El laberinto de oro (3 page)

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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

BOOK: El laberinto de oro
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En la cartulina aparecía únicamente una enigmática frase que iba firmada por las iniciales de su ex mujer.

La bodega del zar acabó en el fondo del mar.

M. V.

Laia se mostraba cada vez más intrigada.

—¿No me digas que la tarjeta también la firma Mónica? —preguntó.

—Sí —contestó Grieg mientras se guardaba la tarjeta en el bolsillo superior de la americana y miraba con complicidad a su bella acompañante—. Ya veremos hasta dónde nos conducen sus ingeniosas y carísimas candilejas.

—¿Crees que Mónica habrá colocado algo en el interior de esta bola negra? —preguntó Laia alzando las cejas.

Los dos observaron con una atención no exenta de recelo aquella extraña esfera, junto a la que uno de los camareros había depositado dos objetos planos y alargados de nácar con incrustaciones de madreperla.

Gabriel Grieg observó que una finísima línea atravesaba la esfera por la mitad. Entonces presionó la parte superior de la bola, que inmediatamente se dividió en dos, dejando a la vista su fascinante contenido.

Sobre un lecho de hielo apareció una lata dorada de caviar de un color parduzco.

Laia puso al instante cara de sorpresa.

—¡Tenía entendido que el caviar era de color negro! —exclamó.

—Este caviar no es un caviar cualquiera —precisó Grieg mientras analizaba su textura—. Cuando los esturiones envejecen, el color de las huevas adquiere esa tonalidad entre blanquecina y ocre. No creo equivocarme si te digo que el esturión hembra del que procede este caviar tenía más de cien años.

Grieg tomó la lata entre sus manos y la levantó para leer la tapa.

Su sorpresa fue en aumento cuando comprobó que entre cuatro líneas onduladas aparecía el grabado de un esturión sobre la marca del producto: «Caviar Almas.»

—Este caviar es iraní —indicó Grieg volviendo a colocar en el interior de la esfera la lata—. Procede de los grandes esturiones beluga del mar Caspio. Es el más caro del mundo, y su producción anual es tan limitada, que una pequeña lata como ésta sólo se puede adquirir por encargo y a un precio absolutamente prohibitivo.

—¿Por qué se llama «Almas»? —preguntó Laia tras un breve silencio.

—Significa «diamante» en persa.

—¡Ya veo! Siendo socia de Mónica, me temo que todo este dispendio lo acabaré pagando yo —dedujo Laia con una sonrisa nerviosa.

—Desde que hemos entrado en este comedor privado, no salgo de mi asombro —musitó Grieg mientras volvía a leer, intrigado, la enigmática frase de «La bodega del zar acabó en el fondo del mar».

—El champán está delicioso. Esta noche me siento flotar en un mar de burbujas como Sharon Stone en el anuncio de cava de Fin de Año —afirmó Laia, entusiasmada.

Esa frase hizo que Grieg, después de reírse con la ingeniosa ocurrencia de Laia, tuviese un inquietante presentimiento y mirara con más detenimiento la cubitera de plata.

—¡Ya te lo decía yo! —exclamó tras observar el papel dorado y envejecido adherido al cuerpo de la botella, donde figuraba el año de la cosecha—. Este champán es de 1907, y creo que se trata del mismo al que varios gourmets aludían durante la sobremesa de una comida a la que asistí. Discutían acerca de cuál era el champán más caro del mundo y creo recordar que estaba relacionado con un personaje histórico.

Laia, intrigada, observó la botella.

—Creo que se referían a éste. —Grieg señaló con determinación la oscura y dorada botella—. Si se trata del champán del que te hablo, su precio es desorbitado, y, si no recuerdo mal, tiene relación con una terrible tragedia…

—¿Qué clase de tragedia? —preguntó ella con tono melodramático.

—Me parece que se trata de un personaje histórico que podría ser perfectamente…

Gabriel Grieg volvió a leer la tarjeta que le había entregado el
maître,
y la guardó de nuevo en la americana sin dejar de reflexionar… De repente, sus ojos se iluminaron con destellos de preocupación.

—Esta botella podría estar relacionada con el misterioso texto de la tarjeta. Es decir, con el zar.

—¡Olvídate de Sharon Stone! ¡Ahora soy una zarina! —bromeó Laia mientras Grieg extraía una placa muy oxidada del tapón de la botella.

—¿Sabes por qué está tan oxidada? —preguntó Grieg, que ya conocía el motivo.

—Esa respuesta sí que la sé, señor Rasputín —respondió ella tras beber un pequeño sorbo de champán—. Porque es muy vieja.

—Me temo que este champán se encontraba en la bodega de un barco hundido en el fondo del mar, y además está relacionada con el zar.

