—Morirás tú antes que yo. No sabes dónde te has metido.
—Ahora mismo, maldito cabrón, vas a decirme dónde está el oro. El tesoro, el oro de verdad… ¡los centenares de lingotes de oro!
Por un momento Flamel abrió los ojos y levantó la cabeza.
—¡Yo no sé nada de eso!
El guardián al que le faltaba media oreja no perdía detalle de las palabras de su superior. Al oír la última frase de su jefe, «los centenares de lingotes de oro», igual que un robot al que de pronto le hubiesen cambiado el programa que regía sus actos, introdujo la mano en el bolsillo derecho de su americana y pulsó tres botones de un intercomunicador.
En aquel momento el resto de guardianes, que se encontraban alejados del panteón, recibieron un pequeño texto en las pequeñas pantallas de sus intercomunicadores. El calvo de las gafas amarillas levantó la cabeza al escuchar el estruendo que produjeron los dos portones del cementerio al abrirse. Desde lo alto del altozano, vio cómo sus hombres ascendían por la escalera hacia el lugar donde él se encontraba. Llevaban las pistolas en posición
weaver
mientras repetían una extraña consigna.
—
Kempinski out! Kempinski out!
—¿Qué demonios ocurre?
Como si todo sucediera en cámara lenta, desplazó su mano derecha para tomar la pistola que llevaba en la funda bajo la chaqueta de su impoluto traje plateado, pero notó como si su brazo derecho pesara cien kilos y no pudiera moverlo. El guardaespaldas le había inmovilizado la mano.
Entonces lo comprendió todo.
—Te prometí que te cubriría de oro —dijo el calvo, mirando a los ojos del guardián de la oreja rota, que hasta aquel mismo momento le había proferido una fidelidad absoluta—. ¡Maldito traidor! ¡Estaba a punto de conseguirlo! Una inmensa fortuna en lingotes dé oro que quizá tengas debajo de tus propios pies… —exclamó, abatido de impotencia.
—Sé muy bien de quién recibo las órdenes. El oro, sin la vida… pierde todo su valor —le replicó el guardaespaldas.
El escolta sabía perfectamente a quién servía, y obedecía además a una taxativa consigna que tenía asignada: seguir muy atentamente todos los movimientos de su superior y revelarse contra él en el momento que detectara que sus investigaciones se desviaban de las que tenía establecidas. Tras oír las palabras «tesoro» y «lingotes», había decidido intervenir, sabiendo que los otros escoltas obedecían a la misma persona que él.
Al llegar, los guardaespaldas inmovilizaron a su supuesto jefe, mientras que el escolta traidor se dirigió hacia el exterior del panteón para realizar una llamada con su teléfono móvil. Al entrar de nuevo, observó, impertérrito, que el hombre calvo le miraba fijamente con los ojos llenos de odio.
—Tú quédate de guardia en el cementerio —ordenó el escolta de la oreja rota a uno de los vigilantes—. Mientras esperamos nuevas órdenes, tú te encargarás de que todo quede igual que cuando llegamos. Cerraremos el cementerio con candado por fuera, y no quiero que se mueva una mosca sin que yo lo sepa, ¿entendido?
El escolta asintió con la cabeza.
El calvo del traje plateado, con las manos atadas y amordazado, fue obligado por sus antiguos subordinados a entrar en el asiento trasero de uno de los Land Rover, junto al vigilante del cementerio.
Cuando el viejo volvió su cabeza hacia él, no acabó de entender el sentido de su maquiavélica sonrisa mientras le miraba fijamente a los ojos.
Mientras tanto, el escolta que se había quedado de guardia en el cementerio comenzó a limpiar los restos de sangre del suelo, y recogió las cajas de medicamentos que estaban esparcidas sobre la mesa. Cuando recogió el vaso, le pasó desapercibido un importantísimo detalle.
Estaba vacío.
Gabriel Grieg aparcó la moto en la confluencia de la calle Diputación con Balmes, y se encaminó a la plaza Universidad atravesando las casetas de libros de segunda mano y el estrecho pasadizo que formaban las rejas del Jardín Botánico.
Se dirigía hacia la dirección que figuraba en la etiqueta que había encontrado en el jarrón de la capilla demoníaca, lo que constituía la mejor pista que tenía para indagar en la vida del misterioso anciano.
Finalmente, se detuvo ante una puerta de cristal con un tirador de bronce, que tenía forma de ataúd. El nombre del establecimiento refulgía en brillantes tonos dorados:
ORNAMENTOS FUNERARIOS SORIDÉS
Grieg se dispuso a entrar por primera vez en aquella tienda. Treinta años antes, en otro día de Todos los Santos, habría tenido que hacer cola para entrar. Ahora, sin embargo, a la gente no parecía importarle tanto el otro mundo, y en el interior de la tienda tan sólo había cinco personas. Pululaban entre ramos de flores de plástico, coronas mortuorias y crucifijos de bronce, dispuestos junto a paneles de formica negra que exhibían una extensa gama de pasamanería fúnebre.
