—¿Cómo?
—Entrégame la levita, la joya y la caja de las
auques.
Durante unos segundos, la amplia balconada se sumió en el silencio, como si aquel tenebroso palacete estuviese situado en algún lugar atemporal.
—Me pides demasiado —intervino al fin Grieg—. Si tú no eres a quien debo entregar la caja, cualquiera de esos tipos armados y vestidos con trajes caros me matará.
—¿Y si realmente lo soy? —preguntó ella.
—Te meterás en un terrorífico asunto… Pero ya que ésa parece ser tu irrevocable voluntad, avancemos pues por el último pasillo del laberinto.
Grieg se separó de ella y le indicó que avanzara unos pasos en dirección a un recodo de la balconada. Ella se dirigió entre sombras al lugar donde él le decía y vio una extraña estatua de piedra: era un Minotauro que sostenía entre sus manos la caja de las
auques,
como si la ofrendara al vacío.
Lorena se acercó a Grieg.
—Confía en mí, Gabriel —le susurró al oído.
—¿Sabes realmente en lo que estás a punto de convertirte?
Lorena observó el rostro del arquitecto y notó las sombras de su profunda turbación. Cogió la mano de Grieg y la acercó a la estatua.
—Gabriel, tócalo; el Minotauro es de piedra. Y el diablo, ya quieran llamarlo Maimón, Amduscias, Barbiel, Behemoto, Bael, Belzebub, Asmodeo o Belial…, únicamente existe en las atormentadas mentes de algunas personas, como la de aquel pobre hombre que nos espiaba entre la vegetación de la Font del Gat. El diablo no me da miedo. Lo que verdaderamente me aterra es que no puedas trabajar en lo que has estado estudiando durante tantos años. ¿No comprendes que te has dejado sugestionar?
Lorena acarició el rostro de Grieg, quien la miró sopesando la verdad de sus palabras.
—Necesito que me entregues voluntariamente la caja, la levita y la joya.
Los dos guardaron silencio.
—No quisiste entregarle la caja al notario —prosiguió ella—, y ése es tu gran problema… Somos los dos elegidos, y ya que tú encontraste la levita, si no me la das por las buenas, te obligarán a hacerlo por las malas.
Lorena señaló arriba, hacia el lugar donde había visto a los escoltas del anciano.
—Te aclararé el dilema que tanto parece afligirte, Gabriel. No existía la persona a la que debías entregar la caja de las
auques.
¿Sabes por qué? Porque tú tenías que quedártela. —Lorena tomó la caja entre sus manos—. Te doy la solución al enigma. Toma, cógela junto con la levita y preséntate en la puerta del notario… Todo lo que ves, y muchísimo más, que ni siquiera puedes imaginarte…, será tuyo para siempre. ¡Venga! ¡Hazlo!
Grieg estaba consternado. Se enfrentaba a un dilema al intuir que ella no había comprendido la verdadera naturaleza del trabajo al que optaba.
—¿No dices nada? Debes entregármelo, Gabriel. Si no lo haces, ninguno de los dos saldrá vivo de aquí. No hay otra opción.
El rostro de Lorena recibía la luz amarillenta que surgía de la ventana del notario. En sus labios se dibujaba una diabólica sonrisa que a Grieg no le pasó desapercibida.
—¿Qué te preocupa tanto de esta simple caja de recortables infantiles? —preguntó Lorena mientras se dirigía hacia el centro de la balconada—. ¿Qué te han dicho o qué has visto en tu camino para hacerte con «la Piedra» y la levita, que tanto parece haberte impresionado? ¿Te inquieta su origen? ¿Acaso la terrible personalidad de su antiguo propietario? —Lorena acompañaba sus palabras con gestos teatrales.
—Esa caja está llena de sombras.
—¿De qué estás hablando?
Lorena abrió la caja y observó las figuras de papel.
—No puede ser, Gabriel… Te creía mucho más listo como para caer en una trampa tan burda. ¿No te habrás dejado impresionar por los pequeños personajes de un teatrillo de sombras? El truco consiste en que, según cómo se coloquen y el tipo de luz que incida sobre ellos, sus sombras adoptan una forma u otra. ¡Ven, te lo demostraré!
Lorena tomó dos personajes y se los mostró. Eran dos figuras que llevaban un gorro con punta: una princesita de cuento y Merlín el Mago.
—Vamos a demostrarle cómo los personajes pueden transformarse en otros muy diferentes —dijo ella haciendo ver que hablaba a las dos pequeñas figuras—. Así ahuyentaremos definitivamente de la cabeza del señor Grieg todas esas tonterías que le hacen ver demonios; en vez de darse cuenta de que sólo son un montón de viejos locos forrados hasta las cejas, y que nosotros, si sabemos mover las piezas adecuadamente, podemos solucionar nuestras vidas para siempre.
A continuación, Lorena volvió a depositar las figuras en la caja.
—¡Fíjate bien, Gabriel!
