A continuación trató de interpretar la frase que estaba acuñada en relieve y formando un círculo en el extremo de la circunferencia de la moneda.
ITA VITRIOLUM NONNE OCCULO
Conocía el significado en latín de aquella máxima alquímica pero, de nuevo, fue incapaz de sacar una conclusión útil a su causa.
Miró su reloj de pulsera y comprobó que faltaban cuatro minutos para la una. Volvió a acercarse a la cristalera, y vio cómo, en la calle, un hombre vestido con vaqueros y un chaquetón de piel negra aparcaba su moto junto a la entrada del Museo Marítimo.
La mujer guardó el teléfono móvil y la moneda en su bolso, extrajo una prenda muy fina de color negro y apretó con su mano derecha un objeto que tenía una textura de goma blanda.
Gabriel Grieg alzó la cabeza y contempló, asombrado, el lugar que el anciano había elegido para el encuentro: la Torre Colón, el primer rascacielos que se construyó en Barcelona, un desangelado edificio que se hallaba en la misma desembocadura de la Rambla, junto a la estatua de Colón. Su enorme y monolítica estructura parecía no haberse integrado nunca en el
skyline
de la ciudad.
Construido en 1970, el rascacielos se elevaba fríamente hasta los ciento diez metros con veinticinco plantas sustentadas por un deslucido esqueleto de hormigón modulado. Parecía un gigantesco faro de piedra y cristal que enigmáticamente se hubiese detenido, dejando de girar y de emitir su eterna luz.
Grieg se encaminó hacia la puerta principal y entró en el edificio. A esa hora, la recepción presentaba un aspecto muy distinto al que tenía en horario laboral. La planta baja se encontraba en semipenumbra, y sólo se podía apreciar débilmente la uniformada figura de un portero que estaba sentado tras un mostrador. Éste, inmóvil, observaba todos los movimientos de la persona que acababa de entrar en el edificio, pero sin decir nada, como si obedeciera órdenes superiores y su único cometido fuera no impedirle el acceso.
Grieg interpretó adecuadamente la situación; se encaminó en dirección opuesta al portero y entró en el ascensor, el cual, detenido en la planta baja y con las puertas abiertas, parecía estar esperándole. Durante los segundos en que las puertas tardaron en cerrarse, comprobó que el portero seguía sin quitarle la vista de encima. Pulsó el botón de una de las plantas más elevadas del edificio, y al abrirse las puertas de nuevo, Grieg pudo contemplar, desde la cara este del rascacielos, una magnífica vista: el casco antiguo y gran parte del Ensanche.
La ciudad, bajo una finísima lluvia, aparecía lejana y oscura, y la amarillenta luz de las farolas se reflejaba en el suelo mojado de calles y avenidas conformando una retícula tan hermética como un extraño laberinto de oro.
Al encontrar la puerta con el mismo número que estaba anotado en la tarjeta del anciano, su primera intención fue pulsar el timbre, pero al instante se percató de que la puerta estaba entornada.
—Vamos, pasa, no te quedes ahí parado.
Aquellas palabras sonaron a hueco, como si a la persona que las había pronunciado le estuvieran tapando la boca.
Gabriel Grieg abrió lentamente la puerta.
La amplia sala estaba débilmente iluminada por la luna llena. En el centro, había un sofá circular de seis plazas, de piel y en color burdeos, sobre un parqué con un grandioso caleidoscopio a modo de dibujo. De una de las paredes colgaba un gran espejo rectangular con un elaborado marco, y junto a él un elegante bastonero. Esa era toda la decoración de la sala.
Grieg dio varios pasos y se situó junto al sofá. Tras oír unos pasos, volvió la cabeza y vio a una persona apoyada en la pared. La figura, que parecía una mujer, avanzó hacia él y se detuvo, hasta quedar espectralmente iluminada por la luz de la luna.
La aparición estaba envuelta en una túnica negra similar a la sobrevesta que lucían los caballeros medievales cuando montaban a caballo. Tenía las manos ocultas por unas anchas bocamangas y los pies tapados por el sayo. Una capucha le ensombrecía el rostro.
A la figura sólo le faltaba el huso y la balanza para ser la mismísima encarnación de la más temible de las diosas de la noche, la parca Átropos, la encargada de cortar definitivamente el hilo de la vida a todos los mortales después que Cloto lo hubiera hilado y Láquesis ovillado.
Tras llevarse la mano a la capucha y retirarla parcialmente, descubrió un rostro de anciana con el pelo largo, enredado y cano. Tenía la nariz afilada y un enorme mentón que acababa en dos repulsivas verrugas. Sus ojos estaban hundidos bajo dos cejas grandes y huesudas, y su boca, dibujada en una carcajada congelada, tenía un solo diente.
Aquel rostro formaba una imagen demasiado grotesca como para dar miedo. Era demasiado perfecta en su fealdad; sin duda, el estereotipo de una bruja de cuento. Parecía que fuera a sacar una manzana roja y envenenada del bolsillo… aquello era un disfraz y una máscara.
De pronto, la mujer habló.
