Grieg y Lorena vieron que se trataba del inquisidor al que ella se había enfrentado la noche de Todos los Santos, y que a punto estuvo de quemarlos en la hoguera por brujos.
—Señora… —dijo el hombre cariacontecido—, sabe que puede contar con mi absoluta e inquebrantable fidelidad.
Continuaron observando los rostros de aquellas personas, entre las que Grieg reconoció a varios colegas arquitectos, a los que saludó discretamente cuando él pasó a su lado.
Unos pasos más adelante Lorena se detuvo ante un hombre de pantagruélica papada que iba vestido con un holgado traje azul a rayas, y en el que podía detectarse, por el negruzco color de las yemas de sus dedos, que se trataba de un fumador empedernido.
El testaferro volvió junto a Lorena para hacer las presentaciones.
—Le presento a Marcel Forné… Es descendiente de una familia que está ligada a la notaría desde hace generaciones. Tutela la biblioteca que oculta el archivo público del
relictum.
El bibliotecario, sabiendo que era la primera vez que un nuevo notario quería conocer personalmente a algún miembro de su familia, saludó respetuosamente a Lorena y le entregó el
horarium.
Lorena se dirigió hacia un rincón de la sala, donde, medio oculto por una columna, se encontraba un hombre de aspecto desvalido y que tenía la mirada huidiza propia de un pobre perro apaleado. Llevaba puesto un traje que le iba varias tallas más grande, y daba muestras de que la luz de la tarde le molestase infinitamente, como si lo acabaran de rescatar de un tenebroso infierno tras permanecer allí muchos años. El hombrecillo se mostró asombrado cuando constató que el nuevo notario no era la persona a quien él había entregado el escrito y el sobre, hacía unas horas, antes de que lo rescataran; sino una bella mujer de sedosos cabellos y etéreos ropajes.
—Esta persona es una excepción dentro del organigrama —le reveló el testaferro—. Debo reconocer que no estaba al corriente de su existencia, y que, por expresa orden del anterior notario, permaneció recluido.
—Quiero que supervises personalmente su recuperación física y psíquica —ordenó Lorena—. Recopila toda la información que haya en los archivos acerca de él, y el motivo exacto por el cual el antiguo notario lo recluyó.
El testaferro asintió con la cabeza.
—Que todas estas personas vuelvan a sus ocupaciones —concluyó.
Lorena y Grieg volvieron al despacho. Allí el silencio los envolvió como una cálida y agradable brisa.
—Ya sabes,
Solve et Coagula…
Algo tiene que destruirse previamente si se quiere crear otra cosa —comentó la mujer.
—¿Cómo se resolvió finalmente el asunto del cementerio viejo de Sant Gervasi? —preguntó Grieg.
—Bajo la tumba donde dormía el vigilante, como tú me indicaste, había depositada una gran cantidad de oro, que tras el relevo en la notaría no creí conveniente que continuase allí, y ya ha sido debidamente trasladada y depositada en otro lugar mucho más seguro.
—Temo por la suerte de los dos tipos, tanto por la del viejo como por la del calvo arrogante.
—Vayamos por partes… El viejo se suicidó bebiéndose de un trago el contenido de todas sus cápsulas.
—¿Por qué llevaba a cabo una vigilancia tan extraña?
—Por los contratos, las hipotecas vitales, los planes estructurales estratégicos definidos por los antiguos notarios… ¡Qué sé yo! El laberinto es inmenso y las pasiones de las personas…, tan grandes como impredecibles.
—¿Y el calvo?
—El problema causado por ese tipo ya es historia —contestó Lorena—. Por lo visto, se le aplicaron grandes dosis de su propia medicina, y te aseguro que la «terapia» le ha sentado de maravilla, ya que está plenamente convencido de que no le conviene estar a menos de cinco mil kilómetros de distancia del lugar en el que tú y yo nos encontremos…
Lorena guardó silencio. De repente, extrajo del cajón de la mesa un documento que Grieg inmediatamente reconoció como el contrato que había firmado con el antiguo notario.
—Y ahora ha llegado el momento de que me ocupe de ti…, mi dilectísimo Gabriel.
Lorena se encontraba en su dormitorio, acercándose lentamente a la persona que había firmado el contrato que llevaba en su mano izquierda, y que le comprometía de por vida con la notaría de la que ella era titular.
—Gabriel, aún no me has contado cómo lograste que nos dieran un trato tan preferente en el Hotel Avinyó.
—Eché mano de mis contactos —respondió Grieg—. Hace algunos años participé en el diseño y en la construcción del hotel… Me debían un favor, y pensé que había llegado el momento de hacerlo efectivo.
—Esto es para ti —dijo ella tendiéndole el contrato—. Te aseguro que no lo he leído, aunque reconozco que me intriga muchísimo saber cómo llegó a captarte el antiguo notario.
Grieg suspiró de alivio al recuperar aquel infame documento.