Lorena traspasó los portones de madera y corrió las cortinas. Con paso decidido, se colocó en el centro del
occultum.
Grieg vio la silueta de Lorena a través de las cortinas. Observó la forma de su vestido de noche, al que se le añadió un volumen insólito cuando tomó la levita del suelo. Entonces Grieg presenció cómo Lorena recolocaba adecuadamente sus ropajes hasta que su cuerpo adoptó la silueta de princesa de cuento, de amplias faldas y ensortijado cabello.
De pronto, se ladeó mediante un brusco movimiento, y como si se tratase de un sibilino juego de magia, se transformó en el príncipe del mismo enigmático cuento. Después volvió a girarse, y tras hacer una reverencia, extendió los brazos como si estuviese agradeciendo unos inexistentes aplausos del público, o quizá para advertir a los guardianes, apostados en lo alto del mirador, que debían retirarse.
Tras unos segundos, levantó los brazos sobre su cabeza hasta formar con ellos la silueta del gorro puntiagudo del mago Merlín, cuya figura se materializó inesperadamente, como en una misteriosa obra de teatro en la que los actores fueran incorpóreas sombras.
En aquel momento, Grieg sintió un escalofrío al intuir que estaba a punto de presenciar lo mismo que descubrió el viejo juguetero en el interior de la cámara oscura. Comprobó que tenía razón cuando vio que Lorena tenía la forma de una terrorífica silueta, formada enteramente de sombras, únicamente visible desde el lugar y el ángulo en el que él se encontraba, y que tan sólo duró un instante.
Al cabo de unos segundos, la mefistofélica sombra volvió a adoptar una forma femenina, que se acercó hacia Grieg, descorrió la cortina de un tirón y apareció con el rostro sonriente y con la levita colgada del brazo.
—¿Qué te ha parecido, Gabriel? Debes convencerte definitivamente de que las sombras son sólo eso, sombras.
Grieg se limitó a mirarla sin pronunciar palabra.
—¿Vas a darme la caja ahora? —preguntó Lorena.
Apareció detrás de Lorena un hombre alto, de cara inexpresiva y mirada fría. Grieg pensó que estaba allí para ser testigo de la transacción que iba a suceder a continuación.
Grieg extendió la mano y le entregó a Lorena la caja de las
auques.
—¡Vete, eres libre! —exclamó ella con la caja en la mano—. Al final del pasillo hay una puerta que no está cerrada con llave. Ábrela y vete. Nadie impedirá que te marches. Dirígete al lugar donde sabes que llegaré antes del mediodía. Allí volveremos a encontrarnos, y no dudes que, para entonces, te recibiré en calidad de notaría.
El primer testaferro del notario, tras solicitar permiso, entró junto a Lorena Regina en la sala contigua al despacho de la notaría.
Con los movimientos propios del más solícito de los mayordomos, colgó cuidadosamente, en un perchero de bronce y madera de cedro, la levita que llevaba prendida de la solapa el Ojo de Geburah. Después hizo una reverencia y se apostó de guardia junto al umbral.
Lorena comprobó que alguien había retirado los viejos tomos y legajos que antes se amontonaban sobre la mesa. Ahora sobre ella sólo había un cortaplumas, un tintero de plata y el libro de protocolo de la notaría. Lorena se colocó junto a la silla del viejo notario y esperó a que él le indicara que se sentara y dejara la caja de las
auques
sobre la mesa.
El anciano dio una calada al cigarrillo y miró a Lorena con cierta envidia. La contempló en todo su esplendor, valorando codiciosamente su talento, su astucia y, sobre todo, su juventud.
—Lo ha conseguido, y la felicito por ello —dijo—. Ha logrado presentarse ante mí con todas las credenciales que le solicité… Por ello, y en cumplimiento de mi meditada e invariable propuesta, únicamente nos falta llevar a cabo el trámite algo tedioso de la estampación de las firmas para que quede reflejado en el libro de protocolo de la notaría el acto sucesorio, del que mi primer testaferro será testigo y ratificará con su firma.
El viejo escribano se levantó y se dirigió hacia el
dominus
que había en la mesa, junto a Lorena, y lo abrió por la última hoja que estaba impresa y marcada con sellos de lacre negro.
A continuación, tomó el cortaplumas, rompió un precinto de papel y colocó el libro delante de ella para que lo examinara. El notario la miró con la condescendencia propia de aquel que, tras luchar en mil batallas para proteger su reino, acaba donándolo a cambio de nada.
—Reconozco que estoy realmente sorprendido por la serenidad que demuestra en un trascendental momento como éste, lo cual constata que mi elección ha sido la correcta.
El viejo notario miró los ojos de Lorena y vio algo en ellos que le llevó a su juventud, a aquel tiempo en que las miradas de los seres humanos aún guardaban algún misterio que él no sabía convenientemente interpretar.