En el interior de aquel singular establecimiento, el tiempo parecía haberse detenido en una Barcelona añeja, en un mes de noviembre, cuando los teatros se llenaban para ver
Don Juan Tenorio
y los charcos amanecían congelados.
Grieg observó las lámparas, que parecían proceder del desguace de antiguos carromatos fúnebres, de aquellos que eran tirados por percherones y que lucían cortinajes y crespones negros. Sobre el suelo de ajedrez reposaban unas coronas multicolores que daban a la tienda un abigarrado toque colorista y que esparcían aromas de adormidera. Aunque lo más espectacular de la tienda era la zona del fondo: una escalinata doble que se bifurcaba en círculo y en torno a dos columnas estriadas conducía hasta el primer piso.
Tras el mostrador, atendía con atildada pulcritud un hombre de más de sesenta años, extremadamente delgado, de tez cerúlea y grandes entradas, que iba vestido con traje de color pardo, camisa blanca y corbata azul marino. El hombre conversaba con los clientes con los ojos muy abiertos y el cuerpo muy tenso.
Grieg se sentó en una banqueta al lado de una mesa que tenía una bandeja llena de tarjetas, en las que figuraba el nombre de la tienda escrito con la misma tipografía Copperplate Gothic que Grieg tenía adherida en su cartera. El propietario, en cuanto vio que éste tomaba asiento, se acercó hacia él con una bandeja llena de
panellets
de mazapán con forma de castaña.
—Por favor, siéntase como en su propia casa. Enseguida le atiendo —anunció el hombre, con la firme convicción de que Grieg era la persona que le había llamado hacía escasamente una semana interesándose por la compra del local.
Mientras esperaba, Grieg tomó el libro de tapas negras que la monstruosa mano había dejado para él. Con una fuerte aprensión, volvió a leer las desgarradas palabras «Sólo confío en ti», escritas en latín.
Abrió el libro por la mitad, y entre las satinadas páginas, apareció una foto de la joyería El Diàbolo d'Or, en sus tiempos de esplendor, con todos los dependientes posando en grupo ante la cámara. Algunas páginas más adelante figuraban unas fotografías de la fundición del Vulcano en los últimos años del siglo XIX, en las que se mostraba un ardiente crisol donde brillaba un incandescente líquido, que era vertido sobre unos moldes trapezoidales de igual forma que el de los lingotes del oro…
Grieg volvió a esconder el libro cuando vio que el propietario de la tienda se acercaba hacia él.
—No…, por favor, no esconda su dolor. Si se trata de las fotografías de un ser querido, yo estoy aquí para… —disimuló el dueño para no demostrar el interés que tenía en que aquel hombre fuera el comprador de su maltrecho negocio.
—No quisiera molestarle, ni hacerle perder su valioso tiempo… —se excusó Grieg.
—¡De ninguna manera! —exclamó el propietario abriendo mucho los ojos—. Si de algo dispongo, con los tiempos que corren, es precisamente de tiempo.
—Se lo agradezco.
—Muy amable. Conmigo, ya conoce la séptima generación al frente de la tienda de Ornamentos funerarios Soridés… Sin embargo, desgraciadamente a la funeraria le queda de vida lo que a mí para jubilarme. Por favor, dígame en qué puedo ayudarle…
—Verá, estoy aquí porque soy escritor —mintió Grieg.
El funerario, decepcionado tras su confusión, miró alrededor y vio que la tienda mostraba un aspecto desolador; sólo una señora de mediana edad deambulaba por allí.
—Pues usted dirá en qué puedo ayudarle… —y suspiró.
—Conozco muy bien la acreditada fama de su establecimiento… —dijo Grieg—. Estoy documentándome para una novela que transcurre en la Barcelona de los años cuarenta, que narra unos hechos relacionados con la elaboración del oro alquímico y de un asesino en serie que degollaba para hacerse con un pequeño libro…
—Se refiere a don Germán —le interrumpió el funerario.
—Don Germán… exacto —confirmó Grieg—. ¿Cómo lo sabe?
—Ese individuo le proporcionó tanto trabajo a mis bisabuelos que no tiene una placa en la puerta de puro milagro —bromeó cáusticamente el propietario.
—Me alegro de que fuera así. Pero más que indagar en los crímenes de don Germán, ya sabe, los detalles escabrosos como el cuchillo jifero que el asesino clava con saña en la yugular, o la sangre derramada por el suelo… mi novela se centra más bien en el taller de los Masriera y en la fascinante historia en torno al oro alquímico al que, según narran algunas crónicas, tuvieron acceso.