—Una persona que estaba presente en el «besamanos» de esta tarde —repuso él—, donde por cierto has sabido moverte como pez en el agua, me aconsejó no hablar de ese tema con nadie.
Grieg le acarició el pelo.
—¿Qué sucedió?
—Básicamente, no tuve en cuenta las consecuencias que podría acarrearme el hecho de no investigar los misterios que se ocultaban en los subterráneos de una insignificante capilla, a cambio de ayuda en los comienzos de mi carrera profesional.
—Quizá tengas razón y sea mejor no hablar de ello —sugirió Lorena—; aunque quiero agradecerte tu valiosa ayuda, sin la cual jamás habría podido alcanzar mi objetivo.
Lorena miró otra vez la levita, perfectamente colocada sobre un galán de noche, en la que «la Piedra» brillaba al sol del atardecer.
—No hace falta que seas tan modesta, Lorena —dijo Grieg mientras le acariciaba una pierna—. Cuando usas el adverbio «jamás» no tienes en cuenta la inevitabilidad de tus propósitos, que tan bien supiste esconder hasta encontrar el momento de mostrar tus cartas.
Lorena soltó una carcajada.
—Me halagas, pero sin todas las revelaciones que me contaste en la
suite
del Hotel Avinyó… Y el toque maestro que suponía llevar encima el betún de azúcar… ¿cómo lo conseguiste?
—Durante algún tiempo investigué los orígenes del antiguo notario, pero decidí que era mejor esperar a que se olvidase de mí. Al final no fue así…, y de pronto, llegaste tú.
—¿No te interesa saber cómo convencí al notario? —preguntó Lorena.
—Cuando recorríamos la senda esencial, me percaté de que no perdías detalle; especialmente cuando descubriste que las dos monedas eran de oro, y no de plaqué, lo que significaba que fueron escondidas durante el periodo del antepenúltimo notario… y tú dedujiste que, seguramente, el viejo del puro se la jugó.
En ese momento Grieg sacó de su chaqueta un sobre y un extraño objeto circular, que depositó sobre la cómoda.
—El resto del misterio está encerrado en el interior de esos dos arcanos… —indicó.
Lorena se acercó y observó el negruzco recipiente.
—¿Eso es lo que yo creo? —preguntó sin apartar la vista del crisol.
—Me temo que sí.
—¿Donde lo encontraste?
—En el lugar donde el antiguo notario recluyó al suizo que vino a elaborar un informe sobre el oro alquímico que presuntamente se fabricó en Barcelona. El hombre pagó muy caro descubrir un turbio asunto en torno al relevo de la notaría, pero dejó una críptica pista en el cráneo de don Germán, para que alguien tan especial como tú la descubriera mientras recorría la senda esencial.
Ella se quedó pensativa.
—Voy a recuperar mi libertad, Lorena —dijo Grieg tomando entre sus dedos el encendedor—, y si es cierta la teoría de los seis grados de separación…
—He oído hablar muchas veces de eso.
—Bien, pues en mi caso, para llegar a conocerte a fondo, tuve que pasar por seis procesos de purificación alquímica.
Lorena volvió a mirar el interior del pequeño crisol que Grieg había rescatado del horno alquímico donde estaba encerrado aquel pobre hombre, y vio que en el mismo centro del mazacote brillaba una sustancia dorada.
Aquel reducido núcleo, debido a un accidente circunstancial, fue olvidado durante décadas. En ese tiempo, el contenido del pequeño crisol fue sometido a un metaproceso alquímico que había creado una pequeña cantidad de materia que brillaba con la misma intensidad que el oro. Lorena miró fijamente el núcleo dorado e intuyó que la hoja que detallaba aquel proceso alquímico podría encontrarse en el interior del sobre que Grieg había depositado sobre la cómoda de madera de cerezo.
—Escúchame, Lorena… —Grieg cogió un encendedor—. Para llegar a donde ahora estamos, los dos tuvimos que someternos a cuatro de los seis procesos alquímicos: la calcinación, la putrefacción, la destilación y la conjunción…
Grieg dobló en cuatro pliegues el contrato diabólico que le unía fatalmente a la notaría y le prendió fuego, y tras ello lo introdujo en el pequeño crisol alquímico.
—Tú eras la experta en el tema. ¿Cuáles son los dos procesos que faltan?
—La sublimación y la coagulación —contestó ella, absorta en la llama.
—Si he tenido que recorrer contigo todo este camino para poder ser mejor persona y poder mirarme en tus ojos sin miedo, lo doy por bien empleado. No me arrepiento de nada, Lorena, pues, al final del proceso, he conseguido algo más preciado que el oro.
Lorena se acercó a Gabriel hasta acoplar perfectamente su cuerpo al de él, y miró fijamente sus ojos verdes en los que todavía brillaba el reflejo de la llama.
