—¿Todavía coletea el muy cabrón? —preguntó con un hilo de voz.
—Sí. Anoche mismo hablé con él en el despacho del director del Círculo del Liceo.
El hombre reflexionó unos instantes.
—¿Y dice que aún no ha liquidado la deuda que le une a él?
—Bueno…, en parte sí.
—Esa es una respuesta demasiado ambigua, tratándose del sujeto del que hablamos.
—Es la verdad… —se sinceró Grieg con el rostro circunspecto—. Desconozco a quién debo entregar un objeto que ha quedado bajo mi custodia. El tiempo me acucia, y si no se lo doy a la persona adecuada…, mi vida correrá peligro. Ésa es una de las razones por las que estoy aquí: necesito recabar información, cuanto antes, acerca de ese tipo.
En aquel momento se escuchó un fuerte timbrazo y la estancia perdió luminosidad. Unas personas se habían parado frente a la puerta de la calle y trataban de averiguar por qué el establecimiento estaba cerrado.
El funerario ni se inmutó.
—¿Qué clase de objeto es ése?
Grieg extrajo la caja de las
auques
y la depositó sobre la mesa.
Al verla, el señor Soridés relajó las facciones de su rostro. Se sentó en una silla y con extrema delicadeza levantó la tapa de cartón y empezó a pasar, uno a uno, los recortables. A Grieg le emocionó ver cómo los analizaba y cómo se detenía en uno concreto. Por fin alguien le daba esperanzas…
—Acompáñeme, por favor —dijo lacónicamente mientras volvía a colocar los recortables en el interior de la caja.
El funerario se dirigió hacia el fondo del comercio y empezó a subir la escalera. Al llegar a la primera planta, caminó por un estrecho pasillo con vistas a la tienda. Una vez en el final del pasillo, el señor Soridés abrió una puerta camuflada entre cajones cuadrados con forma de nicho.
Los dos entraron en una pequeña habitación, algo mayor que un trastero, en la que destacaba una mesa pegada contra la pared. Sobre la mesa había varias tijeras, diferentes botes llenos de cola blanca y un pequeño armario de madera. El funerario invitó a Grieg a que tomara asiento y luego le miró fijamente y abrió las puertas del armario.
Grieg, al ver el contenido del pequeño mueble, no pudo evitar suspirar.
Las repisas del armario estaban llenas de centenares de pequeños ataúdes, enteramente realizados en papel.
—¿Qué le parece?
Grieg demoró la respuesta.
—¿Los ataúdes de papel guardan relación con el tipo que aparece en las fotografías? —preguntó al fin.
—Así es. Él fue quien me introdujo en el maravilloso mundo de la tijera, el papel y la cola.
Grieg lo miró fijamente sin querer derivar la conversación, y optó por guardar un respetuoso silencio en la claustrofóbica estancia.
—La historia viene de muy lejos —reveló el funerario—. ¿A usted le gustaba jugar de niño al escondite?
Grieg trató de imaginarse lo que podría significar para un niño jugar al escondite en una funeraria llena de ataúdes.
—Yo entonces tenía ocho años y recuerdo que siempre que venía ese tipo a la tienda me regalaba una hoja de recortables que extraía de su fastuoso maletín. —El funerario se pasó la mano por el rostro—. Siempre me daba el regalo mientras mi padre y mi abuelo estaban pendientes de atender su importante pedido.
El funerario guardó silencio mientras trataba de recordar aquellos tiempos.
—Después de darme una de aquellas hojas —continuó—, que yo esperaba impaciente, me invitaba a jugar al escondite. Me decía con una desconcertante sonrisa: «Escóndete en un lugar donde no pueda verte… porque ya sabes que si logro encontrarte, la próxima vez que venga no te traeré uno de esos recortables que tanto te gustan…», tras lo cual soltaba una de sus tétricas risotadas.
Grieg escuchaba sin decir nada.
—Así sucedió una vez tras otra, hasta que un día que jamás olvidaré, y que marcaría para siempre el resto de mi vida, me enseñó el recortable más maravilloso que yo había visto. Recuerdo perfectamente que me preguntó: «¿Te gustaría que fuera tuyo?» Y yo le dije que sí. ¿Qué otra respuesta podría haberle dado?
Grieg notó el trance hipnótico que sentía aquel hombre al recordar aquel terrible día de su infancia.
—¿Le gustaría ver dicho recortable? —inquirió el funerario.
Abrió un cajón de la mesa y le enseño un recortable con la figura de un diablo rojo y negro, vestido del modo arquetípico con el que se representa habitualmente, aunque el papel también incluía las diferentes vestiduras que el diablo usaba cuando cambiaba de estrategia y adoptaba un aspecto humano. En ese caso, el demonio aparecía con la forma de un hombre alto, guapo y delgado, que sostenía un puro en la mano y que lucía un esmoquin negro a rayas de cuya solapa sobresalía una joya reluciente.
—¿Qué más ocurrió ese día? —preguntó Grieg.