—Hombre, no soy un experto en el tema, pero debido a mi trabajo, mantengo relación con las más insignes familias de Barcelona —confesó el señor Soridés mientras daba un afectado mordisco a un
panellet
—. Creo recordar que los Masriera vendieron los derechos a una importante joyería que tiene la más afamada de sus tiendas en un edificio de Puig i Cadafalch, en pleno Paseo de Gracia. Los Masriera eran unos grandes orfebres que elaboraron joyas excepcionales y ganaron muchos premios internacionales, pero de ahí al oro alquímico… Todo eso son supercherías que nadie se toma en serio. Bueno…, únicamente ustedes, los escritores.
—Lo sé. Piense usted que en una novela todo es posible… El lector se presta al juego, pero agradece que previamente te hayas esmerado en la documentación, eso sí, sin llegar nunca a abrumarle a base de datos y más datos. En una novela, por encima de todo, lo que verdaderamente cuenta es el argumento —dijo Grieg tratando de poner la pose que creía ser la más adecuada para su papel de escritor profundo—. Y don Germán mataba para conseguir libros que le permitieran elaborar el oro alquímico. Eso es un dato real que incluso apareció en los periódicos y que está al alcance de cualquiera en hemerotecas y en Internet…
—Es un tema muy interesante, y si vuelve en otra ocasión en que yo no tenga tanto trabajo, le hablaré del tiempo en que las carrozas fúnebres subían engalanadas por el Paseo de Gracia, mostrando a través de los cristales sus maravillosos ataúdes. ¡Verdaderas maravillas esculpidas por artistas!
—Le tomo la palabra, pero permítame… La razón de mi visita es que, en toda esa oscura historia, siempre aparecía el mismo sombrío personaje. Quería saber si alguno de sus familiares, o incluso usted mismo, oyó hablar alguna vez de un tipo extraño…, de una figura temida por todos…
—Es lógico. Ustedes, los escritores, siempre tratando de buscar tramas escalofriantes —apuntó el funerario—. Como si ya la vida, y se lo digo yo que de esto sé un rato, no fuera de por sí muy triste, y sobre todo… muy corta.
Grieg sacó de su bolsa la caja metálica de perfume y depositó varias fotografías sobre la mesa.
El funerario, al reconocer al hombre que aparecía en las fotografías, cambió inmediatamente de actitud. Torció el gesto y sus ojos se inyectaron en sangre.
—¡Haga el favor de decirme el objeto de su visita, porque no me trago que sea escritor! —exclamó.
Grieg abandonó de inmediato su impostado papel de escritor.
—Siento haberle incomodado, pero para mí es de vital importancia saber quién es ese individuo.
El funerario cogió una de aquellas fotografías en la que posaba junto a una bella mujer, y observó la fascinante joya que lucía en la solapa de la levita.
—Yo de usted abandonaría inmediatamente cualquier asunto que tuviera relación con ese tipo que sale en las fotografías.
—¿Por qué? —preguntó Grieg, intuyendo la respuesta.
—Porque ese hijo de puta… es el diablo.
Tras observar todas las fotografías que había en el interior de la caja de latón, el propietario de la tienda de ornamentos funerarios se dirigió con un rictus de resignación hacia la señora que había en la tienda y la acompañó hasta la puerta mientras alegaba atropelladas excusas de que tenía un imprevisto.
Tras colocar el cartel de cerrado y bajar la cortinilla de la puerta, el fúnebre establecimiento quedó sumido en una claridad espectral de tonos perla que se colaba por el escaparate mezclada con las cimbreantes sombras de las hojas de los sicomoros.
—Quiero saber exactamente quién es usted y qué es lo que busca. ¡Y quiero saberlo ahora mismo! —exigió el propietario.
Grieg se convenció de que si actuaba con el tacto adecuado, el hombre podría proporcionarle información muy valiosa.
—Me llamo Gabriel Grieg y soy arquitecto. Estoy especializado en la restauración de iglesias y capillas. En cierta medida, su profesión y la mía son muy parecidas, pues ambas están en contacto con la muerte y el misterio.
El dueño de la tienda torció el gesto y dijo:
—¿Qué está buscando?
—Hace un rato encontré la dirección de su establecimiento en la base de un pequeño jarrón de jade.
Grieg le enseñó la etiqueta plateada que estaba adherida al plástico interior de su cartera, del mismo modo que si le estuviese mostrando su documentación.
—Ese tipo de etiqueta hace décadas que ya no la utilizamos. ¿Dónde encontró el jarrón?
—En la capilla Marcús.
—Sigue sin responder a mi pregunta. ¿Qué busca aquí?
—Quiero averiguar qué clase de funesto mito hace que mucha gente vea al tipo de las fotografías como la mismísima encarnación del diablo.
—Deje de divagar y responda a mi pregunta. —El tono contundente del funerario confirmaba que aquel asunto le afectaba más de lo previsto.
Grieg intuyó que si quería sacar de allí algún tipo de información, debía ser sincero.
—Aunque cueste creerlo, hace diez años firmé un pacto con él…, y en cuestión de horas debo saldar mi deuda.
El funerario ensombreció el rostro.