Era completamente disparatado plantearse que habían sido condenados por aquel tribunal de auténtica tramoya a ser quemados en el interior de una de aquellas hogueras. No obstante, mientras veía refulgir las llamas de las hogueras, cuando Grieg vio al arquero dirigirse hacia él para conminarle, le resultó imposible abstraerse de que todo aquello era una burda farsa y sintió en carne propia el terror de ser quemado vivo.
Un fuerte sonido metálico sacó a Grieg de su breve y terrorífico ensimismamiento. Una de las puertas de hierro situadas a su espalda se había abierto, y habían entrado tres de los guardianes uniformados que vigilaban desde el exterior.
El inquisidor, con expresión seria, se acercó a Lorena y le tendió el
Malleus maleficarum
en el que había colocado una hoja de papel. Se quedó en la mano la tarjeta blanca que había hecho las funciones de punto de libro.
Lorena se quitó la careta y la túnica de bruja. Recogió el libro que le daba el juez y le devolvió los dos sacos de color blanco destinados al transporte de cadáveres. Después le indicó a Grieg que entregase su hábito. Grieg obedeció sin rechistar, y a continuación escuchó de labios de Lorena las que entonces le parecieron las dos palabras más hermosas del castellano.
—¡Venga… vámonos!
Lorena y Grieg atravesaron la puerta mientras eran minuciosamente observados por los vigilantes, que habían sido previamente advertidos de que los dejasen ir sin interponerse en su camino.
Lorena caminaba a buen paso junto a Grieg, y en su rostro se reflejaba una expresión de profunda satisfacción al haber llevado a cabo, por fin, algo que siempre había deseado: enfrentarse como una auténtica bruja a todo un tribunal del santo oficio.
—Quiero que me expliques qué has hecho exactamente ahí dentro… y, sobre todo, por qué diablos ha funcionado —le solicitó Grieg mientras comprobaba que los vigilantes les miraban alejarse sin hacer nada por evitarlo.
Lorena sonrió ampliamente, y sin detener el paso, le entregó la hoja que había puesto en el interior del
Malleus maleficarum
con una tarjeta blanca para que el inquisidor la viera.
Grieg leyó un texto que le sorprendió tanto por lo imaginativo como por lo irreflexivo. Al parecer, Lorena lo había escrito justo antes de dirigirse hacia el grupo de monjes e iniciar su docta representación como la reina de las brujas.
Inquisidor general:
Por razones que ahora mismo no vienen al caso, tanto yo como mi acompañante nos vemos obligados a abandonar urgentemente este recinto.
Hemos deducido (por la tarjeta de identificación forense que el cadáver que se encontraba oculto en la piquera de arrabio llevaba colgada del dedo pulgar del pie derecho, y que ahora mismo está vestido de monje sobre el carromato) que ustedes son un grupo integrado por antiguos profesores y ex alumnos de la Facultad de Medicina de Barcelona que están llevando a cabo una muy elaborada «novatada» a los alumnos de las primeras promociones.
No quisiéramos deslucirles la fiesta, pero, por favor, disponga todo lo necesario y dé las órdenes pertinentes para que tanto mi compañero como yo misma podamos abandonar el recinto. De lo contrario, y si en el plazo de media hora no nos hemos puesto en contacto telefónico con ella, la persona a la que le hemos dado el número de registro del cadáver lo pondrá en conocimiento tanto del rector de la universidad como de la policía.
Limítese a seguir la representación como gran inquisidor y no tema por mí, porque haré todo lo posible para estar a su altura, pero recuerde que tienen que permitirnos abandonar el local antes de quince minutos. Nunca suya,
WALBURGA
Tras leer la nota, Gabriel Grieg se convenció de que Lorena había extraído conclusiones demasiado a la ligera y de un modo peligroso.
—Pero… ¿No te das cuenta de que era una estrategia demasiado arriesgada? —preguntó Grieg cuando llegaron a la moto.
—El caso es que el plan ha salido bien. Era evidente que sólo se trataba de una fiesta de Halloween llevada a cabo para asustar a los novatos, o quizá como experiencia catártica para los que han acabado la carrera de medicina, antes de ejercer la profesión. ¡Qué sé yo! El caso es que estamos fuera —alegó sonriendo mientras se colocaba el casco y se sentaba en el asiento posterior de la moto.
