Ellos también entraron en el ascensor, tras ella, cediendo ambos gentilmente el paso. Era un espacio amplio, cubierto de espejos, con marcos dorados que iban del suelo hasta el techo, y a uno de sus lados —el derecho, según se entraba— se hallaban los bruñidos botones de las distintas plantas del gran hotel.
Un educado botones les pidió el piso al que se dirigían, y enseguida pulsó el que ella le indicaba, y al que se sumaron los dos varones asintiendo levemente con la cabeza. Todos iban al mismo piso, a la planta 14 del fastuoso Ankisira.
La bella rusa se dirigió al restaurante, y Alex y Klug entraron tras ella, siguiendo el compás de sus bien formadas caderas.
Ella se sentó en una mesa, junto a los grandes ventanales, desde donde la ciudad semejaba una maqueta dominada por las pirámides de la impresionante explanada de Gizah, que se alzaban desafiantes, orgullosas de su poder intemporal, tocando el cielo como si realmente llamasen a su puerta.
Klug y yo nos acomodamos a cierta distancia de aquella impresionante belleza que uno se llevaría sin duda a una isla desierta para lo que todos pensamos… Calculé que, año arriba o abajo, ella y yo teníamos una edad similar.
Ubicados por el jefe de planta en el centro del comedor, esperamos a que se acercase un solícito camarero; pero eso sí, sin poder quitar el ojo de encima a aquella espléndida mujer de inequívoca etnia eslava y que ahora parecía formar parte del bello paisaje nocturno que se ofrecía a nuestros ojos.
Dos grandes lámparas de cristales, estilo Imperio, de 1890, iluminaban el lugar, apoyadas por luces indirectas que ofrecían su luz desde los barrocos apliques que adornaban las paredes.
Isengard tenía alquilada otra habitación para él. En realidad había llegado mucho antes que yo, y luego había seguido cada uno de mis movimientos. Ahora pasaba la mayor parte del tiempo en la mía, planificando y materializando en todo lo posible nuestros próximos y decisivos pasos a seguir.
Se había hecho de noche y antes de retirarnos, habíamos decidido comer algo ante la primera llamada del estómago. Ahora nos alegrábamos de que así fuera, pues de otro modo nos hubiéramos perdido aquel bello espectáculo, y no me refiero precisamente a las pirámides más célebres de todos los tiempos, que siempre están ahí, esperando al turista de turno.
Yo, pues eso, aún estaba soltero; a pesar de lo cual siempre conseguía acompañante ocasional para acudir a las fiestas donde debía estar. Por esta misma razón me preguntaba cómo una mujer como aquella, con un cuello grácil como el de un cisne, con una belleza que inducía taquicardias, podía encontrarse cenando sola. Cualquier respuesta mental que obtenía al instante me parecía totalmente absurda.
Resultaba harto evidente que la bella desconocida no esperaba a nadie, pues en aquel mismo momento entregaba la carta al camarero tras pedir algo ligero para cenar. Además de tan completa en todo lo que estaba al alcance de la vista —y lo que se intuía—, la imaginé como en realidad debía ser: apasionada, audaz, romántica, sensual… Ésa podía ser una cara de la moneda, ya que el reverso igual presentaba un carácter dominante e irreflexivo a partes iguales.
Los ojos vivarachos de la joven reportera se movían inquietos y controlaban discretamente a los dos varones de distinta edad que no parecían tener una conversación lo suficientemente interesante, pues toda su atención estaba obstinadamente centrada en su llamativa persona.
El pulso se le aceleró a Krastiva cuando el más alto y joven se levantó con decisión para dirigirse en línea recta hacia su mesa. No supo entonces si echar a correr, o bien tratar de disimular contemplando la magnífica vista nocturna de El Cairo. Hasta entonces, no había pensado que podían ser ellos los que la seguían. Su rostro se demudó, y el terror le paralizó los músculos como pocas veces en su vida.
En aquel momento el salón se hallaba profusamente iluminado, con unas doce personas que se disponían a cenar. «Quizás esto sea una protección. Estoy en un hotel», se dijo a sí misma para darse ánimos, e intentando mantener la compostura en un lugar público con un acopio de valor extra.
—Perdone la intromisión, señorita… —Me fijé que una arruga de preocupación surcaba su entrecejo—. He observado que cena usted sola, y me he permitido acercarme para invitarla a que se siente con nosotros. —Le hablé en inglés con voz suave y profunda. Lo hice matizando cada palabra con sumo cuidado. Ya más crecido por mi iniciativa, continué hablando con mucha calma—: Si a usted le agrada, por supuesto… Egipto es un país tradicionalmente hospitalario, pero creo que siempre se disfruta mejor en compañía. —Le sonreí cautivadoramente. Uno es muy consciente de su carisma en momentos así.
Los hermosos ojos de aquella tía buena aletearon como las alas de una mariposa a la que se interrumpe cuando está libando. Me miró a la cara y supo que no podría negarse. Hubiera sido difícil para ella alegar un pretexto plausible para no incorporarse.