Lorena leyó detenidamente el texto y tomó la pluma blanca de ánade. Empapó su punta en la espesa tinta negra elaborada en el medioevo y escribió una locución latina que significa «tomo el relevo»:
«In locum alicuis.»
Con el rostro impertérrito, estampó su firma en el libro de protocolo. En ese momento pasaba a ser la nueva titular de la notaría.
El anciano hizo un leve gesto con la mano y el primer testaferro se acercó al
dominus
para, con la misma pluma, firmar y ratificar que había asistido como testigo al relevo.
—La ceremonia casi está concluida. —El anciano esbozó una tensa sonrisa—. Ahora procederé a mostrarle las dos salas adjuntas, y espero que cuando las vea… continúe mostrando la misma serenidad.
El viejo se acercó a Lorena, como si quisiera cerciorarse de algo verdaderamente turbador, y miró sus ojos fríos. Lorena tenía una mirada gélida como el hielo; el viejo tuvo un presentimiento monstruoso.
—Acompáñeme. Le mostraré el verdadero corazón de la notaría —dijo extendiendo la mano—. Es un lugar imprescindible en el organigrama del bufete, dado que un laberinto, para no ser una cárcel, debe tener una entrada y una salida difícil de encontrar… —El hasta entonces notario titular hizo una pausa y pareció buscar otras palabras para explicarse mejor—. Toda notaría debe tener un registro que sea público, aunque para acceder a él hay que saber una clave…
El anciano extrajo una llave y se detuvo ante unas letras que estaban talladas en una barroca puerta de madera que protegía un recinto que Lorena ya había visitado esa misma noche:
.Aeternus relictum
Testamentum sapio tristes umbra
Ésta se levantó y extrajo de la solapa de la levita el Ojo de Geburah, y se lo engarzó en su vestido de satén. El viejo se extrañó al ver que Lorena, en vez de dirigirse hacia donde él estaba y proseguir con la ceremonia de traspaso de poderes, se volvía a sentar en la misma silla y extraía de su bolso tres objetos circulares.
El viejo dejó la llave en la cerradura y se acercó a Lorena, observado por su testaferro. Cuando llegó a la altura de la mesa y vio los tres objetos, sintió por primera vez en muchísimos años algo que ya había olvidado: los latidos de su corazón.
Lorena abrió la tapa de uno de los tres objetos circulares, tomó el abrecartas de plata e introdujo la punta en una sustancia viscosa y negruzca, que se llevó la boca, degustándola placenteramente.
El viejo no pudo mantener su eterna contención. Dio un manotazo al aire y el testaferro interpretó aquello como que debía abandonar la sala. Su jefe tenía los ojos desorbitados de ira.
—¡Siéntese! —le ordenó Lorena en un tono de voz que irritó profundamente al viejo, pero optó por hacer lo que ella pedía, a la espera de confirmar sus infames sospechas sobre lo que estaba pasando—. No es necesario que se esfuerce en mostrarme los archivos del
relictum.
Sé que ahí se guardan los testamentos de los muertos en vida. Como nueva titular de la notaría, lo que quiero es que hablemos del
sacramentum.
El antiguo notario sintió, por primera vez en su vida, que tenía los pulmones llenos de humo y le empezaba a faltar el aire.
Lo que acababa de decir la mujer implicaba un profundo conocimiento del funcionamiento interno de la notaría, puesto que el
sacramentum
era la cantidad acumulada a modo de depósito monetario como fruto de la acumulación de bienes que proporcionaban los contratos del
relictum,
y que quedaba en manos del notario.
—Tu ambición no tiene límites… Has ido demasiado lejos, Lorena Regina… Incluso pareces exigirme algo que no te corresponde.
Lorena miró durante unos segundos las inmóviles llamas de los cirios que ardían en el aire, y tras emitir un profundo suspiro, volvió la cabeza y clavó de un modo inmisericorde su mirada en el anciano.
—Alfonsito, has usurpado durante toda tu vida un puesto que no te pertenecía. En una sucia jugada muy digna de ti, te apoderaste del Cetro de la Serpiente, robándoselo al que le correspondía verdaderamente. Ahora yo estoy aquí para que el Ojo de Geburah luzca en el pecho de quien legítimamente lo merece.
Un silencio sepulcral se apoderó de la sala. El viejo se sentía como si hubiera perdido el control de sus músculos.
—Esas dos monedas de oro macizo que he dejado sobre la mesa —continuó Lorena— son las monedas que has estado buscando durante toda tu vida. Puedes quedártelas, pero estoy segura de que ahora ya no querrás hacerlo, porque sabes muy bien que constituyen la prueba irrefutable que demuestra que eres un usurpador.
Lorena abrió el bote circular, que no era otra cosa que una pequeña lata de betún.
—No te conviene que nuestra conversación se alargue demasiado, porque si los que nos esperan fuera llegan a enterarse de quién eres realmente… ¿Te imaginas lo qué podría suceder si les contara las malas artes que empleaste para hacerte con la notaría?