—El hombre de los recortables me dijo que si quería conseguirlo, debería ocultarme en un lugar donde él no pudiese encontrarme. No me serviría esconderme como lo hacía normalmente, detrás de las coronas mortuorias o tras las columnas del piso de encima… Esa vez tendría que ser un lugar muy oculto, porque él estaba dispuesto a buscarme a conciencia después de contar hasta cien.
La pequeña habitación quedó en silencio.
—¿Le gustaría saber dónde me escondí aquella mañana?
El funerario salió al pasillo, seguido por el arquitecto. Bajó las escaleras, abrió una puerta con llave y entró en una sala con una exposición de ataúdes para los clientes. El funerario fue hasta el final de la sala y entró en otra que ofrecía una sobrecogedora imagen: más de una docena de conmovedores ataúdes blancos, reposando sobre unos soportes elevados.
Soridés se aproximó hasta uno de aquellos pequeños ataúdes blancos, concretamente uno que parecía de menor calidad, y abrió la tapa.
—¡Me escondí aquí! En el ataúd de los niños pobres. Me escondí en el que siempre, y según tradición de la casa desde hace más de cien años, nuestro establecimiento guarda y repone para casos de caridad.
—¿Y qué ocurrió?
—Tenía tantas ganas de conseguir este recortable… —el funerario lo agitó con rabia— que me metí en el ataúd mejor escondido de toda la funeraria. Una vez dentro, conté hasta cien con los ojos cerrados; pero no oí nada… Y entonces, cuando ya me preguntaba cuánto tiempo duraría aquello, olí el inconfundible olor a puro que siempre acompañaba al hombre de los recortables y me quedé completamente inmóvil en el interior del ataúd. «Tomasito, sé que te escondes por aquí y voy a encontrarte…», escuché temiendo que iba a quedarme sin el recortable. «Tomasito… te encontraré porque yo soy como el diablo del recortable que tanto deseas, y mi especialidad es llevarme al infierno las almas de los incautos como tú, que creen que pueden esconderse de mí metiéndose en ataúdes…»
»De pronto oí un fuerte estruendo. Pasados unos minutos, empezó a faltarme el aire y me entró el pánico. Empujé la tapa pero el ataúd no se abrió. Empujé de nuevo con todas mis fuerzas y siguió sin abrirse. Chillé y chillé hasta desgañitarme pero nadie vino en mi ayuda. Estaba demasiado alejado de la tienda, y mi padre y mi abuelo no podían oírme.
Grieg sintió simpatía por el funerario.
—Cuando finalmente me encontraron y me sacaron del ataúd, estaba casi muerto y pasé dos días ingresado en el Hospital del Mar. —Se apoyó ligeramente sobre el pequeño ataúd—. En casa, se lo tomaron como otra de mis travesuras. Así aprendería que los funerarios están para vender ataúdes, no para jugar a meterse dentro de ellos.
—Pero usted cree que realmente no ocurrió así…
—Exacto. El muy cabrón puso encima de mi ataúd una pesada caja llena de aldabas de bronce, me dejó atrapado y se largó. ¡Encerró en un ataúd a un niño de ocho años!
—Siento hacer de abogado del diablo, pero… ¿cómo está usted tan seguro de que el tipo finalmente se marchó y no quedó usted atrapado en el ataúd porque cayó una caja que estaba mal apilada?
—Se lo explicaré. —El hombre se metió la mano en el bolsillo de su americana—. La funeraria Soridés, aunque distinguida, no es dada, por rancia tradición, a los dispendios injustificados. Por esa misma razón, el ataúd de los niños pobres se dona únicamente cuando es necesario, y siempre que se cumplan ciertas condiciones. O sea, que puede estar mucho tiempo sin entregarse, incluso años.
—¿Y? —inquirió Grieg.
—Al cabo de cinco años de aquel suceso, se produjo una muerte que reunía los requerimientos para que la tienda corriese con los gastos del entierro.
A Soridés se le erizó el vello de la espalda al coger una pequeña caja plana que rezaba: «aldaba funeraria n.° 3».
—La casualidad, o más bien la fatalidad, hizo que yo fuese el encargado de transportar aquel pequeño ataúd blanco, de nefasto recuerdo para mí, hasta la tienda para iniciar los trámites del entierro… Entonces yo ya era un mocito… ¿Sabe lo que encontré debajo del ataúd, entre el hueco que dejaban las cuatro patas?
—No —respondió Grieg, intrigado.
—El recortable del demonio y esta pequeña caja, que me recordó de inmediato al muy cabrón.
El funerario le mostró el contenido. En el interior de la caja había un puro habano que había sido apagado en la anilla que lo rodea, la cual había sido previamente recortada con unas tijeras para darle la forma de un diminuto ataúd de papel.
—Por fin he podido contar esta historia a alguien, y me siento realmente aliviado. —Depositó la caja cerrada y el recortable sobre la blanca tapa del ataúd—. Pero no quiero volver a hablar del tema. Si verdaderamente le interesa, llévese ese papel y esa caja… Espero que le sirvan.