Grieg leyó en voz alta una etiqueta de color plateado situada en la parte posterior del cuello de la botella:

… Esta botella formaba parte del cargamento que iba dirigido al Estado Mayor de la armada imperial del zar Nicolás II cuando un submarino U-22 alemán lo hundió el 3 de noviembre de 1916, durante la Primera Guerra Mundial, cerca de las costas finlandesas y frente a la ciudad de Rauma. Esta botella Heidsieck amp; Co Monopole Goüt Americain, Vintage 1907, fue rescatada de la bodega del
Jónkóping
a sesenta y cuatro metros de profundidad por unos cazadores de tesoros. Únicamente recuperaron dos mil unidades, y ésta es una de las pocas que quedan en el mundo…

—Aunque ya le viene de familia, desde luego, Mónica no ha reparado en gastos… Esto cada vez se pone más emocionante —dijo Laia mientras engullía una cucharada de caviar.

Gabriel Grieg pensó que allí estaba sucediendo algo muy extraño. Se levantó y rodeando la mesa llegó hasta el lugar donde estaba sentada su acompañante. —Por favor, ven conmigo —dijo.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella un tanto desconcertada. Grieg le tendió la mano y los dos se dirigieron hacia un robusto sofá de roble forrado de seda de color rojo, que se encontraba en un rincón del comedor privado.

—Por favor, respóndeme —pidió Grieg—. En el sobre que contenía la invitación para la cena, ¿había algo más?

—¡Ya era hora de que me lo preguntases! ¡Llegué a pensar que no te darías cuenta!

—¿De qué se supone que debía darme cuenta? —preguntó Grieg.

—He tratado de que te fijases en él durante toda la velada. Laia sostuvo sobre las manos el broche ovalado de oro que lucía colgado de su cuello.

Grieg observó con detenimiento su forma, centrando especialmente su atención en el esquemático dibujo formado por varias líneas entrecruzadas, que figuraba grabado en el mismo centro de una de las caras del colgante.

—¿Nunca antes habías visto este broche?

—No —respondió ella mirando a los ojos de Grieg.

—¿Y por qué no me has dicho nada?

—Pensé que el broche complementaba la invitación a la cena de gala, por eso lo he tenido siempre a la vista. Creí que tú al verlo me preguntarías…

—Por favor, déjame tocarlo.

Laia, apoyando ligeramente los codos en los hombros de él y con suma habilidad, desabrochó la cadena y le entregó el broche. Grieg encendió una lámpara situada junto al sofá y extrajo de uno de sus bolsillos una pequeña navaja de cachas nacaradas que, en cierta ocasión practicando alpinismo en el Montblanc, le había salvado de una más que probable muerte, y que desde entonces siempre llevaba encima como amuleto.

Tras varios intentos infructuosos, la afiladísima punta penetró en una diminuta hendidura, que al girar la navaja noventa grados hizo que el colgante se abriese en dos mitades.

El interior de la joya, diseñada y compuesta a mediados del siglo XIX, mostraba en la parte derecha su oculto e inquietante motivo. En un muy brillante oro amarillo sobre el que resaltaban una docena de pequeños diamantes y esmaltes al fuego de un inequívoco estilo modernista, podían contemplarse dos extrañas figuras a bordo de una pequeña barca, que tenía dirigido el rumbo hacia un destino desolador: las puertas del infierno.

A Grieg se le demudó por completo el rostro al contemplar la parte interior izquierda del broche, en el que figuraba grabado un nombre. De repente supo que la misteriosa invitación a la cena de gala, el comedor privado en el mismísimo Círculo del Liceo, el caviar, la botella de champán del zar… todo lo acontecido aquella noche estaba relacionado con un asunto muy serio, que absolutamente nada tenía que ver con su ex esposa.

En la superficie interna de la joya aparecía grabado el nombre de un hombre al que Grieg conocía someramente, y que hacía constar la profesión que ejerció durante el siglo XIX:

M.VlGUIER

ARQUITECTO

Aquel singular colgante le causó una profunda inquietud, y le trajo a la memoria el recuerdo de un misterioso anciano con el que había contraído una ominosa deuda hacía más de una década. «No puede ser…», pensó.

Trató inmediatamente de quitarse aquel turbador pensamiento de la cabeza acudiendo a un motivo incuestionable: aquel hombre ya debía de estar muerto.

Laia, tras observar el interior del colgante, formuló la que era, en aquel momento, la más lógica de las preguntas.

—¿Quién es ese M. Viguier?

—De entrada, te diré que es la persona a la que pertenecen las iniciales «M. V.» que, desgraciadamente, nada tienen que ver con Mónica Valentí.

—¿Y quién narices es el tal M. Viguier si puede saberse? —preguntó otra vez, contrariada.

—Es un arquitecto que, a pesar de estar relacionado con la construcción del Gran Teatro del Liceo, muy pocos conocen.

La joven abogada estaba cada vez más intrigada.

—Soy toda oídos —dijo.

—Oficialmente, los arquitectos que se encargaron de la construcción de este teatro en 1845 fueron Miquel Garriga i Roca y Josep Oriol Mestres, que le sucedió en enero de 1846. Pero en realidad, ambos siguieron al pie de la letra los planos originales que había diseñado un enigmático arquitecto francés, que se llama M. Viguier.

