—Mira, Gabriel… El orificio donde la primera vértebra de la columna vertebral se une con el cráneo está obturado —observó Lorena tras encender de nuevo la linterna de luz blanca.
Grieg giró la calavera y extrajo el tapón de corcho que la sellaba. Al instante, los dos vieron refulgir en el interior del cráneo, como una llamarada, un objeto dorado.
—¡Gabriel, lo hemos logrado!
—¡Larguémonos de aquí! —exclamó él mientras volvía a sellar la base del cráneo con el tapón—. Nos llevamos la calavera. La punta de la lanza ha podido romper parte de la joya, y si la extraemos aquí mismo, puede que caiga un pedazo al suelo y lo perdamos.
—De acuerdo… —Lorena tenía una expresión de felicidad.
—Ahora sería cuestión de ir a un lugar más terrenal y analizar el contenido de este cráneo —propuso Grieg, abriendo la cremallera de su bolsa.
—Conozco el sitio idóneo… —sugirió ella con una radiante sonrisa, que contrastaba vivamente con el siniestro entorno que los rodeaba—. Allí podremos lavarnos, cambiarnos de ropa y sacarnos toda esta mugre de encima. Y de paso… puedo mostrarte los dibujos que, como muy bien adivinaste, tengo tatuados en el cuerpo.
Eran casi las diez de la mañana, y un aire frío ascendía por la calle Mandri en dirección hacia el Tibidabo, que parecía envuelto entre espesas y oscuras nubes.
Al llegar a la altura de los Jardines de Can Altamira, Grieg y Lorena bordearon el puente que los cruza y caminaron junto a unos viejos sauces dispuestos en hilera hacia la calle Ganduxer. Después cruzaron una estrecha y empedrada calle en la que se amontonaban las hojas muertas, hasta que, envuelto entre la bruma, emergió un antiguo caserón.
Se trataba de una elegante mansión construida a mediados del siglo XIX, que antiguamente aparecía como una ignota isla rodeada de extensos solares, pero el imparable avance de la ciudad había dejado aprisionada entre edificios de construcción mucho más reciente. La fachada del caserón poseía la extraña peculiaridad de tener la forma de un arco de triunfo, en el que destacaba una gran balconada de tres cristaleras dobles que aquella mañana mostraban los postigos abiertos de par en par.
La verja principal, con gruesas rejas de hierro, también estaba abierta, lo que permitía el acceso a un recinto de estilo Victoriano por el que había trepado salvajemente la hiedra en sus muros hasta recubrir los minuciosos esgrafiados blancos, sobre fondo pardo, que tuvo en su origen la fachada. Varias estatuas de piedra se ocultaban tras el verdín.
Después de atravesar el pequeño túnel de la entrada, descubrieron un jardín extraordinariamente bien cuidado, que parecía estar envuelto en un hálito de atemporalidad y en el que reinaba un insólito sosiego. Un estrecho camino se abría paso entre pequeños y esmeradísimos setos, y en el centro se alzaba un enorme ciprés de frondosas ramas y grueso tallo recubierto de musgo.
Lorena seguía caminando algunos pasos por delante de Grieg, sin reparar en los detalles. Finalmente se detuvo frente a un barnizado portón de roble con pasamanería de bronce, donde destacaba una placa con el dibujo de un buitre sobre la cima de un escarpado monte. Se trataba del buitre de los filósofos, que sostenía con su pico un lema escrito en latín:
«Summa omnis philosophia ad beate vivendum refertur.»
¿Su significado? «El conjunto de toda filosofía tiene por finalidad el vivir bien.»
Lorena extrajo una tarjeta, abrió la puerta con ella y entró en un gran recibidor. La ventana del fondo del pasillo estaba entreabierta, lo que permitía que circulase por la casa una corriente de aire que hinchaba unas vaporosas cortinas blancas. Con paso decidido, Lorena subió una escalera de mármol negro, seguida por su sorprendido acompañante, hasta llegar a una sala circular de la que partían tres pasillos y desde la cual se podía ver el jardín. Siguieron por el más largo y ancho de los pasillos de la enorme mansión, hasta llegar a dos puertas cerradas.
Lorena abrió la puerta situada a la izquierda y entró en una habitación decorada con muebles de caoba. De la pared, frente a una amplia cama de matrimonio con una colcha de satén negro, colgaba un enorme cuadro con una hilera de gárgolas atracadas junto a la plaza de San Marcos de Venecia. Junto a la cama había un cuarto de baño con una gran bañera de mármol de color rojo y grifería de bronce.
Al lado de una cómoda había dos grandes maletas de viaje abiertas, de donde sobresalían unos trajes femeninos de alta costura.
—Te aseguro que entre sus sábanas se duerme de maravilla. —Lorena señaló la cama—. Esto parece una casa encantada, porque dejé la cama sin hacer, y ya ves… ¡vuelve a estar hecha y con sábanas limpias! Y aún no te he contado las bondades del cuarto al que voy ahora mismo…
Mientras hablaba, Lorena, dispuesta a bañarse, se desvestía con toda naturalidad.
