La mujer removía lentamente con una horquilla de madera un líquido que ardía en tonos azulados en el interior de una pequeña marmita de barro.
—A los dos nos vendría bien tomar algo caliente —dijo Grieg.
—No, gracias.
—¿No tomas alcohol? Ya ves que la bebida que vende esta señora se llama «el agua del infierno» y sin duda sabes que el fuego lo quema todo —bromeó Grieg.
—Te recuerdo que faltan veinticinco minutos para que finalice el «rito» —lo apremió Lorena, dando muestras de una creciente inquietud—. Ahora no es momento de hablar con viejecitas sobre orujos.
—Esta señora es tan válida para iniciar las pesquisas como cualquier otro.
Lorena rebuscó en uno de sus bolsillos y extrajo la primera moneda que había iniciado su aventura. La lanzó con fuerza al aire.
—Ha salido cruz —dijo—. La moneda me ha dado la razón y prefiero no perder el tiempo con la señora de las queimadas. Quédatela. El rito está a punto de acabar, apenas disponemos de media hora. Voy a ver qué se cuece en este horno. Sigue tu intuición y yo seguiré la mía. Nos veremos en diez minutos.
Gabriel Grieg observó a Lorena mientras se alejaba en dirección a los brujos, y a continuación se acercó hacia el lugar donde ardía aquella aromática queimada. La señora parecía muy concentrada mientras ponía todo su empeño en encontrar el punto exacto a la pócima, y parecía que le fuese la vida en ello. Aunque de momento no había atraído a ningún comprador, salvo aquel individuo alto que llevaba una chaqueta de piel negra y una bolsa colgada en bandolera.
Cuando la mujer vio que Grieg se detenía ante la marmita situada junto a una bandeja en la que reposaban seis pequeñas y relucientes jarritas de barro, le atendió con la más cordial de sus sonrisas.
—Espero que ésta sea una buena noche para ti —dijo sonriendo—. Desgraciadamente, para mi pequeño negocio de queimadas esta noche de Todos los Santos, aunque muy húmeda, es demasiado suave.
—Sí —contestó Grieg—. La verdad es que todavía no hace frío.
—¡En los años sesenta sí que hacía frío! —exclamó la señora mientras continuaba removiendo el líquido del caldero—. Y no te lo dice una cualquiera. Te lo dice la que tenía el mejor puesto de castañas de la ciudad, en plena avenida del Marqués del Duero, la que era la envidia de todas las castañeras de Barcelona. —La mujer no pudo evitar que se le iluminara la cara—. Tendrías que haber visto humear el puesto como si fuera un gran barco de vapor en 1962, el año en que cayó la gran nevada, y cómo se llevaba la gente, a manos llenas, las castañas calientes acabadas de asar.
—Le aseguro que me hubiese encantado comprarle un gran cucurucho de papel lleno de castañas calientes —dijo Grieg sonriendo—. Aunque, a decir verdad, esto de remover el caldero tampoco se le da nada mal.
—¡Bah! Hay que hacerle frente a las adversidades de la vida como sea. Una tiene que adaptarse, igual que hacen los camaleones en la jungla, a los nuevos tiempos —exclamó la vieja castañera—. Antes lo que imperaba eran las procesiones y las novenas. Ya sabes, mucho cura y mucha misa. Y ahora lo que prima es todo lo contrario. En este país siempre vamos de extremo a extremo. Fíjate si me he adaptado a esto de los demonios, que desde que perdí el puesto de castañas he aprendido, a fuerza de venir tantos años aquí, la palabrería de las artes ocultistas.
La señora le tendió una pequeña bandeja plateada sobre la que reposaban varias tarjetas de cartón. Grieg tomó una de aquellas tarjetas y no pudo evitar sonreír con ternura tras leer su contenido.
FÓRMULA SECRETA.
INGREDIENTES Y ELABORACIÓN
DEL LEGENDARIO ESPIRITUOSO
LA MONTAÑA DEL AVERNO.
—Estoy verdaderamente interesado en probar su creación infernal —dijo Grieg con complicidad.
—Encantada —respondió la señora mientras introducía en el ardiente líquido un cazo de madera de avellano y tomaba una de las relucientes jarritas de barro—. Antes era una castañera y ahora parezco una bruja malvada que ofrece pócimas secretas a cambio de unas monedas. Al menos, de momento no me ha dado por vender manzanas envenenadas.
Un chorro de agua de fuego entró en el pequeño recipiente.
Grieg, tras dejarlo enfriar un instante, dio un trago a la poción. Tenía un sabor muy dulce, ligeramente especiado, con toques de canela y pimienta roja.
—Es realmente reconfortante y muy dulce… ¿De qué está hecho?
—Es una fórmula secreta —contestó ella levantando mucho las cejas—. ¡Ya sabes que hay que ir con los tiempos! Y a los demonios les gusta mucho todo lo que sea secreto, y cuanto más secreto, mejor. Por eso no puedo decírtelo.
Grieg volvió a reír apreciando el gran sentido del humor de aquella mujer, que hablaba con un marcado acento gallego.