Grieg miró a Lorena y con una mueca malévola en el rostro le reveló un alarmante dato.
—Uno de los arqueros llevaba dos insignias prendidas en el pecho; la primera representaba una espada y una rama de olivo flanqueando una cruz de madera bajo la leyenda
«Exurge domine et judica causam tuam».
Ése era el lema de la Santa Inquisición.
—Eso formaba parte del atrezo, no quiere decir nada —replicó Lorena con una voz que sonó amortiguada bajo el casco integral.
—¿Y qué me dices de la segunda insignia? —le preguntó Grieg—. Se trataba de un ave fénix resurgiendo de sus propias cenizas, que es el símbolo de uno de los grupos que, de manera secreta y esporádica, se reúnen para defender la esencia de la antigua Santa Inquisición…
Lorena no contestó y se limitó a escuchar el sonido del motor de la moto cuando Grieg la puso en marcha.
—Además… —continuó Grieg—, si estás tan segura de que tan sólo era una fiesta de la Facultad de Medicina… ¿de dónde crees que habían sacado los instrumentos de tortura, que eran auténticos? Y… ¿para qué querían los otros dos sacos vacíos de transporte de cadáveres?
El hombre calvo, con traje gris y gafas amarillas, miró su reloj y comprobó que pasaban seis minutos de las cuatro de la madrugada. Se encontraba en el exterior de una vieja construcción situada en la ladera del Tibidabo, muy cerca del templo del Sagrado Corazón, cuya fachada se erigía en la cima de la montaña en la que destacaba su imponente fachada, compuesta de monumentales escaleras y de estilizados pináculos.
Mientras las figuras de sus subordinados se recortaban sobre las diminutas y parpadeantes luces de la ciudad, el hombre del traje gris caminaba, meditabundo y furioso, por un descampado en el que estaban aparcados dos Land Rover de color blanco.
Le parecía absolutamente imposible que a pesar del despliegue que había hecho por los escenarios de la ciudad donde estaban escondidas las monedas, no hubiera detectado ningún movimiento extraño, ni siquiera el más nimio.
«Si no encuentro inmediatamente la lógica de todo este asunto, estaré fuera de él antes de dos horas, y mañana…», pensó angustiado, mientras observaba otra de aquellas monedas. La moneda mostraba en su reverso la imagen de un unicornio rampante, y en el anverso, podía apreciarse un círculo perfecto conformado por dieciocho letras:
D. T. MAGOFON VITALITER
El hombre de las gafas amarillas sabía perfectamente que aquellas palabras hacían referencia al alquimista de identidad desconocida llamado Fulcanelli y a su posible estancia en Barcelona, pero a pesar de que tenía un amplio dossier de información acerca de sus obras, y en la memoria del ordenador almacenaba miles de anagramas que un programa informático había formado con aquellas letras, aún no había podido desentrañar la clave que ocultaba.
Levantó la cabeza y vio el destartalado rótulo de un pequeño y abandonado taller de acuñación numismática que aparecía tan desierto como olvidado, al igual que otros escenarios de la senda esencial, en los que esperaba cruzarse con algunas personas durante el transcurso de aquella noche.
«Esta noche está ocurriendo algo muy extraño…», pensó mientras iluminaba con una linterna y observaba con detenimiento el viejo cartel.
Acuñaciones H Y E L E
De pronto, comprendió algo. «No he podido cometer ese error, no es posible», se lamentó mientras se dirigía de nuevo hacia un Land Rover y le ordenaba al conductor que saliera momentáneamente del vehículo.
El hombre calvo entró en el todoterreno y extrajo las tres monedas que no había sido capaz de resolver y las colocó, junto con la que llevaba en la mano, alineadas sobre la misma mesa forrada de piel de color negro en la que estaba situado su ordenador portátil.
Junto a la moneda del volcán que tenía grabada la frase latina
«Ita Vitriolum nonne occulo»
y los círculos concéntricos, colocó la que ponía «D. T. Magofon Vitaliter» y mostraba en su reverso el unicornio rampante. Después observó la tercera moneda dorada que hacía referencia al cementerio de Sant Gervasi, lugar donde tenía a varios de sus hombres, que no habían reportado que alguien hubiera aparecido por allí esa noche.