Gabriel Grieg cruzó el pasillo y entró en una espaciosa habitación con dos ventanales de cristales velados, que convertían la luz que venía del jardín en una hipnótica claridad.
«Qué extraño es todo esto», se dijo al comprobar que en el armario había ropa nueva de su talla y su estilo.
Grieg volvió a la primera habitación y se detuvo ante la puerta del baño. Lorena, al intuir su presencia, le invitó a pasar. Estaba dentro de la bañera, cubierta de espuma.
—¿Qué te parece la choza, Gabriel? —preguntó mientras se enjabonaba la pierna derecha, que mantenía en alto.
—La verdad es que he vivido en sitios peores —contestó Grieg, observando en el pecho de ella el tatuaje de una figura huesuda, que parecía nadar buscando el amparo de la axila izquierda—. ¿Quién es el propietario?
—Ni idea —contestó Lorena—. Sólo sé que podemos disfrutarla hasta mañana a las doce en punto del mediodía.
—¿Y a qué se debe ese estrambótico plazo de tiempo a lo Cenicienta?
—A esa hora todos los códigos de las cerraduras de la casa cambiarán, y no podremos entrar nunca más en ella.
—¿Acaso perderás el zapato de cristal? —preguntó Grieg sin poder apartar la vista de uno de sus hermosos pies.
—Forma parte del trato al que llegué cuando vine a Barcelona a encontrarme contigo, y a buscar la joya que espero que esté en el interior de esa maldita calavera.
Grieg se encontraba sentado en un mullido sillón de aquella fastuosa mansión. Se había bañado y cualquier atisbo de cansancio había desaparecido de su cuerpo.
El sepulcral silencio era levemente perturbado por el trinar de algunos gorriones que recortaban el cielo encapotado sobre el desértico Paseo de la Bonanova.
En una superficie dorada, Grieg leyó unas palabras que ya había visto en el Liceo, frente a la escrutadora mirada del anciano:
«Vadam et affluam deliciis»,
y no pudo evitar estremecerse. Aquella frase estaba grabada en un reluciente objeto que había sacado del interior del cráneo de don Germán, después de haber separado la argamasa que unía la calavera.
Lorena se había cambiado de ropa y ahora llevaba unos vaqueros muy ceñidos, un jersey de lana azul marino y unas botas negras. Estaba sentada frente a él en otro amplio sillón, y contemplaba, con ansiedad, el objeto que Grieg había extraído de la calavera. Era un estuche de oro de un tamaño similar a una cajetilla de cigarrillos, con los vértices redondeados y precintado por un sello de lacre de color negro. En la parte superior figuraba la inscripción de un nuevo elemento, el oro alquímico, que ya había visto antes en el cartel que sostenía la figura de Merlín el Mago de la caja de las
auques
: un triángulo sobre el símbolo «Au». La parte inferior tenía grabadas dos iniciales: «T. M.»
—Ha llegado el momento de disfrutar el fruto de nuestra vertiginosa búsqueda y saber qué esconde nuestro particular Yorik —exclamó, pletórica, Lorena, refiriéndose al cráneo del bufón del rey, al que Hamlet evoca mientras conversa con el enterrador.
—Antes de abrir el estuche, me gustaría llegar a un acuerdo contigo —le dijo Grieg.
Lorena arqueó las cejas.
Grieg extrajo de su bolsa la caja de las
auques
y la depositó sobre una mesa baja.
—Propongo que te quedes con el estuche y su contenido, y con todos los demás objetos que hemos conseguido hasta ahora; las llaves, los libros, las monedas…
—¿A cambio de qué?
—A cambio de que la caja de los recortables de papel sea definitivamente mía.
Grieg se quedó inmóvil, como si acabase de hacer un envite en una partida de póquer en la que supiera muy bien lo que se jugaba.
—No entiendo nada… —dijo ella torciendo el gesto ante la aparente generosidad de la que él hacía gala, ya que los objetos que le ofrecía a cambio de la caja parecían tener mucho más valor.
—No hay nada que entender.
Lorena tomó con recelo la caja de las
auques
y la abrió con desinterés. Luego observó detenidamente aquellos recortes de papel infantiles.
—Para corresponder a tu aparente generosidad —indicó Lorena mientras cerraba la caja de cartón—, te mostraré una sala de esta casa que sin duda te sorprenderá, al igual que me sorprendió a mí cuando la otra tarde la vi.
Lorena se levantó del sillón y Grieg la siguió. Ambos entraron en un amplio salón lleno de estanterías atiborradas de juguetes de lata, muñecas de porcelana, viejos títeres de cartón, antiguas pantallas de sombras chinescas, peonzas, juegos de mesa con las fichas de madera… Y como sarcófagos de metal y cristal entre las repletas estanterías, había varios de los autómatas que estuvieron en el parque de atracciones del Tibidabo, y en el viejo salón recreativo Apolo de la avenida del Paralelo.
