—Hay demasiadas grietas —señaló Amhai.
—Y muchas rocas de gran tamaño que se han ido desprendiendo de la pared.
—Sí, eso es lo que me hace concebir la esperanza de que comunique con el exterior —dijo Amhai con mayor convicción.
Ante ellos, casi rozando el techo de la caverna, una roca muy alta y de gran tamaño parecía hacer las veces de columna maestra. Descubrieron que tras ella había una oscura hendidura abierta.
—¡Aquí hay algo! —gritó por fin un soldado algo más abajo.
Inmediatamente, resbalando entre las piedrecillas que se acumulaban en las rendijas de las rocas más grandes, Amhai y Nebej descendieron presurosos hasta el lugar en que se hallaba el hombre de armas.
—Esto es un símbolo parecido a los nuestros, pero no lo reconozco. —Indicó el soldado el signo grabado en la piedra.
Amhai se acercó y lo miró con gran interés.
—Es el símbolo del dios Apedemak, el dios león. Aquí cerca ha de estar la salida —conjeturó, nervioso.
Rodeó la piedra y un nuevo signo apareció. Era un ibis sobre el cual un ojo parecía flotar.
Impaciente, Nebej torció el gesto.
—¿El ojo de Horus? —preguntó desconcertado.
—En este caso debe señalar algo concreto —replicó con un asomo de sonrisa—. No creo que tenga un significado religioso. Aquí no.
—El ibis vuela alto y el ojo indica la dirección para ir a algún lugar… —precisó Nebej.
El visir frunció el ceño y asintió pensativo.
—¡Eso es! —exclamó levantando los brazos hacia el techo—. Para irse… ¡Sígueme! —le señaló, entusiasmado, trepando con casi la agilidad de un gamo.
Cuando Amhai estuvo de nuevo frente a la hendidura, tras la roca, que parecía sujetar el techo de la caverna, metió la antorcha en ella y comprobó que, aunque muy estrecha, permitía sin dificultad el paso de un hombre.
—Es por aquí. —Les miró con aire triunfal mientras mantenía la antorcha dentro del estrecho paso.
De uno en uno. Cuatro egipcios fueron introduciéndose en la hendidura para salir al exterior.
En los navíos, la tensa espera parecía alargar el tiempo. Desde ellos podían observar el bailoteo de las luces que, a modo de luciérnagas, parecían ejecutar una danza ritual. Eran las antorchas que portaban los exploradores y que de pronto desaparecieron. Ante los expectantes ojos de los egipcios las luces dejaron de brillar en uno de los lados de la gigantesca gruta.
Dos horas más tarde, Amhai, Nebej y dos soldados reaparecieron en el interior de la caverna.
—Haced señales con las antorchas al otro grupo para que desciendan hacia la playa —ordenó el visir a la pareja de militares que había aguardado pacientemente dentro de la caverna—. Hemos hallado la salida hacia la superficie. Ya no es necesario seguir buscando más.
Los soldados cruzaron tres veces las antorchas de un lado a otro, y luego comenzaron el descenso tras Amhai y Nebej. Las níveas túnicas de éstos aparecían sucias y parcialmente rasgadas. Pero sus caras evidenciaban alegría por haber encontrado el acceso a la superficie. Bajaban tan aprisa que en un par de ocasiones estuvieron a punto de caer rodando.
—Mi señor —se dirigió, respetuoso, Amhai a Kemoh en cuanto subió a la birreme almirante—, ya hemos encontrado la salida al exterior. Hay que organizar la salida y posterior marcha hacia las ciudades de Meroe.
El faraón asintió meditabundo.
—Tardaremos al menos una semana en salir todos —respondió tras un largo silencio—. Habrá que levantar un campamento allá afuera que reciba a los que vayan llegando de esta gruta.
El visir le dedicó una reconfortante sonrisa a su jovencísimo soberano, pero Nebej frunció el ceño, preocupado.
—Las mercancías que llevamos a bordo no podrán pasar por un paso tan estrecho, al menos no los cofres —admitió con franqueza.
—No te preocupes. Abriremos un acceso nuevo o agrandaremos el ya existente. Dejaré aquí —señaló a los barcos— un retén de guarnición —le tranquilizó Kemoh.
Los ojos de Nebej se iluminaron.
Ocho barcas fueron trasladando a los viajeros hasta la playa de pequeñas piedras y, una vez allí, fueron ascendiendo en fila de a uno por entre las rocas para ir desapareciendo en el interior de la hendidura.
Durante gran parte del día el proceso se fue repitiendo vez tras vez, de forma lenta pero muy ordenada.
