todos nos igualaba la muerte.
—Nos están dejando una pista de que Fulcanelli visitó Sevilla y posteriormente estuvo en Barcelona. ¿Te das cuenta, Gabriel? Quizá pudo estar en el interior de esta cripta.
—Lo único que sé es que nos enfrentamos a una persona maquiavélica, que urde elaboradas estrategias.
—Presiento que en el interior de esta cripta hay escondido algo muy importante —insistió Lorena.
—Puede que tengas razón, pero lo difícil es descubrir dónde está escondido.
Ambos miraron otra vez los restos óseos y los ataúdes rotos que llenaban el suelo de la cripta. Entonces Grieg tuvo una idea.
—Tengo una idea para encontrar lo que está escondido aquí. Pero para llevarlo a cabo nos haría falta un tipo de iluminación muy acorde con el entorno tan tétrico que nos rodea.
—¿A qué luz te refieres? —preguntó Lorena, intrigada.
—A la luz… negra.
—¿«Luz negra»? —preguntó Lorena mientras apartaba un fémur con el pie—. ¿Te refieres a luz ultravioleta?
—Así es.
—¿Y para qué la quieres?
Grieg no pudo ver la expresión de su compañera. Ésta le había apuntado directamente la luz de la linterna a los ojos.
—Desde que entramos en la cripta me di cuenta de que este subterráneo, empleando el símil de una chimenea, tiene tiro.
—¿Vamos a tener que hacer de deshollinadores?
Grieg sonrió por la ocurrencia de Lorena.
—No temas por eso. Uno de los aliviaderos de agua está conectado a un viejo sistema de ventilación que es mayor de lo que debiera. —Grieg apartó uno de los tablones de madera y señaló una compuerta de hierro que estaba cerrada—. ¿Ves? Esa placa oxidada es el sello de la trampa. Cuando está cerrada permanece relativamente estable, pero si la abriese del todo crearía una presión negativa, o sea, succión, y la corriente de aire…
—Me parece muy bien —le interrumpió ella—. Y ¿qué tiene que ver la luz ultravioleta?
—¿Para qué quieres saberlo, si no tenemos un aparato de luz ultravioleta?
—Quizá podría tenerlo. ¿Por qué no? ¿No llevas tú martillos, cinceles, kits para contactar con el demonio y libros prohibidos por la Santa Inquisición. ¿Por qué no podría llevar yo, por ejemplo, una linterna detectora de billetes falsos?
—¿La llevas? —Grieg sonrió, mientras movía la cabeza.
—Y de las buenas.
Business is business.
—Debes llevar ese aparato por algún motivo, pero ya lo averiguaré, no te preocupes.
Lorena sacó de su bolso un estuche negro que contenía herramientas de relojero, tubos de aluminio con diferentes sustancias, reactivos, lupas y un pequeño aparato dotado de una lámpara fluorescente fabricada con cristal de Wood de color azul-violeta.
—Ahí la tienes. Ahora, por favor, explícame qué te traes entre manos.
—No te aseguro que funcione, pero es lo único que se me ocurre.
Grieg abrió levemente la compuerta metálica, e inmediatamente se pudo percibir una ligera ventilación impregnada de un olor acre y húmedo.
—No sé cuál es tu plan, pero me temo que esa corriente de aire es demasiado débil para que pueda servirnos.
—Así me gusta, Lorena, que trates de animarme…
Grieg cogió la linterna de rayos ultravioletas y, tras calcular unas distancias de modo intuitivo, la depositó sobre un escalón, todavía apagada.
—Bueno, ahora sería cuestión de colocarnos en un lugar elevado y comprobar si mi plan funciona.
—¿Y si no es así?
—El tipo al que seguimos el rastro sabía muy bien lo que se hacía, pero el espectáculo que tenía preparado para nosotros ha sufrido un contratiempo, que quizá podemos aprovechar a nuestro favor.
Lorena se acercó a Grieg y lo miró con asombro.
—¿Cómo lo sabes?
—Por los restos relativamente modernos de materiales de construcción que he detectado en el subterráneo… Nuestro hombre entró en esta cripta hace más de dos décadas con la intención de ocultar en ella algo muy valioso.
—¿El qué? —preguntó Lorena.
—No lo sé exactamente, pero realizó algunas obras de albañilería que, puedo asegurarte, no eran su fuerte. Déjame la linterna.
Grieg apartó un ladrillo viejo e iluminó con la linterna el hueco que había dejado en el suelo.
—¿Ves ese emplasto petrificado? ¿Sabes de qué está formada esa sustancia?
Lorena guardó silencio.
—Se trata de un compuesto que yo empleo muy a menudo en mi trabajo. Está formado por silicato tricálcico y dicálcico, aluminato tricálcico y aluminio ferritotetracálcico… O sea, cemento de Pórtland. ¿Sabes qué significa?
