El laberinto de oro (43 page)

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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

BOOK: El laberinto de oro
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A continuación, el morador de las sombras abrió la mano y lanzó la llave a través de las rejas de la puerta, en dirección al pasillo que conducía hasta los laboratorios alquímicos.

Al verse encerrado en tan horrible lugar, Grieg supo que acababa de meterse en uno de los mayores problemas de su vida, porque el deterioro mental de aquel hombre era muy grave, y su vida parecía depender de él.

Así que trató de poner remedio a aquella situación. «Debo ser absolutamente resolutivo si no quiero pasar el resto de mi vida aquí dentro», se dijo.

Grieg arrojó sobre el altar la levita que llevaba «la Piedra» prendida de la solapa. El condenado sospechó al instante cuál podría ser la prenda y caminó con paso firme hacia el altar. Observó aquella joya maldita que había arruinado tantas vidas.


Testamentum sapio tristes umbrae…!
¡El «Ojo de Geburah»…! —exclamó, admirado—. ¡Mis invocaciones ante el
occultum de Hochma
fueron escuchadas! Habéis venido hasta aquí, poseedor de los atributos, lo cual quiere decir que os sirvió mi admonición formada con huesos y el
horarium.

Grieg no daba crédito a sus oídos. «Este tipo descendió a la cripta de la capilla de los Desamparados de la iglesia del Pi para esconder el estuche dorado en el interior del cráneo de don Germán… ¡Dios mío, qué monstruosidad! Debe de saber algún secreto importante que a alguien no le interesa que se sepa nunca.»

El morador de las sombras se acercó a Grieg con los ojos inundados de lágrimas, y entre gemidos guturales se postró en el suelo.

—Gracias, señor, por haberme librado de esta carga… Gracias, señor, por haberme librado de esta carga… —repitió con un orgiástico alivio—, pero ahora no debéis perder vuestro valioso tiempo conmigo, porque el impostor os está esperando, y el plazo expira a las doce del mediodía.

Grieg se sorprendió al saber que se refería al mismo que había comentado Lorena, pero optó por guardar silencio.

—¡Señor, no os detengáis aquí! —exclamó el hombre, aún en el suelo—. ¡Debéis continuar vuestro camino hacia el verdadero corazón del infierno! Seguidme…, yo os mostraré el trayecto.

Grieg ansiaba abandonar aquel escenario cuanto antes, así que recogió la levita del altar dispuesto a seguir el itinerario que aquel desdichado quería mostrarle.

El hombre pasó junto a la escalera en espiral que comunicaba con la capilla Marcús, para llegar después a una sala de la que salía un reflejo dorado. Grieg entró en un cuarto únicamente iluminado por una vela junto a un camastro. La estancia albergaba un secreto.

El suelo estaba completamente cubierto de miles de monedas doradas. La luz de la vela se reflejaba en ellas y se proyectaba en forma de óvalos en las paredes y el techo, dándole al cuarto la apariencia de un estanque dorado. Grieg tomó del suelo un puñado de aquellas monedas y comprobó, estupefacto, que eran las mismas monedas chapadas de oro que componían la serie de la senda esencial.

—No debéis perder tiempo, señor… Tomad, esto lo escribí soñando que algún día pudiera entregároslo en mano. —El condenado le alargó un conjunto de hojas cosidas—. Con ellas os muestro mi absoluta lealtad, en la espera de que hoy mismo, tras vuestra graciosa tercería, pueda al fin ser liberado.

Grieg guardaba silencio. Le parecía que cualquier pregunta por su parte, dado el grado de enajenación mental que mostraba el hombre, sería inútil. Tomó las hojas que éste le tendía y leyó el texto escrito con una letra muy pequeña, casi ilegible, con un inquietante y conocido título:

la senda esencial

La monstruosa historia de un muerto en vida

Grieg no pudo resistirse a leer las primeras líneas del manuscrito.

Antes de que el lector se adentre en el laberinto de mi revelación, debe saber que no existe una única senda esencial, porque hay tantas Sendas Esenciales como encarnaciones corpóreas de la figura del diablo se han producido a lo largo de la Historia.

Dicha transustanciación puede tener como nuevo sujeto activo del Mal a cualquier persona, en cualquier parte del mundo, y es necesario que todo el mundo tenga conocimiento de ello.

Este fenómeno se da en unos puntos geográficos activos que se desplazan a través de los tiempos, y que han sido motivo de estudio por parte de personajes tales como Fulcanelli (Magofon) y…

Grieg comprobó que en ese apartado aparecían los nombres de insignes personalidades, pero centró su atención en algunos que habían salido al paso durante su propia senda esencial.

Los cabetianos, entre los que se encontraba el propio Cabet, Narcís Monturiol, Ildefons Cerda…

La senda esencial es la prueba satánica que han de seguir unos pocos elegidos…

. La sensación de aquellas inmundas uñas rasgando su ropa le hizo apartar la vista del manuscrito. El morador de las sombras le entregó un abultado sobre con unas hojas dobladas.