Asintió levemente, mucho más relajada ya, pero lo hizo con aire ausente. Yo creo que se sintió débil y rendida. Así que le tendí mi mano izquierda, haciéndolo con la innata elegancia de un consumado
gentleman
londinense en las carreras de Royal Ascot, y ella la tomó dócilmente y se levantó, dispuesta a acompañarme.
La eslava me siguió con una mezcla de complacencia y aprensión, mientras Klug me observaba boquiabierto.
Hendido de orgullo varonil, siendo ahora el centro de todas las miradas, le hice una discreta seña al camarero que nos servía con la otra mano, y éste, muy diligente, se dispuso a trasladar su cubierto a la mesa en la que nos encontrábamos instalados el anticuario vienés y yo.
Después, tópicos al margen, hubo las presentaciones de rigor, empezando yo por las nuestras, y ella hizo lo esperado sobre su persona entre gente con educación. Lejos de ser trivial, la conversación pudo fluir con total naturalidad al tomar el hilo de nuestras respectivas actividades profesionales, anécdotas incluidas para romper el hielo. Digamos que, al fin, se la veía relajada a tan increíble mujer del Este de Europa.
—¡Qué interesante es lo que cuenta! Su trabajo tiene algunos aspectos comunes con el mío. Yo busco piezas antiguas, y usted, claro, secretos que revelar a la opinión pública. No hay duda de que en ambas profesiones el secreto nos motiva —dije acercando el rostro al de Krastiva y bajando la voz en tono marcadamente confidencial.
—Nunca he podido retraerme cuando un enigma aflora. Es algo que logra captar mi atención de inmediato… —me respondió ella, sonriendo luego seductoramente. Mi cliente y yo estábamos descubriendo los matices de su voz, que era inusitadamente agradable y suave. Tras una breve pausa ella añadió—: Estoy segura de que puedo ayudaros. —Ya empezaba a tutearnos. Intentaba que nos relajáramos y confiáramos más en ella.
La Iganov debió calcular que nos traíamos algo gordo entre manos. No sabía aún, claro, que aquello era como un pálpito, algo consustancial en ella, lo que se repetía siempre que un misterio rondaba cerca de su vida. Conocer los entresijos de aquel poderoso jeque del petróleo, que había ordenado perseguirla y quizás asesinarla, casi le cuesta la vida; y ahora, cuando su mente apenas se había repuesto mínimamente, ya deseaba sonsacar información a sus compañeros de mesa. ¿Deformación profesional? ¿Insaciable curiosidad femenina? Dominar estos rasgos de su singular personalidad le resultaba del todo imposible.
—Verás… —la tuteé por primera vez, tomándome esa confianza para sentirme más cómodo ante su turbadora presencia, que, lógicamente, ya me había provocado dos punzadas de lascivia al asomarme a su escote—. Esto es un asunto privado entre mis clientes y yo, además de ser delicado y peligroso…
Ella asintió.
—Todo eso surge cada día en mi vida cotidiana. Os doy mi palabra de que el secreto profesional es imprescindible para mis colegas y, por supuesto, para mí. —Oírla expresarse en esos términos de firmeza y ética me tranquilizó bastante.
Isengard se mostraba escéptico.
Nos hallábamos sentados ante una mesa ubicada en el centro del salón, y afortunadamente nadie se había situado cerca de nosotros.
A Krastiva le extrañaba que sólo respondiera aquel hombre joven, seguro de sí, y de modales perfectamente calculados. Era agradable, incluso atento, tanto como frío y distante resultaba su maduro acompañante, prácticamente convertido en un convidado de piedra.
Su gran instinto de periodista experimentada se hallaba ya en alerta roja. Allí había sin duda un buen reportaje. ¿O tal vez algo más asombroso todavía? Tenía que averiguarlo. Para ello, si hacía falta, era muy capaz de usar sus armas de mujer de infarto.
Klug y yo nos mirábamos en silencio unos instantes, interrogándonos sin saber qué demonios hacer con ella. En el ínterin, comenzaba a reprocharse haber cedido a mi incontrolable deseo de conocer a una beldad que emanaba un halo de seducción en torno de sí. Era como una princesa rusa de cuento, surgida de las estepas para alegrarme la vista en medio del lío en que me encontraba.
Ahora bien, ante su mirada inquisitiva, en medio de aquel pesado silencio de los tres, se imponía una respuesta clara, contundente, realmente definitiva; pero he aquí que yo babeaba por la eslava. Me faltaba voluntad para alejarla para siempre de mi vida…
El anticuario parecía sorprendido e intrigado, pero sus dientes postizos, bien apretados, no auguraban precisamente nada bueno.
Krastiva notó la tensión que había creado al presionarnos, y observó cómo nosotros no nos decidíamos. Llegado este punto, podía salir discreta y educadamente, por supuesto que sí; pero no iba a hacerlo por nada del mundo. No quería rendirse justo ahora, cuando sabía con certeza que estábamos a punto de ceder ante su increíble seducción. Aguantaría hasta el final nuestra presencia en la planta 14, aunque el hombre de más edad le tiró un cubo de agua helada sobre sus nuevas ilusiones periodísticas.