El hombre del traje gris se llevó la mano a la barbilla mientras reflexionaba con la expresión ceñuda y la mirada perdida entre las pequeñas gotas de agua que lentamente resbalaban por el parabrisas, y que dejaban entrever la ciudad al fondo: una telaraña de luces bajo la lluvia.
Lentamente tomó la cuarta pieza. Se trataba de la moneda que apenas había estudiado. «¡Debo de estar loco!», pensó consternado, comprendiendo la gravedad de su error, y la astucia endemoniada de quienes habían diseñado las trece monedas, en especial aquélla.
En el anverso, aparecía uno de los símbolos más universales de la noche de los muertos. En el reverso, y acababa de comprender la importancia del hallazgo hacía unos instantes, podía apreciarse lo que él había creído que era el símbolo que invitaba a entrar en la senda esencial mediante una simbólica puerta, que comunicaba con las otras doce monedas de la colección.
El hombre, siendo muy consciente del error que había cometido, tomó entre sus manos la carpeta dorada de la colección y volvió a leer aquel engañoso texto de apariencia infantil: «y te introducirás a través de la
Porta amphitheatri sapientiae aeterneae
en la
senda esencial…».
Aquel símbolo era el mismo que figuraba en el cartel de la empresa que había acuñado las monedas votivas. Los subordinados que estaban situados en el exterior del Land Rover vieron cómo su superior golpeaba con furia la mesa integrada en la carrocería del todoterreno hasta hacer saltar el ordenador sobre su superficie.
«¡No se trataba de la primera moneda de la serie… sino de la última!»
Inmediatamente abrió la puerta del Land Rover y empezó a proferir órdenes a sus subordinados, mientras marcaba a toda velocidad un número de teléfono en su móvil.
«Ahora sé adonde debo dirigirme», pensó segundos antes de comunicarle una dirección al alarmado conductor que acababa de sentarse frente al volante del todoterreno.
Gabriel Grieg aparcó la moto junto a la primera de las dos cerradas curvas que traza el paseo Santa Madrona cuando deja atrás la monumental entrada del Teatro Griego.
Lorena, que aún llevaba puesto el casco, observó cómo la empinada carretera continuaba su ascensión hacia la cima de la montaña de Montjuïc con la lentitud propia de un imposible río de lava oscuro y frío. Aquel lugar siempre le había impresionado.
El enclave en el que Grieg y ella se encontraban era el centro mismo de la zona de mayor intensidad telúrica en cientos de kilómetros a la redonda: la Font del Gat. Durante la Edad Media, ese extraordinario lugar fue refugio y ofreció cobijo y amparo a un notable número de anacoretas y ermitaños. Vivían allí ajenos al mundo, en cuevas que horadaron en la piedra y que aún pueden visitarse.
En ese frondoso paraje, la tradición popular ha dado origen a extravagantes leyendas urbanas, y hay gente que asegura haber visto grandes y extrañas aves sobrevolar cada noche la montaña de punta a punta, sin sobrepasar jamás sus límites, con un lento y siniestro batir de alas, para volver a refugiarse antes del alba en una guarida situada cerca de los restos de un prehistórico y ciclópeo dolmen que se erigía allí, cientos de años antes de que la actual Barcelona se llamara Barcino, o incluso antes, cuando la ciudad tan sólo era una pequeña colonia conocida como Barkeno.
Otros son capaces de jurar que en ese lugar hay tesoros enterrados de valor incalculable que se encuentran protegidos por grandes polvorines que los piratas escondieron allí. Los restos de los bergantines de esos piratas en el antiguo puerto romano aún están por descubrir, puesto que la montaña los ocultó entre sus rocas, como si tuviera la capacidad, igual que si fuese una gigantesca cola de lagartija, de regenerarse a sí misma.
Según otras voces, es imposible hacer desaparecer la montaña, porque sus piedras, igual que si estuviesen protegidas y veneradas por un ejército de un millón de Sísifos, son capaces de volver a encumbrarse durante la noche para volver a mostrar el antiguo aspecto que ofrecían.