—¿Truco o trato? —preguntó con el mismo tono de voz turbio que Grieg escuchó antes de entrar en la sala.
—Tenía entendido que el que hace esa pregunta durante la noche de Halloween es el que llama a la puerta, no el que está en la casa —contestó Grieg.
—Detrás de cada encuentro hay una posible aventura, y yo quiero que ésta sea muy especial. —La voz volvió a sonar a hueco, sus labios permanecían inmóviles y en su boca de goma destacaba el único diente.
—¿A quién debo el honor de esta singular representación teatral? Y sobre todo… ¿cuál es el motivo de ella? —preguntó Grieg, tratando de descubrir las facciones que se ocultaban tras la máscara.
—Yo quiero algo. Tú quieres algo. Yo desconfío de ti… Tú no tienes por qué confiar en mí. Es imprescindible que previamente hagamos un pacto. ¿Truco o trato? —preguntó de nuevo la bruja, elevando la voz.
—O sea, que además de bruja de cuento, eres una hábil negociadora —apuntó Grieg con sorna.
—Yo soy muchas cosas, pero esta noche de las brujas, para ti sólo habré sido una aparición si no haces lo que te digo. Repito por última vez: ¿truco o trato?
—No negaré que tus palabras parecen concluyentes… —Grieg simulaba entereza, pero sabía que no podía tomarse la situación a la ligera—. Me gustaría poner a prueba tus poderes. Por lo tanto, elijo el truco.
—Esta representación no obedece a ningún capricho, y lo comprenderás a su debido tiempo —dijo ella bajando la voz—. Sé perfectamente lo que hago y si decides no ayudarme, ni siquiera me es necesario sacar la varita mágica y hacerte un conjuro. Me bastará con largarme ahora mismo de aquí. Mi disfraz de bruja habrá sido un camuflaje perfecto. Nunca llegarás a saber quién soy, aunque me buscaras el resto de tu vida.
La oscura figura se cubrió el rostro con la capucha y se encaminó hacia la puerta.
—¿Qué ocurriría si elijo el trato?
Ella se detuvo en seco, dio media vuelta y se acercó a él.
Grieg notó la mezcla de perfume y olor a goma de la máscara. Los dos se quedaron cara a cara. Resultaba paradójico observar aquella grotesca careta de bruja cuando se intuían unos hermosos ojos de mujer detrás de los toscos agujeros.
—Dime una cosa, hechicera: ¿a qué obedece el disfraz?
—Ya te lo he dicho, si no llegamos a un acuerdo no me conviene que conozcas mi identidad —contestó ella en un tono de voz menos severo—. Además, quizás esté haciendo tu vida un poco más agradable al cubrir con un disfraz de bruja mi verdadero y horrendo rostro… Esta noche puede suceder de todo, y quizá yo sea Pititis, el único demonio hembra, de fealdad extrema.
—Claro, y yo soy Nebiros, su lugarteniente.
Grieg recordó la advertencia que le hizo el anciano en el Liceo, cuando le previno de que la persona que le esperaba recurriría a todo tipo de argucias para conseguir la caja de las
auques.
—Yo ya me iba, ¿recuerdas? —le apremió la bruja.
—Está bien, me avengo al trato —contestó Grieg, que prefirió acceder a pactar con ella al coste que fuera, en vez de perderle definitivamente la pista.
«Si se va, se me complicarán las cosas… Además, intuyo que esta mujer es tremendamente astuta. Una especie de Jack O'Lantern», pensó Grieg, acordándose del personaje que fue capaz de engañar tres veces seguidas al mismísimo diablo, según la leyenda irlandesa de origen celta.
—Tu elección ha sido la correcta —sentenció ella.
La figura se dirigió hacia el interruptor de la luz mientras se bajaba la capucha.
Tras iluminarse la sala, la misteriosa dama se despojó de la túnica, descubriendo a una mujer alta y delgada. Vestía unos puntiagudos zapatos de tacón bajo, unos leotardos negros y un entallado jersey oscuro con una blusa blanca de seda debajo.
A Grieg le impactó el extravagante contraste entre el estilizado cuerpo de la desconocida y la repulsiva careta de bruja que aún llevaba puesta. Luego ella tiró de la máscara de goma y la arrojó encima de la túnica negra que había en el suelo.
Grieg pudo ver entonces a una bella mujer de unos treinta años que lucía una larga melena negra. En su estilizado rostro destacaba una nariz respingona y unos enormes ojos negros. Llevaba las cejas cuidadosamente perfiladas y los labios pintados en un rojo intenso. Elegante y femenina, aquella mujer transmitía calidez y refinamiento. Su expresión picara denotaba una formidable seguridad en sí misma y una gran capacidad para lograr lo que quisiera.
La esbelta mujer se dirigió con paso seguro hacia Grieg y lo besó en la mejilla, casi rozando sus labios.
—Me llamo Lorena. Has elegido el trato, de modo que tenemos mucho trabajo por delante y es imprescindible que nos pongamos de acuerdo —dijo a modo de presentación, irradiando espontaneidad y al mismo tiempo firmeza.