—Lo siento —intervino al fin Klug con voz seca, en vista de la indecisión en la que me veía al estar totalmente embobado ante la belleza rusa—, señorita Iganov… —La observó con todo detenimiento desde sus ojos azules, algo saltones, antes de seguir hablando—: Créame si le digo que nos gustaría poder informarla de todo el asunto; pero no, no nos es posible.
—Si usted lo dice… —replicó ella con un leve deje sarcástico.
—Ya ha habido demasiados muertos —se limitó a decir mi compañero de búsqueda.
Sin embargo, antes de concluir su respuesta el vienés ya se había arrepentido de ello. Al acabar, se mordió los labios a la vez que me miraba, implorando mi perdón. Había pretendido ayudar, y sólo lo había empeorado.
Ella lo miró desafiante. Su estudiada réplica nos dejó desarmados, sin más argumentos que oponer a su colaboración, ante su aplastante confesión.
—Mi vida ya está amenazada… —Hizo una pausa, y en ese instante su cara se contrajo penosamente mientras, al menos aparentemente, se esforzaba en continuar—: Me enviaron a investigar a un grupo saudí de finanzas que, además de especular con el petróleo, adquiría esclavos traídos del África negra; y eso sucede en pleno siglo
XXI
… —Sonrió con tristeza—. Hice el reportaje, pero fuimos descubiertos… Mataron a mis dos compañeros —relataba mientras sendas lágrimas brotaban de sus ojos al recordar a sus colegas muertos— y me han perseguido durante cinco días de infarto… La cinta está camino de Viena, pero yo sigo estando aún en peligro.
¿Era sincera? ¿Tal vez estábamos ante una consumada actriz? El caso es que la presunta sinceridad de Krastiva Iganov nos impresionó a los dos, dado que en ningún momento habíamos supuesto que alguien más tuviera sobre sí la amenaza de la parca como la teníamos nosotros, y mucho menos la espléndida mujer que se hallaba delante de nosotros. Miré a Klug, y éste comprendió al instante que le iba a hacer partícipe de nuestra particular odisea. No podía evitarlo ya.
Le relaté a ella los acontecimientos acaecidos hasta aquel momento sin omitir nada, prestando atención a la expresión de su cara, que iba cambiando inconscientemente, según avanzaba en mi relato. ¿Nos tomaría por locos?
—Como ves. —La volví a tutear—, nos hallamos en medio de una complicada situación, en una huida siempre hacia adelante.
—Ya veo… Conozco bien Egipto, pero ignoro todo lo que se refiere a las dinastías de los faraones, sus obras, épocas y todo eso —admitió con voz queda, y mientras se encogía de hombros.
—Si unimos nuestros esfuerzos, quizás podremos protegernos mejor unos a otros —señaló Klug en tono neutro, aunque haciendo acopio de valor.
Complacido como pocas veces en mi vida, bebí un sorbo de la copa de vino griego, un tinto Retsina, con la que, nerviosamente, había estado jugueteando a lo largo de toda la conversación. Pero luego, muy serio, me encaré directamente a Krastiva con voz grave.
—Esto no es un juego, ni podrás escribir probablemente nunca un reportaje sobre esta historia, a pesar de que pueda ser un gran descubrimiento… —le pedí con tono apremiante—. Además, no sabemos cómo acabará… ¿Crees que podrías someterte a estas duras condiciones? —pregunté a la rusa, mirándola fijamente a la cara.
Por unos momentos, la guapísima profesional de la información, ahora con el semblante muy serio, sopesó lo que yo mismo acababa de exponerle con toda frialdad. En unos segundos se habían acabado las sonrisas. No resultaba fácil para su instinto de trabajo renunciar a escribir sobre lo que podría ser el mejor artículo del siglo, ¡qué digo!, del tercer milenio después de Cristo. Así las cosas, fiel a su estilo, siempre con suma habilidad, ella decidió no comprometerse de un modo decisivo.
—Prometo solemnemente no revelar información ni escribir sobre nada siempre que estemos de acuerdo los tres —prometió Krastiva con fervor—. Pero si cuando concluya esta aventura es posible hacerlo, sin riesgo para nosotros, entonces es posible que sí lo haga… Me gusta ser sincera… Ésas son mis cartas.
—Pero… —repliqué, lacónico, tras un breve silencio, casi en un susurro de súplica.
—Lo siento, pero no puedo hacer otra cosa —dijo con voz displicente.
Klug Isengard asintió.
—Al menos para mí, es suficiente con eso —repuso con un mínimo de satisfacción.
Respiré aliviado.
La conversación derivó más tarde a temas más convencionales, triviales en realidad. Habíamos dado por hecho que ésas serían las condiciones de nuestro particular pacto. Poco sospechábamos entonces que las circunstancias iban a jugar en contra, y tampoco que el resultado de aquella asociación iba a ser muy otro…