El hombre se secó el sudor que perlaba su frente con un pañuelo.
—Pero antes de que se vaya, déjeme que le pida una cosa: si vuelve a ver a ese maldito tipejo, ajústele las cuentas en mi nombre y en el de tantos otros a los que, sin duda, se la habrá jugado ese maldito hijo de perra. Le deseo mucha suerte, pero tenga cuidado… él es astuto como un zorro y maléfico como tan sólo el mismísimo diablo podría ser.
Grieg tomó nota de aquellos consejos y se guardó el recortable titulado
El demonio y sus mil caras
y la pequeña caja que contenía el puro en el bolsillo. Se despidió de Soridés con una afectuosa palmada en el hombro y abandonó la tienda de ornamentos funerarios.
Entre caballitos de cartón, soldaditos de plomo, muñecas de cerámica y tambores de hojalata, un anciano alto y desgarbado, de piel macilenta, observaba desde el fondo de su propia tienda a otro hombre.
El hombre, vestido con vaqueros y chaqueta de piel negra, llevaba unos minutos contemplando los juguetes expuestos en el escaparate bajo un cartel de madera pintada a mano en el que figuraba el nombre del establecimiento: «El Palacio del Juguete.»
Para llegar hasta allí, Grieg había tenido que sortear la lluvia por un conjunto de calles estrechas hasta las Galerías Maldà, iluminadas por las mortecinas luces que llegaban desde la plaza del Pi. Muy cerca se encontraba la tienda a la que remitía el sello de tinta roja estampado en una de las esquinas del recortable que le había dado el funerario.
Cuando Grieg abrió la puerta, sonó una agradable musiquilla de xilófono muy similar a la que anunciaba el arranque de los antiguos tiovivos, que dejó de sonar al cerrarse otra vez la puerta. En un principio, no vio a ningún dependiente, y se limitó a observar la maravillosa constelación de juguetes que le rodeaba.
Mientras recorría el pasillo central de la juguetería, no pudo dejar de recriminarse el hecho de no haber descubierto antes un lugar tan entrañable como aquél, en el que únicamente faltaban los juguetes electrónicos.
En aquella tienda, los trenes de latón simulaban esperar, ansiosos, a que alguien les diese cuerda, y sus vías rodeaban diminutos ejércitos de soldados de plomo, dispuestos a ponerse bajo las órdenes de un estratega con pantalones cortos y chupador de regaliz.
El anciano desgarbado, vestido con traje raído y una insólita pajarita de colores, sacó a Grieg de su ensimismamiento con un repiqueteo de uñas sobre un tambor de hojalata.
—¡Bienvenido al Palacio del Juguete! ¿En qué puedo ayudarle?
El dependiente se puso unos finos guantes de hilo de color verde, levantó una portezuela a modo de mostrador y pronunció, un tanto histriónicamente, unas palabras aprendidas por varias generaciones:
—¡Bienvenido al Palacio del Juguete! ¡Pida lo que quiera! ¡Desde un simple caballito de cartón hasta el más impresionante carrusel de madera…!
Grieg intuyó que aquélla podría ser una de las últimas representaciones de esa maravillosa juguetería.
—Buenas tardes. Me interesan los recortables.
—¡Desde luego! Una admirable rama del coleccionismo… —dijo el viejo del traje negro mientras se adentraba en la juguetería y abría una puerta que daba acceso a una habitación—. Está en el lugar adecuado, pues tengo algunos de los mejores ejemplares.
Tras encender la luz apareció una habitación completamente dedicada a los recortables, en la que destacaba la figura de un niño construido en papel, y vestido de Tom Sawyer, que saludaba muy sonriente con un sombrero de paja en una mano y un elaborado teatrillo de cartoné en la otra.
—Dígame… ¿Está interesado en
auques
catalanas, en aleluyas, o tal vez en
Bilderbogen
o en las delicadas
Épinal
francesas?
—Tan sólo me interesa un simple recortable.
Grieg le tendió el macilento ejemplar de
El demonio y sus mil caras.
—¿Un simple recortable, dice? —exclamó irónicamente el dependiente. Salió de la habitación de los recortables y esperó en la entrada a que Grieg hiciera lo propio. Después cerró la puerta con gesto altivo.
—Por favor, sígame.
El hombre recorrió con paso ágil el amplio pasillo de la tienda, que parecía custodiado por los mil ojos de cristal de los muñecos. Se detuvo ante la puerta principal y le devolvió con desprecio el recortable.
—Lo siento —dijo, recolocándose bien la pajarita—. Creí que podría tratarse de un cliente… especial… ¡El más especial de todos…! Desgraciadamente, me he equivocado. No sé cómo ha conseguido ese valioso ejemplar pero, créame, aunque lo ponga a subasta, no hallará su recompensa. Muy buenas tardes.
El juguetero abrió la puerta y volvió a sonar la música de carrusel. Fue entonces cuando Grieg intervino:
—Disculpe, pero… ¿qué le hace pensar que no soy ese cliente tan especial?