Cada uno de los egipcios fue llevando consigo objetos de pequeño tamaño, de oro, de plata… Era todo cuanto podían pasar por aquella estrecha abertura que, serpenteando, ascendía suavemente. Al llegar al final, una gran boca de corte irregular se desplazó a un lado dejando franca la salida.
El aire ardiente del desierto, que estaba formando remolinos, silbó sobre sus cabezas como el espíritu de los que han sido olvidados y claman por su atención. A un
khet
de distancia fueron alzando el campamento provisional en el que iban a residir temporalmente.
Igual que industriosas abejas, centenares de egipcios fueron agrandando el campamento a medida que emergían de las profundidades rocosas, hasta que éste ocupó una amplia extensión de terreno.
Si se hubiera podido observar todo desde el aire, a vuelo de buitre carroñero, se hubiera visto el improvisado campamento como un enorme disco conformado por círculos concéntricos, cuyo punto central era la tienda más grande, la del faraón no coronado Kemoh y también la de su fiel visir, a los que acompañaba, dado su nuevo estatus, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra.
Amhai reflexionó un instante.
—¿Qué hacemos con los tesoros que no hemos podido sacar a la superficie? —preguntó con escepticismo—. Quedan al menos una decena de grandes cofres que guardan cada uno, en su interior… —Se aclaró la garganta—, la imagen de un dios egipcio de oro puro.
—Si no podemos sacarlos, habremos de prescindir de ellos —razonó Kemoh. Después esbozó una suerte de sonrisa cohibida.
Nebej lo miró de arriba abajo con los ojos entrecerrados.
—Yo me encargaré de extraerlos —se ofreció Nebej, seguro de sí.
Amhai y Kemoh se miraron sorprendidos y con los ojos hablaron sin pronunciar palabra.
El joven faraón asintió sin demasiada convicción.
¿Era posible que Nebej pudiera abrir la roca misma? ¿Tal era el poder de Amón-Ra?
El visir hizo un gesto indefinido. Kemoh, por su parte, se encogió de hombros, risueño.
En la gran tienda del faraón no coronado, azotada por el aire ardiente del desierto que transportaba arena, erosionando cuanto hallaba a su paso, los tres hombres en cuyas manos estaba el destino final de su estirpe planificaban cómo ocultar su rastro, guardando a buen recaudo, para una posible huida en caso de necesidad, los cuatro navíos una vez sacados de éstos sus dioses de oro.
Por cuenta del Santo Padre
E
l automóvil circulaba a una buena velocidad, cruzando el desierto en paralelo al Nilo como un animal metálico que huyera de un temible depredador.
Las ventanillas permanecían abiertas y el aire golpeaba nuestros rostros a la vez que llevaba a nuestros oídos el único sonido existente. Era el producido por el roce de los neumáticos contra el pétreo y arenoso suelo del Sahara, haciendo saltar las piedras más pequeñas como diminutos insectos arrollados por el poder humano.
En el aire flotaba, a medida que reducíamos distancias con el gran río, el delicado aroma que desprendía la tierra limosa y húmeda de sus orillas y, a lo lejos, comenzaban a aparecer los cuadrados de tierra labrada donde la brisa ondulaba los campos de índigo entre sicómoros y bananos de lujuriante follaje.
Era la orilla oriental, donde la verde esmeralda vegetación desafiaba la sequedad y la muerte amparándose en su poderoso aliado acuático. El trecho del Nilo, junto al que rodábamos en ese momento, era más estrecho que el resto. Permitía observar mucho mejor la otra orilla, la occidental, que aparecía como una parcela de vida.
Hice una mueca furtiva.
Miré a Krastiva y luego a Klug. Parecían dos niños que hubieran hecho algo malo y esperasen su correspondiente castigo. Ambos permanecían mudos, muy ensimismados en la profundidad de sus propios pensamientos.
—¿Estáis bien? —pregunté retóricamente para romper aquel ansioso silencio—. Debemos reponernos y proseguir. Ahora, lo más importante es sobrevivir. —Después me pasé el revés de la mano izquierda por la barbilla, a contrapelo.
Krastiva esbozó una forzada sonrisa. Después suspiró elevando y bajando el pecho, y dejó que unas lágrimas resbalaran dócilmente por sus mejillas.
El austríaco asintió de mala gana. Observé que parpadeaba nerviosamente y sus manos luchaban una con otra, intentando entrelazarse y desentrelazarse.
—¿Nos volverán a localizar? —me preguntó, temeroso y mirando hacia el fondo de la pista.
—Sí, seguro que sí —repuse con voz queda, volviendo la cabeza de nuevo—. Y habremos de estar mejor preparados. Si podemos… —insistí al ver su huidiza mirada—. Ahora tenemos armas. —Krastiva bajó los ojos y meneó la cabeza—. Bueno, las pistolas —arguyó con un tono de voz que dejaba traslucir su renacida ira.