—Prefiero que respondas lo que puedes imaginarte; son las preguntas más obvias —terció Grieg, mirándola fijamente y confirmando que los ojos de aquella mujer eran deslumbrantes.
—Lo único que debes saber de mí es lo único que yo sé de ti, es decir, que te llamas Gabriel Grieg y que estás aquí para acompañarme a un lugar que yo aún desconozco. Una vez que hayamos salido de ese lugar, tú me entregarás un objeto imprescindible para lo que estoy buscando, y después, nos separaremos y no volveremos a vernos nunca más —resumió mientras recogía el disfraz de bruja del parqué y lo guardaba nuevamente en su bolsa—. Por lo tanto, y como supongo que estarás deseando terminar cuanto antes con todo este asunto, será mejor que nos vayamos y acabemos con el trámite…
—Y dirigirnos ahora a la dirección que se supone que yo sé, ¿no es así? —preguntó Grieg.
—Así es.
Grieg observó a aquella mujer intentando no dejarse influir ni por su innegable atractivo, ni por la que parecía ser una fascinante personalidad. Se recordó a sí mismo que los dos estaban allí por un asunto que parecía muy serio; de modo que era preferible no empezar con mal pie, y dejar que ella lo confundiera con un simple recadero. «Debo saber más acerca de la naturaleza de este maldito asunto, y tener así argumentos de peso para negarme a entregarle la caja», pensó Grieg.
—Antes de irnos, contéstame a una pregunta necesaria —dijo Grieg mientras miraba el espejo—. ¿Por qué crees que nos habrán citado a los dos en este rascacielos y precisamente en esta sala?
—Eso no tiene importancia. En algún lugar tenía que producirse nuestro encuentro. Por favor, deja de mirarte en el espejo y vámonos —le apremió Lorena.
Grieg observó las extraordinarias molduras del valioso espejo. En el marco, talladas entre cientos de pequeñas hojas de acanto, destacaban unas extrañas figuras: todas, excepto una, tenían la cabeza vuelta hacia el espejo y parecían observarse atentamente a ellas mismas. La única figura de madera que no miraba su reflejo en el espejo estaba colocada en la parte superior, y lo que hacía era clavar de un modo maléfico su penetrante mirada en los ojos de cualquiera que se pusiese delante de aquel espejo.
—Discrepo. Sí que tiene importancia el lugar en el que se ha producido nuestro encuentro… ¿sabes por qué? —Grieg empleaba un tono similar al que usaría un abogado que estuviera defendiéndose a sí mismo y se dirigiera al desorientado juez del caso que debiera juzgar—. Yo sé que durante esta noche, por más inverosímil que parezca, todo tendrá una explicación racional. Que sea más o menos difícil dar con ella, ya es otro asunto.
—¿En qué te basas para creer eso? —preguntó Lorena, intrigada.
El arquitecto seguía analizando las figuras esculpidas en el marco. Centró su atención en un esbelto unicornio que estaba situado a la altura de sus ojos y que era, según ancestrales simbolismos, el único animal capaz de contemplarse a sí mismo en el «espejo de la verdad». Era tan genuinamente salvaje que ningún cazador había podido capturarlo nunca, puesto que únicamente podían acercarse a él aquellos que fueran absolutamente puros.
—Fíjate en este extraordinario espejo —dijo Grieg—. Se trata de una pieza digna de museo. ¿Te parece lógico que en esta sala sólo haya un sofá y un valioso espejo? ¿Para qué fue diseñado este lugar?
Grieg seguía intentando descifrar el complejo conjunto alegórico que atesoraba el marco de nogal. Miró un centauro que estaba situado a la misma altura que el unicornio, pero en la parte opuesta del marco. «El centauro combina la naturaleza intuitiva del animal, con el juicio y las ocultas virtudes del ser humano», pensó.
—Deberías limitarte a cumplir con la misión que tienes encomendada esta noche y no preocuparte de nada más —exclamó ella levantándose del sofá y dirigiéndose hacia la puerta, dispuesta a salir a la calle.
Grieg sabía que en aquel marco había algo importante. En la parte inferior, descubrió un esqueleto humano que tenía encerrado a una persona viva en el interior de la caja torácica.
—Te recuerdo que has elegido el trato. Eso te compromete doblemente a cumplir lo pactado —le advirtió seriamente Lorena con la mano en el pomo de la puerta.
—No te preocupes, cumpliré con mi palabra. Ahora mismo nos vamos —respondió Grieg con una preocupación creciente al ver que en la base del marco había un escorpión con una inquietante frase en latín:
«Cauda is semper in ictu.»
«El escorpión siempre está dispuesto a picar.»
Con tal de retener allí a aquella mujer, a Grieg no le quedó más remedio que jugarse la única baza que tenía.
—Estoy seguro de que te estás precipitando —dijo mientras extraía de su bolsa la caja de las
auques,
que había envuelto antes de salir de casa con papel de unos grandes almacenes—. Observa atentamente este objeto. Esto es lo que debo entregarte cuando salgamos del lugar al que tengo que acompañarte.