—Señor, estoy convencido de que, detrás de estas pruebas de lealtad que os he mostrado, hoy al fin podré ser libertado —dijo con un hilo de voz y lágrimas en los ojos, como si Grieg supiera de qué estaba hablando.

Grieg, que guardaba silencio, miró los enrojecidos ojos de aquel pobre hombre, preguntándose qué venía a continuación, pero el hombre contemplaba, absorto, el oscuro fondo de la habitación.

El arquitecto empezó a moverse con dificultad sobre las monedas cuando de pronto descubrió que a esa estancia le faltaba una pared.

En realidad, se trataba de un pasadizo. Grieg pensó en el miedo que debía de sentir aquel hombre para preferir vivir eternamente recluido en aquellas paredes antes que atreverse a seguir por un pasillo que parecía conducir hasta el verdadero corazón del infierno.

73

Eran las cinco y cuarto de la madrugada cuando Lorena llegó al lugar donde ella y Grieg habían quedado: el antiguo taller de los joyeros Masriera, en el número 72 de la calle Bailén.

Era uno de los edificios más sorprendentes de todo el Ensanche de Barcelona. Fue construido a mediados del siglo XIX, pero misteriosamente vendido por sus propietarios en la década de 1920.

Lorena observó la artística verja de hierro forjado en la que, rodeadas de estrellas de cinco puntas, serpenteaban los tallos de las hiedras. Las rejas exteriores resguardaban un pequeño jardín, y una escalinata ascendía entre un impresionante peristilo formado por seis enormes columnas de estilo corintio, con el fuste estriado y los capiteles ornados con hojas de acanto. El peristilo servía de soporte a un frontispicio triangular, que tenía, en cada uno de sus vértices, un grifo, el animal fabuloso con cabeza de ave y cuerpo de dragón al que se le atribuye la cualidad de resguardar el oro y las riquezas de los intrusos.

«Gabriel me citó aquí sabiendo que la presentación del Liceo estaba relacionada con un reloj de oro alquímico, así que esto también debe de estarlo», pensó Lorena mientras cruzaba la puerta de la verja, que misteriosamente esa noche estaba entreabierta.

Ascendió lentamente los escalones del edificio y se detuvo ante los dos portones cerrados del antiguo Taller de las Artes. A continuación, cobijada bajo la sombra de las columnas, sacó de su bolso un pequeño sobre con las instrucciones de lo que debía hacer esa noche.

El sobre era idéntico al que había abierto la noche anterior para conocer el lugar donde debía encontrarse con Grieg, el rascacielos de Colón. En esta ocasión, el sobre decía:

en el interior figura la dirección donde deberá hacer entrega

del contrato firmado por meyer

Debajo aparecía una seria advertencia:

no abrir el sobre antes de las 6:00 h. del 2 de noviembre

Lorena comprobó en su reloj que aún faltaban tres cuartos de hora para la hora fijada en el sobre. Pensó en llamar a la persona que había escrito aquellas instrucciones y comunicarle que ya tenía en su poder el contrato firmado, pero se detuvo al considerar que aquélla no era una jugada inteligente.

«En todo esto hay algo que no encaja, y sospecho que ese algo se oculta en el tramo más oscuro del laberinto», pensó.

Marcó el número de Grieg, pero daba señal de apagado o fuera de cobertura.

«Jugar con dos barajas tiene estos contratiempos. Este retraso no me gusta nada… ¿Y si a Gabriel le ha sucedido algo que puede acabar afectando muy seriamente a mis planes?»

Lorena acarició el estuche dorado que habían encontrado en el interior del cráneo de don Germán.

«Si lo quiero todo, puedo acabar perdiéndolo todo», se dijo entre las sombras del peristilo. Parecía una vampiresa de cuento gótico ante las puertas de su palacio, cuyos desagradecidos sirvientes le impidieran acceder a él.

Lorena volvió a pensar en la frase que Meyer le había lanzado como un afilado dardo a sus oídos:
«Testamentum saepio tristes umbrae».
Sospechaba que esas palabras podían ser la clave de todo.

«En la antigua Roma —pensó—, las
tristes umbrae
eran los muertos en vida, y por extensión, las personas que vivían en el infierno.»

Intuía que en esa frase se encerraba un misterio, oculto entre los múltiples lugares y conceptos que había explorado con Grieg en las últimas horas.

«Pero ¿dónde lo he visto?», se preguntaba, intrigada.

Lorena volvió a mirar el reloj; Grieg se retrasaba ya casi un cuarto de hora.

«Algo grave ha de debido sucederle. ¡Tengo que hacer algo!»

Se sentó en los escalones y tomó de su bolso un bolígrafo y un cuaderno. Escribió las iniciales de cada una de las palabras de la frase, y con ellas formó un acróstico, TSTU, que no le sugirió nada.