—O ellos o nosotros —dije. Y luego—: Esto parece que va en serio —pronuncié con expresión adusta—. ¿No lo veis así? —Reconozco que la pregunta era desganada, mecánica.
—Por supuesto que sí —repuso la periodista asintiendo enérgicamente.
La monotonía del árido y hostil paisaje nos permitió, sin embargo, reponer la estabilidad mental que habíamos perdido y así recuperarnos del
shock
sufrido tras la intensa tensión producida por aquella tenaz persecución.
—Estamos llegando —anunció el taxista con tono neutro. Yo creo que lamentaba el cercano fin de la aventura que, sin lugar a dudas, le había aportado fuertes sensaciones nunca vividas con anterioridad. Por suerte, su taxi sólo presentaba un par de agujeros de bala en la parte trasera de la carrocería.
—Es verdad… —comentó satisfecho—. El río se ha ensanchado considerablemente. ¡Mirad! Hay un par de cruceros de lujo que se acercan —confirmé.
—Eso nos complicará las cosas —dijo con resabio la rusa—. ¿No lo crees? —inquirió frunciendo el entrecejo.
Esbocé una sonrisa irónica que ella captó al instante.
—Todo lo contrario —la contradije, cruzando mi mirada con la suya tras girar la cabeza más de noventa grados—. Ése será precisamente nuestro mejor camuflaje.
Los ojos de la eslava y del germano se abrieron como platos.
—Sí, claro —musitó ella. Luego suspiró—. Pasaremos desapercibidos. —Su exquisita nariz se arrugó.
Miré a una y después al otro.
Se miraron entre sí y afirmaron levemente con la cabeza.
Puse en la mano derecha del taxista egipcio 1.500 dólares americanos a cuenta de las «molestias» y lo despedí con un fraternal abrazo, todo ello sin salir aún del vehículo. Mi gesto lo conmovió. Deseaba que se sintiese emocionalmente agradecido y comprometido con todos nosotros. Lo último que necesitábamos era que nos vendiese a nuestros perseguidores.
Tintyris se alzaba imponente con sus capiteles antropomorfos, coronando sus doradas columnas de piedra arenisca. Aparecía desierto, abandonado brevemente, esperando que la nueva clase de «adoradores», que eran los turistas, llenase sus patios y profanara sus cámaras sagradas con su presencia disparando sacrílegos
flashes
para atrapar los únicos tesoros a la vista, que eran sus pinturas.
Penetramos decididos en su interior, en silencio, observando cada signo, cada relieve. Admiramos los pigmentos de sus paredes y columnas que, con más de tres mil años de antigüedad, se resistían a desaparecer.
Estábamos sobrecogidos. Un aire pesado ocupaba los recovecos, las cámaras y hornacinas recubiertas de secretos. Allí se mostraban los más oscuros arcanos de los sacerdotes de Isis cuyo significado, aún hoy en día, se ignora por completo.
Reflexioné en silencio.
—Hemos de darnos prisa. Lo que nos interesa está en la cámara más interna del templo. No os entretengáis —les dije, apresurándoles. Me pasé la reseca lengua entre los dientes.
Recorrimos la distancia que nos separaba del pabellón principal a grandes zancadas y, una vez en la cámara que antaño fuera el santuario de Isis —conteniendo un ídolo de oro con las alas extendidas—, Klug repitió la operación realizada en Philae con idéntico resultado; sólo que esta vez el lugar señalado no era ningún complejo ritual ni funerario.
—Ahí —señaló el orondo anticuario con la cabeza— no hay nada. —Carraspeó—. Sólo arena y arena —añadió arrastrando las palabras.
—Tiene que haber algo —insistí con terquedad. No soy de los que se rinden precisamente ante la primera dificultad.
Me acerqué agachándome, para ver mejor.
—No tiene sentido. Quizás hemos hecho algo mal… No lo entiendo. ¿Me lo podéis explicar? —quiso saber aquella belleza de las nieves rusas, reprimiendo luego un bostezo.
Isengard la miró con dureza. Después soltó un perspicaz gruñido.
—Los trazos no mienten —afirmó agriamente—. ¡No hay nada! —casi gritó.
Ella asintió a regañadientes.
—Vale, vale. No nos pongamos nerviosos —intercedí con decisión—. Algo habrá. —Incómodo, me encogí de hombros—. Claro que sí. Iremos de todos modos.
Un silencio sepulcral se instaló entre nosotros. Después se dejó oír un rumor de alegres voces y risas, acompañado de fuertes pisadas.