—El sobre que está en la cómoda me lo dio alguien que creyó que yo sería el nuevo notario, y quiero que se lleve a cabo su voluntad —dijo Grieg abrazándola—. Me he fijado en que los notarios no intervenís personalmente; todas las gestiones las hacen intermediarios y edecanes. Por eso sé que no impedirás que ese sobre llegue a su destinatario.
Lorena sonrió y empezó a desvestirse junto a la cama. Grieg pensó que quizá tan sólo quería inquietarle, mostrándole el esqueleto alado que, partiendo de su costado, parecía ir en busca de la rosada areola de uno de sus hermosos pechos.
Praga, ochenta y siete días más tarde
Era pleno invierno, pero la temperatura que marcaban los termómetros aquel atardecer de finales de enero resultaba realmente primaveral.
Lorena Regina y Gabriel Grieg se dirigían al Callejón del Oro, mientras el cielo iba tiñéndose de un resplandor rojizo que se extendía por las calles de Praga y el sol se iba ocultando tras la cima del Monte Petrin.
Lorena estaba radiante. Iba vestida con un elegante chaquetón negro de solapas subidas, mangas japonesas y tejido adamascado, que incorporaba un prodigioso bordado dorado en forma de dragón. Completaba el conjunto unos pantalones estrechos negros y unos zapatos de tacón alto. Grieg llevaba puesta su habitual indumentaria: chaqueta de piel negra, camisa oscura y pantalones vaqueros algo desgastados.
La pareja se detuvo junto a una de las majestuosas estatuas que pueblan la ciudad, junto a un edificio de estilo
art nouveau.
Grieg llevaba en la mano un cuadernillo dorado, en cuya tapa se distinguía claramente el callejón al que se dirigían: el Callejón de los Alquimistas, tal como la leyenda lo representaba en el siglo XVII.
En el lujoso catálogo destacaba un elegante reloj. Era una joya excepcional: se trataba del primer reloj de la historia fabricado parcialmente con el codiciado oro alquímico, que tan desesperadamente trataron de conseguir los alquimistas. La presentación del reloj alquímico tendría lugar al cabo de media hora en uno de los salones del nuevo palacio en el castillo de Praga, durante un acto que continuaba con la ambiciosa promoción mundial del producto iniciada en el Teatro del Liceo de Barcelona y el Coliseo de Roma.
Grieg abrió el magnífico catálogo y analizó la impactante campaña de
marketing
que la compañía relojera del trébol dorado había organizado para promocionar el reloj. Consistía en recrear la Calleja Dorada tal como era en el siglo XVII, para que los ciudadanos y los turistas pudiesen visitarla.
Grieg comprobó, admirado, que la realidad parecía mezclarse con el argumento del relato corto que adjuntaba el catálogo. En él se narraban las sensaciones que embargaban a un banquero alquimista veneciano, que veía por fin cumplido el sueño de poder tocar el oro alquímico que se producía en aquel callejón, bajo el mecenazgo del emperador Rodolfo II. Grieg levantó la vista, y al descubrir el mismo cartel de madera labrada que veía el banquero en el relato, se sintió embargado por la misma maravillosa y atemporal sensación.
ZLATÁ ULICKA
Al igual que al banquero del relato, a Grieg no le costó imaginarse el aspecto de aquella calle, cuatro siglos antes.
El banquero veneciano, incluso antes de distinguir la tenue luz de la antorcha que iluminaba el tenebroso callejón, ya percibió en el aire un sulfuroso efluvio que salía como en una nube.
Se decía que aquel olor podía transformar a los mendigos en caballeros y a los desheredados en poderosos señores feudales. Convertir a los siervos en emperadores y trocar los súbditos en reyes.
La emanación se propagaba en el aire como un hálito irritante, y surgía con fuerza hacia las alturas desde las chimeneas de unos crisoles situados en cada una de aquellas pequeñas casas del singular callejón. Únicamente en ese callejón, pegado a la muralla norte del castillo más grande de Europa, se producía aquella insólita concentración de hornos alquímicos…
Lorena le quitó el dorado catálogo en el mismo momento en que ambos entraban en el recreado callejón.
—Algunos dicen que la vida… —Y esbozó una radiante sonrisa mientras le mostraba un pase a una mujer uniformada que lucía una placa de
Dopravní Policie
—… es como la buena literatura: mientras queden páginas o días, hay que saborearlos intensamente antes de que se acaben. Hoy permíteme que escoja la vida.
La pareja recorrió el callejón observando la detallada recreación, hasta que Lorena optó por introducirse en uno de aquellos laboratorios alquímicos. En la estancia se encontraban una gran cantidad de polvorientos volúmenes, que se apilaban desordenadamente unos sobre los otros en viejas estanterías de madera. Un cúmulo de objetos y herramientas abarrotaban el suelo, entre alambiques y matraces de cristal, repletos de líquidos de tonalidades verdosas.