—Sí —respondió Lorena tras reflexionar algunos segundos—. Eso quiere decir que cuando la persona escondió algo aquí, lo hizo antes de que los osarios se desplomasen.
—Ni más ni menos, mi hermosa Lilith. La «obra maestra» que nos tenía preparada el tipo se vino al suelo y ahora no podemos empezar a remover todos esos huesos y esos escombros. Por lo tanto, o funciona lo que se me ha ocurrido… o tendremos que dar martillazos en las paredes.
—Entendido… Explícame lo de la luz polarizada.
—Cuando los alquimistas, como primer paso para la obtención de la retorta, purificaban los elementos y los disolvían con un ácido, ¿dónde llevaban a cabo esa operación?
—Al aire libre… —De pronto, Lorena se dio cuenta—. ¡Luz polarizada! Los alquimistas hacían con sumo cuidado esa operación una noche de luna llena, porque la luz que refleja es polarizada.
Grieg asintió, satisfecho.
—La luz polarizada se empleaba en el cuarto proceso de la gran obra: la conjunción —continuó Lorena.
—Quizás, en torno a esa incognoscible palabra era sobre la que giraba su representación teatral. Y resulta evidente que si existiera ese imposible oxímoron… —intervino Grieg abrumado—, sería una palabra cuyo significado unificaría al plomo con el oro, y a la vida con la muerte…
—¿Y cómo supiste que la representación que habríamos visto aquí si no se hubieran desplomado los osarios tenía que ver con la luz negra? —preguntó Lorena, intrigada.
—A menudo, en mi trabajo de restauración de viejas ermitas, encontramos cementerios arrasados.
—¿Y?
—Los huesos humanos adquieren un brillo luminiscente cuando están expuestos a la luz polarizada. La empleamos para distinguirlos rápidamente cuando están entremezclados con las piedras.
—¿Únicamente por eso?
—Bueno, la verdad es que esto me ayudó bastante.
Grieg recogió del suelo un cuadrado formado por cuatro fémures atados con una fina cuerda. También le mostró un triángulo compuesto por tibias y realizado con la misma técnica.
—Esas macabras figuras geométricas —apuntó Lorena—, no sé por qué, pero me parece que están relacionadas con lo que hemos venido a buscar aquí.
—Veamos si con la ayuda de la luz negra podemos sacar algo en claro —expuso Grieg mientras abría por completo la trampilla.
Una fuerte corriente de aire empezó a succionar todo el polvo acumulado durante años en el suelo de la cripta. Lorena apagó la linterna al percatarse de que Grieg acababa de encender el pequeño fluorescente de luz ultravioleta.
Tras abrir la trampilla, un remolino de colores luminiscentes se elevó hacia el techo.
Grieg y Lorena empezaron a ascender por la escalera hacia la puerta de acceso a la capilla como si quisieran alejarse de aquel horror. Cuando llegaron al rellano, tuvieron la desagradable impresión de que aquel pequeño y fluorescente tornado formado de yeso, cemento, madera podrida y el polvo verdoso de los huesos humanos, se dirigía a ellos, hacia la linterna de luz negra que Grieg llevaba en la mano.
—¿Se puede saber por qué te llevas esas macabras figuras hechas con huesos? —preguntó Lorena, mientras agitaba su mano tratando de librarse de aquel polvo inmundo que se les venía encima.
—Nos harán falta dentro de un minuto —contestó Grieg mientras retiraba la cuña de madera que atrancaba la puerta—. Tenemos suerte de que la corriente de aire entra de la iglesia y se expande hacia el sumidero, porque si fuese al revés, tras lo que me propongo hacer, la nave de la iglesia parecería una de esas bolas de cristal llenas de agua que venden como souvenirs y que simulan una nevada cuando se les da la vuelta.
—¡Si abres esa puerta, toda la porquería se nos vendrá encima! —exclamó Lorena.
—Tenemos que quitar toda esa capa de polvo y yeso que recubre los esqueletos, y para eso no hay nada mejor que un buen aspirador —replicó Grieg mientras abría la puerta de la capilla.
El pequeño tornado que se agitaba en el centro del subterráneo fue adquiriendo mayor fuerza, hasta que finalmente los materiales de desecho aspirados por el sumidero hicieron que éste se obturase por completo. De inmediato, la corriente de aire se detuvo y la cripta volvió a quedar sumida en la quietud, mientras un fino polvo caía lentamente hacia el suelo.
—Ha llegado el momento de saber cuál de esos esqueletos pertenece a don Germán —dijo Grieg mientras volvía a asegurar la puerta de la capilla con la cuña de madera.
Los dos descendieron por las escaleras. El pequeño huracán había hecho que los esqueletos esparcidos por el suelo se quedaran mucho más relucientes, al haberse despojado de la capa de yeso y polvo que los cubría. Y bajo el influjo de la luz negra resplandecían de un modo espectral.