—Dígame una cosa —preguntó Grieg—. ¿Quién le dijo que se reunían aquí los brujos durante la noche de Todos los Santos?
La anciana sonrió tristemente y elevó los ojos en dirección al cielo grisáceo; después perdió la mirada en algún punto iluminado del anfiteatro.
—Esperaba que me hiciese esa pregunta, joven. Muchos son los que me la han hecho durante años, y se han reído en mi propia cara cuando he contestado. Por eso no me hace mucha gracia hablar del tema.
—Ese sí que parece un gran secreto, y no el de la pócima —bromeó Grieg, intentando buscar la complicidad de la mujer—. No tema. Dígame qué razón la hizo venir por primera vez a este lugar la noche de Todos los Santos para luego seguir viniendo después cada año.
La antigua castañera del Paralelo dejó de remover el líquido y pronunció unas extrañas palabras:
—Es una historia terrible, relacionada con la leyenda que a todos nos contaron de niños… Esa que asegura que a los pies del arco iris se encuentra un enorme caldero lleno de monedas de oro.
Lorena se colocó por tercera vez aquella noche sus ropajes negros de bruja con la intención de pasar lo más desapercibida posible entre aquella multitud de acólitos. Caminaba con paso lento, con el rostro semioculto en la capucha, por el reluciente y húmedo pasillo central que separa en dos las gradas del anfiteatro del Teatro Griego.
La sima continuaba iluminada con la difusa luz de los cirios encendidos, sobre las gradas y el escenario. En el aire flotaba un ambiente denso, como una tenue neblina que olía a perfumes florales, incienso, sahumerio, sándalo y almizcle, aromas que se entremezclaban con otras irreconocibles fragancias y vapores de bálsamos.
Lorena analizaba a aquellos brujos tratando de adivinar cuál de ellos podría suministrarle la información que buscaba. Finalmente se detuvo frente a un hombre de mediana edad y aspecto corpulento. Iba vestido con la ropa propia de un dandi del siglo XIX y sostenía en su mano derecha, cubierta por un guante amarillo, un volumen de la
Divina Comedia
de Dante Alighieri.
Tenía abierto el volumen en la parte del infierno, y recitaba con los ojos en blanco los versos pertenecientes al Canto III, ante muchas personas ocultas con máscaras. El histrión repetía los mismos versos una y otra vez, como si se tratase de una letanía, tal como surgieron de la pluma del egregio poeta:
«Lasciate ogni speranza, voi ch' intrate… lasciate ogni speranza, voi ch' intrate…»
«¡Perded toda esperanza una vez que traspaséis este umbral…!»
El hombre abría los brazos y mirando hacia su audiencia continuaba recitando versos.
Estas palabras de significado ominoso vi inscritas sobre un portón.
Proclamé: «Maestro, su sentido es tenebroso.»
Y él respondió como persona que era de intuición:
«Es conveniente dejar antes de entrar el miedo porque ahí dentro la cobardía es una sinrazón…»
Lorena se dirigió a una zona del teatro oculta entre las sombras y tras conectar el teléfono móvil marcó varias veces un número de teléfono. El número comunicaba… Ciertamente, aquella noche alguien la había traicionado.
Se trataba de la persona que le había proporcionado la dirección del rascacielos de Colón, la llave para entrar en el apartamento y el lugar donde encontraría la primera moneda que la conduciría hasta la joya que estaba buscando. Había descubierto que la moneda no era una baratija y que escondía unas claves, gracias a la inesperada ayuda de Gabriel Grieg. Lorena comprobó cómo éste seguía conversando amablemente con la señora de las queimadas.
«Me gustaría saber qué papel juega Grieg en todo este asunto. ¿Lo habrá citado conmigo la misma persona que me hizo ir hasta el rascacielos de Colón? —se preguntó Lorena, preocupada—. Debo averiguar qué le impulsa, igual que a mí, a moverse al límite de sus propias posibilidades. ¿De dónde habrá sacado todos esos objetos diabólicos y los libros relacionados con el santo oficio? Porque es evidente que no conoce este mundo…»
Lorena sentía que todas aquellas preguntas eran imposibles de contestar sin que empezasen a precipitarse los acontecimientos. Y sabía que eso pasaría en breve.
Entonces llegaron a sus oídos unos acordes musicales que la hicieron estremecer, al reconocer perfectamente qué era.
Se trataba de la música que Christopher Komeda creó para la película
La semilla del diablo
de Roman Polanski, que sonaba en un reproductor de DVD. Lorena recordó de inmediato la escena que a ella le parecía la más sutilmente terrorífica de la historia del cine, aquella en que el marido de Rosemary es obscenamente seducido por los enigmáticos vecinos Roman y Minnie para que se preste a sus maléficos planes. En la película, el hombre se vende para conseguir su ansiado triunfo como actor, aun a sabiendas de que con ello traicionará de un modo abominable a su propia esposa.