Llegó hasta la verja, y mientras reflexionaba sobre la frase miró uno de los impresionantes grifos que decoraban el frontón. Entonces tomó dos letras de cada palabra y formó la palabra
Tesatrum.

El término guardaba relación con la mitología de la antigua Grecia, y el inextricable escenario por el que evoluciona Teseo en el interior del laberinto. Lorena pensó que ella misma llevaba un día moviéndose en un laberinto, como aquel que Dédalo creó y que le sirvió únicamente de cárcel.

Mientras seguía observando el grifo rampante que ocultaba parcialmente una luna en cuarto creciente, Lorena recordó haber visto esa palabra unas horas antes.

«Tengo que comprobar si mi sospecha es cierta. Debo hacerlo…, o no me lo perdonaré nunca», se dijo.

Siguiendo su instinto, salió del recinto y paró el primer taxi que pasaba. El taxista, al ver surgir del polvoriento taller de los Masriera a una hermosa mujer vestida con un maravilloso traje de noche, pensó estar viendo un fantasma. Unos minutos más tarde, el coche se detenía ante el Palau de la Música.

Lorena, muy concentrada, trató de repetir el camino entre callejas que unas horas antes había memorizado junto a Grieg. Dejó atrás el viejo ateneo y recorrió la calle en la que al fondo brillaban los restos de la muralla antigua. Finalmente se detuvo frente a un viejo edificio en el que descollaban dos grandes arcos medio derruidos, situados entre tres balcones cerrados a cal y canto. Entró en el edificio y cruzó el oscuro vestíbulo decorado con murales que mostraban a un colérico Poseidón.

Encendió la linterna y subió una escalera hasta llegar a la puerta de la Biblioteca Fuera del Tiempo. Allí había un grabado de madera enmarcado entre delicados relieves con forma de hojas de cerezo. Apuntó con su linterna una polvorienta Selene de madera, que sonreía a un sol del que salían afilados rayos. Entre ellos, Lorena distinguió las siguientes letras:

Aetrum

Al apartar el polvo con los dedos, apareció la anhelada palabra:

tesAetrum

Apremiada por el poco tiempo del que disponía, bajó los escalones y acabó de convencerse de que debía averiguar qué clase de aciaga relación unía la terrible frase que Auguste Meyer pronunció en el Liceo con el túnel de la Biblioteca Fuera del Tiempo.

Al llegar al rellano, se colocó delante de la puerta e hizo girar la reluciente mariposa de bronce. Al cabo de unos segundos, vio cómo se encendía el piloto rojo de una cámara de seguridad.

Alguien la estaba observando…

74

Marcel Forné, el librero de la Biblioteca Fuera del Tiempo, fumaba acodado a la mesa de su despacho. Había decidido pasar la noche en vela… Sabía que volvería a ver a Grieg y su acompañante.

Por eso no le sorprendió oír el timbre, aunque sí le extrañó ver una sola cara en la pequeña pantalla del interfono. El librero se desprendió de su bata de boatiné y se recolocó la americana del traje, mientras se dirigía al recibidor. Al abrir la puerta, se encontró a una Lorena maravillosamente enfundada en un vestido de noche. Pero sus facciones preocupadas denotaban que aquélla no era una visita de cortesía.

El librero inclinó la cabeza y alzó las cejas.

—Me alegra ver que no le he despertado —dijo Lorena.

—No debe extrañarse, ya que uno puede entrar en la Biblioteca Fuera del Tiempo a cualquier hora… Siempre y cuando se logre despertar el interés de su guardián. —Con un gesto la invitó a pasar a su despacho—. ¿En qué puedo servirle?

—Verá, abusando de su amabilidad, quisiera hacerle una pregunta relacionada con un asunto que me inquieta.

—Muy importante ha de ser esa cuestión para tratar de aclararla a estas horas —comentó Forné mientras entraban en el despacho.

El librero se sentó en su silla, al lado de su querido cenicero de cristal tallado, rebosante de colillas. Lorena al otro lado de la mesa.

—Señorita… Lorena, ¿no es así? —preguntó el librero—. Veamos… Dígame qué asunto la trae por aquí.

Lorena miró su reloj.

—Disculpe si, apremiada por las circunstancias, voy directamente al grano…

—No se preocupe, ¡dispare! —Forné levantó la mano derecha e hizo el gesto de disparar. Su aparente tranquilidad era una pose tan fingida como estudiada.

—Me gustaría saber por qué en la puerta de la Biblioteca Fuera del Tiempo, y medio oculta por el polvo —Lorena le mostró los dedos tiznados—, figura tallada en la madera una palabra latina que no había visto antes:
Testetrum.

Marcel Forné siguió impertérrito.

—¿Y ha venido a estas horas para preguntarme eso? —inquirió, fingiendo naturalidad.

—Sí, necesito saberlo.

El librero se acarició la calva y encendió un cigarrillo. Tras dar una intensa calada, observó a la hermosa mujer que tenía delante.

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