A Grieg le fascinó ver aquella insólita colección de antigüedades. Se detuvo a observar un autómata que representaba la oronda figura de un beodo con traje negro. Tenía la nariz roja, y cuando se le introducía una moneda, se llevaba alternativamente a la boca un habano y una copa de balón llena de coñac.
Sin embargo, fue el autómata que estaba en el centro del salón el que verdaderamente le interesó. Grieg no pudo evitar enchufarlo y ponerlo en funcionamiento. Se trataba del mítico artilugio mecánico que durante muchos años fue la gran atracción de la sala de los autómatas del Tibidabo y cuyo nombre era: «La vida de los condenados en el infierno.»
Varias generaciones de niños, entre ellos el propio Grieg, habían contemplado aquel autómata, embelesados y al mismo tiempo aterrorizados ante la posibilidad de que el artilugio pudiera llevarlos al infierno.
En una banda transportadora que giraba sin fin, los cuerpos de los penados ardían en el interior de calderas, mientras sus rostros reflejaban el intenso dolor al que estaban eternamente condenados. Ante aquella escena, un demonio con perilla y afilados cuernos se deleitaba con el sufrimiento de los pobres condenados.
Las palabras de Lorena devolvieron a Grieg al mundo.
—Por alguna razón que desconozco, tú, al igual que el enigmático propietario de esta casa, muestras gran interés por los juguetes antiguos y los recortables infantiles. Sin duda, los juguetes y los recortables parecen ser muy importantes en toda esta historia, pero yo voy detrás de la joya que espero que se encuentre en el interior del estuche dorado… Así que acabo de decidir que puedes quedarte la caja de las
auques.
—De acuerdo —accedió Grieg, tratando de ocultar su satisfacción.
Lorena, muy seria, asintió con la cabeza.
La luz formaba pequeños triángulos en el suelo cuando ella, conteniendo la respiración y en el mismo centro de la sala de los autómatas, se dispuso a abrir el estuche dorado.
Al abrir el estuche dorado, varios trozos de lacre negro cayeron sobre la mesa. El rostro de Lorena, tras observar su contenido, dibujó una profunda decepción. El interior del estuche estaba forrado de terciopelo negro, y en el centro, donde debería estar la joya, sólo había un
horarium.
Se trataba de un pequeño librito anónimo, apenas dieciséis hojas, en el que figuraban anotados, mediante diminutos caracteres, los principios secretos de un complejo proceso alquímico:
«Aurum alchimicum barcinonensis.»
El pequeño libro llevaba estampado el sello de un juzgado de Barcelona, sobre el que figuraba, escrita a lápiz con caligrafía de leguleyo, una concisa frase: «Prueba de cargo contra Eugenio Tristante Pérez, apodado don Germán, perteneciente al sumario de este juzgado n.° 9843/33.»
Lorena, muy contrariada, tendió el
horarium
a Grieg.
—Todo este asunto es tan complicado como cruel. ¿Por qué hemos tenido que recorrer la senda esencial? ¿Para que al final sólo encontremos una simple cartilla y un estuche vacío?
—No te precipites, Lorena. Parece un tratado alquímico muy valioso, y creo que de eso entiendes mucho más tú que yo —dijo Grieg tras tomar el libro entre sus manos—. Apuesto lo que quieras a que este
horarium
era el objetivo que perseguía don Germán con sus horribles asesinatos… Y ahora te pertenece.
—Yo esperaba encontrar «la Piedra» ahí dentro. Merecíamos encontrarla… —opuso, decepcionada.
—Míralo de otro modo, Lorena. Los pasillos del laberinto están llenos de espejos, y la mayoría de ellos son engañosos. Ya sabes que este asunto tiene muchas aristas… Por mucho que nos lo propongamos, no podemos comprenderlas todas.
—¿Por qué? —se lamentó Lorena.
—La persona que trazó la senda alquímica quiere que sintamos la presión, es decir, la desesperación que sintieron los antiguos alquimistas en su camino personal de perfección —indicó Grieg—. Ha llegado el momento de que tú y yo nos sinceremos un poco más…
Ella parecía absorta en sus pensamientos.
—¿Cuál es exactamente tu misión, Lorena?
—Ya lo sabes. Encontrar la joya que alguna vez estuvo en el interior de este estuche dorado.
—¿Quién te paga? ¿Qué significa esta mansión?
—Sólo puedo decirte que esta mansión es mi residencia hasta que se cumpla el plazo que tengo estipulado para encontrar la joya que busco.
—Te formularé la pregunta de una forma más concisa: ¿quién es el propietario?
—Repito, únicamente puedo revelar que me está permitido el acceso hasta mañana al mediodía.
—¿Y qué te sucederá una vez se cumpla ese plazo?
Le siguió un silencio únicamente interrumpido por el soniquete que producía el mecanismo del autómata, con la luz rojiza del infierno iluminando el techo de la sala.