—¿Por qué has dicho «se llama» en vez de «llamaba» —preguntó Laia sintiendo un escalofrío que le recorría la espalda.

Grieg sonrió maliciosamente.

—Por respeto a la leyenda.

—¿Qué leyenda?

—El personaje del arquitecto Viguier está envuelto por un velo de misterio muy similar al de
El fantasma de la Ópera.
Se le ha relacionado con el conde de Saint Germain, el enigmático personaje arquetipo de la inmortalidad.

Gabriel Grieg cayó en un desconcertante pensamiento, provocado por el recuerdo del anciano con el que contrajo la siniestra deuda. Cogió otra vez la tarjeta que le había mostrado el
maître
y que se había guardado en el bolsillo de la americana. Tras leer de nuevo el anverso, la giró y leyó:

Lo más secretamente temido acaba sucediendo siempre…

«¡Se trata de él!», exclamó para sí mismo.

—Discúlpame, Laia —dijo mirando fijamente a los ojos de ella—, pero debes marcharte ahora mismo. Lamentablemente, la velada ha concluido. Coge el bolso y márchate.

—Pero… ¿por qué? Supongo que estás bromeando. ¿A qué viene esto ahora? ¿Qué has encontrado en la joya? —preguntó ella, enojada.

Gabriel Grieg comprendió inmediatamente lo embarazoso de la situación. Debía lograr que ella se marchase de allí, antes de que se viese envuelta en un turbio asunto del que era completamente ajena. Y tenía que hacerlo sin dar argumentos que pudieran comprometerla.

—Mira, Laia… —Grieg escogió las palabras que iba a pronunciar—. Lo siento, pero tienes que irte. Te acompañaré hasta la entrada del teatro y esperaremos juntos a que pase el primer taxi que te llevará a casa. Otro día te llamaré y te daré una explicación en el lugar que tú elijas, pero ahora, debes marcharte.

—¿Marcharme en taxi? ¿Con los canapés, el salmón, el caviar y el champán que hay sobre la mesa? ¡Imagínate cómo será la cena! ¿Olvidas acaso que fui yo quien te invité?

—De ninguna manera —contestó Grieg, que lamentaba sinceramente la desagradable situación que se había planteado.

—No comprendo nada. No hace falta que me acompañes a ningún lugar, señor aguafiestas —exclamó Laia sintiéndose injustamente despechada—. Ya soy lo suficientemente mayorcita como para saber moverme sola por el mundo. ¡Puedes quedarte el broche de oro! ¡Te lo regalo! Aunque te sugiero que lo vendas y con lo que te den, te apuntes a un cursillo acelerado de cómo tratar a las mujeres.

Laia fue hasta la mesa, llenó hasta rebosar la copa, la levantó y profirió un extraño y profético brindis.

—¡Te deseo una aventurada noche de los muertos!

A continuación, en vez de beberse el champán, lo vertió sobre las flores que había en el centro de la mesa, y con un sonoro taconeo abandonó el comedor privado.

Nada más salir Laia, Gabriel se dirigió hacia uno de los ventanales con vistas a las Ramblas. No tardó en ver cómo su acompañante cruzaba el paseo y entraba en la boca del metro de Liceo.

Luego volvió a sentarse a la mesa y, sobrecogido, releyó el inquietante mensaje que estaba anotado en el reverso de la tarjeta. Un texto que jamás hubiese deseado leer:

Lo más secretamente temido acaba sucediendo siempre…

Hoy es el día en que deberá saldar la deuda que contrajo conmigo.

Se dejó caer lentamente en el respaldo de la silla con una mano apoyada en la sien, abrumado por inquietantes pensamientos. «A estas alturas, el hombre con el que contraje la deuda ya debería de estar muerto… Cuando yo lo vi, me pareció un anciano nonagenario, y de aquel suceso han pasado más de diez años.» Otra cuestión le angustiaba aún más: el compromiso que le vinculaba con el anciano, un estrambótico pacto secreto, no tenía nada de convencional.

«Si está relacionado con el asunto que sospecho, de nada servirá que me largue de aquí ahora mismo. Todo está perfectamente calculado para que liquide la deuda esta misma noche. Tengo que aclarar inmediatamente el enigma que encierra el colgante de oro.»

Grieg trató de analizar la compleja psicología del adversario al que debía enfrentarse en escasos minutos, el cual, al margen de ser millonario, a juzgar por el desorbitado precio de los manjares expuestos sobre la mesa, utilizaba para conseguir sus estrafalarios objetivos unas tácticas condenadamente sofisticadas y sibilinas.

Tomó el broche de oro y lo introdujo en uno de los bolsillos de la americana. Seguidamente, se guardó las dos placas de la botella de champán y salió al comedor principal con paso decidido.

En el antecomedor se encontraba el
maître,
apostado e inmóvil junto a una de las puertas. Miró a Grieg fijamente y le abrió la puerta para permitirle el paso. Gabriel entró en la zona más secreta y privada del Gran Teatro del Liceo con un extraño convencimiento: iba al encuentro del peor espectro de su pasado.

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