—Por fin saldremos de dudas… ¡No te muevas, Lorena! —exclamó el arquitecto, dirigiéndose hacia un extremo de la cripta mientras ella guiaba sus pasos con la blanca luz de la linterna.
—Estoy convencido de que nuestro hombre nos tenía preparado un espectáculo. Por favor, apaga la linterna.
Lorena obedeció al instante y la cripta quedó a oscuras.
Cuando Grieg encendió de nuevo la bombilla de cristal de Wood, todo volvió a adquirir un aspecto fantasmal, pero a Lorena lo que le causó mayor asombro fue el efecto que observó en las dos figuras geométricas formadas con huesos que Grieg sostenía en cada una de sus manos. Dos de los fémures del cuadrado y dos tibias del triángulo se habían vuelto «invisibles».
—¡Es fabuloso! ¿Cómo lo haces? —dijo ella.
—Los huesos que no brillan en la oscuridad están recubiertos de una sustancia muy similar al cemento plástico blanco, que impide que fosforezcan bajo el efecto de la fluorescencia.
—Y eso puede ayudarnos en nuestra búsqueda, ¿no?
—Estoy casi seguro de que estos dos fémures y estas dos tibias pertenecieron a don Germán.
—¿Y qué crees que quería demostrar el tipo al que seguimos el rastro con un jueguecito como ése? —preguntó Lorena, que pareció darse cuenta en ese instante del horripilante lugar en el que se encontraban.
—Si aún está vivo cuando demos con él, se lo preguntaré. De momento, tenemos que encontrar el premio gordo que nos tenía preparado.
—¿El «premio gordo»?
—Sí —asintió Grieg—. El esqueleto de don Germán esconde algo.
—Por favor… qué asco…
—¿Y si ese algo fuera muy valioso? ¿Te sobrepondrías al asco?
—¿Tal vez una joya? —insinuó Lorena.
—Sí, pero, ¿dónde podría esconderse una joya en un esqueleto?
—¡En el cráneo! —exclamó Lorena, y apuntó la linterna hacia el suelo de la cripta—. El problema está en saber cuál de todos éstos perteneció a don Germán.
—Si seguimos la lógica de las tibias y de los fémures invisibles…
—Comprendo… —repuso ella de inmediato—. La calavera que estamos buscando, al estar recubierta de alguna sustancia, sería fácilmente detectable con la linterna de luz blanca, pero no brillaría, e incluso se volvería invisible, si estuviera muy alejada del fluorescente de luz negra.
—Repasada la teoría, será cuestión de cruzar los dedos y empezar la búsqueda.
Grieg y Lorena empezaron a examinar aquel caótico osario de huesos fosforescentes. Lo hacían alternando el tipo de iluminación, unas veces blanca y otras ultravioleta, mientras trataban de encontrar una calavera que no irradiase y que apareciese bajo la luz negra tan mate como el yeso viejo de las paredes.
Sin embargo, tras un buen rato de rebuscar entre los huesos, llegaron a la decepcionante conclusión de que todas brillaban en la oscuridad. Grieg se sentó en uno de los escalones, abatido, mientras Lorena continuaba buscando, incansable, y sobreponiéndose a la aversión que le provocaban todos aquellos esqueletos desperdigados por el suelo.
—Por lo visto, mi plan no ha funcionado… —musitó Grieg—. Lo más probable es que esté detrás de alguna de estas paredes.
—Te repito la misma pregunta que tú me formulaste cuando se inició nuestra aventura delante de la puerta del Vulcano: ¿no ves nada que te resulte extraño? —preguntó ella.
Grieg, un tanto sorprendido por la apreciación que ella le acababa de hacer, miró a su alrededor.
—No. Únicamente veo la cripta más espeluznante en la que he estado nunca, y te aseguro que he pisado unas cuantas.
—¿Estas seguro? —insistió ella—. Tú, como yo en aquella ocasión, has mirado a ras de suelo, pero hay más cosas por encima que han podido quedar fuera del alcance de la luz negra.
Lorena señaló un numeroso conjunto de afiladas varas rojas de madera que descansaban verticalmente sobre un soporte, y que en el siglo XIX blandían los demonios durante las representaciones teatrales de los autos de adoración de los pastores. Lorena iluminó una de ellas, la cual retenía en su punta un objeto redondo y parecido a un globo.
Grieg miró hacia lo alto, y sin saber aún si aquel objeto redondeado era lo que estaban buscando, dedujo que al desplomarse el osario, aquel cráneo podría haberse clavado en una de las varas. Ella le entregó el detector de billetes falsos y esperó una indicación suya para apagar la linterna de luz blanca.
Cuando Grieg pulsó el interruptor y se encendió el fluorescente de luz negra, observó una calavera que estaba clavada por el ojo derecho en una de aquellas afiladas y demoníacas perchas. No refulgía en la oscuridad.
Extrajo con sumo cuidado la calavera, y tras sostenerla con las dos manos por los parietales, la agitó levemente. Nada sonó en su interior.