A Lorena le inquietaba que el teléfono al que había llamado estuviese comunicando. Aquel hecho sólo podía interpretarse de un modo, y eso resultaba muy desfavorable para sus intereses. Finalmente desconectó el móvil. Se lo guardó en la bolsa y se dirigió de nuevo hacia Grieg, a través de las oscuras gradas. El era el único que podía sacarla del atolladero en el que estaba atrapada.
Gabriel Grieg apuró de un trago la especiada pócima y siguió hablando con la mujer, que había dejado de remover el líquido del caldero.
—Dígame una cosa…, ¿cuál es el secreto que incluso parece quitarle a usted el sentido del humor?
—Algo que jamás hubiese podido imaginarme antes de que a nuestro puesto de castañas en Marqués del Duero, que funcionaba todo el año, vendiendo productos de primera categoría y de temporada, lo arrasara la maldita afición de mi difunto marido por el juego.
—Perdone…, pero ¿qué tiene que ver la afición por el juego de su difunto marido con ese secreto?
—Los problemas que traía a casa, un pisito precioso que teníamos en la calle Bruniquer de Gracia, eran cada vez mayores —respondió la mujer, absorta en las llamas del caldero—. Él creía que yo no me daba cuenta, pero yo sabía que metía demasiado la mano en la caja del puesto de castañas. Al principio, yo hacía la vista gorda porque las sisas eran pequeñas, pero la cosa fue en aumento…
La mujer hizo una pausa antes de continuar:
—Una noche, en una de las timbas secretas que se organizaban en un local al lado de la cervecería Moritz, la de la Ronda, mi marido se metió en un asunto muy feo. Y se lo digo yo, que siempre he sido muy honrada y me ha tocado vivir muy cerca de la maldad y del vicio…
—Le invito a una copita, para que luego no diga que no hago gasto… —Grieg sonrió—. Y mientras se la toma, quizá le acompañe yo con otra. ¿Podría contarme en qué turbio asunto se metió su marido?
—Me costó años saberlo… Al parecer, tras varias noches de buenas cartas, mi marido consiguió reunir el dinero suficiente para que le dejaran entrar en un local clandestino que estaba cerca del mercado de San Antonio…
—Sí, en la calle Floridablanca —puntualizó Grieg—. Allí, a finales de los años sesenta y principios de los setenta, se organizaban timbas donde se apostaba realmente fuerte.
—Y tan fuerte —repuso de inmediato ella—. En menos de cinco minutos mi marido perdió todo el dinero.
—Tampoco parece tan grave, ¿no?
—¡Quite, quite! Claro que fue grave, porque en aquella mesa conoció a un fantoche que le envenenó el cerebro hasta tal punto que se olvidó para siempre del vicio de las cartas…
—Sigo sin ver la relación —insistió Grieg, tratando de provocar sus palabras.
—Mi marido se olvidó de las cartas… para meterse hasta el cuello en algo muchísimo peor… Tanto, que desde entonces nuestras vidas empezaron a ir a la deriva.
—¿Qué pasó? —Grieg sintió un escalofrío.
—Durante varias semanas, aquel hombre malo quedó con mi marido en un edificio muy grande y muy raro que tiene muchas columnas por fuera, y que creo que estaba en la calle Bailén…
—Y sigue estando… Conozco bien el lugar —le ayudó Grieg—. Se trata del antiguo Taller de las Artes de los Masriera.
—Sí, creo que eran joyeros o algo así.
—De los mejores del mundo. Elaboraban maravillosas joyas modernistas —dijo Grieg tras invitarla, mediante un gesto, a tomar otra jarrita de su propia «agua del infierno», que ella aceptó gustosamente.
—Bueno, como le decía, tras volver de ese edificio tan raro que da miedo sólo de verlo desde la calle, mi marido me contaba por la mañana los cuentos, cada vez más macabros, que le explicaba aquel cabrito.
—¿Qué clase de cuentos?
—A mí no se me da muy bien explicar estas cosas porque no entiendo, pero recuerdo que eran unas historias muy terribles donde un cura mataba para conseguir unos libros endemoniados… —Grieg se estremeció al constatar lo que sospechaba(—)(…) donde un brujo había inventado la máquina para hacer oro…
La mujer parecía no encontrar las palabras.
—Sí, el oro alquímico.
—¡Eso es! El caso es que mi marido se creyó toda esa sarta de mentiras de la máquina que fabricaba oro. —Levantó la vista del caldero y clavó su mirada en el desconocido que tenía enfrente—. Mi marido incluso se comprometió con aquel bandido a ayudarle a encontrar la máquina de fabricar oro. ¡Fabricar oro! ¡Hay que estar mal de la cabeza!
—¿Y por qué no cree que tuviera razón? Tal vez su marido siguiera la pista de unos hechos reales.
—¿«Hechos reales»? Nada de eso… Mi marido se metió en un jaleo muy grande y después de muchos años de pesquisas, como él decía, y de gastarse en libros y quincallas el poco dinero que teníamos, lo único que sacó en claro del famoso oro químico o como se llame fue que lo encerraran en el manicomio de San Baudilio de Llobregat, y dejarme a mí, tal como me ve, al cabo de la calle.