El capitán del
Corpo della Guardia Svizzera Pontificia
asintió con gesto inexpresivo.
Dos guardias suizos traían a Krastiva y a Klug en ese momento, y luego los sentaron uno a cada lado de mi persona.
—Sus compañeros le ayudarán en todo, especialmente el señor Isengard —aseguró monseñor Scarelli con tono de amenaza, clavando seguidamente sus pupilas en Klug como puñales. Comenzaba a preguntarme si había algo personal entre aquel alto representante de la Iglesia Católica y el grasiento anticuario. Su modo de mirarlo, cada vez que se dirigía a él, reflejaba el odio intenso que sentía el cardenal.
Las manos ágiles de un joven guardia suizo volaron sobre el teclado del ordenador que teníamos frente a nosotros, posándose décimas de segundo sobre cada letra. Iba introduciendo nuevas instrucciones que el sofisticado aparato asimilaba portentosamente.
—Necesito una visión completa a escala del conglomerado de galerías —indicó Scarelli. Cerró un segundo los ojos—. Han de tener una forma concreta. —Hizo un gesto impaciente.
El guardia helvético, con los ojos reflejando un brillo azulado, como el de un letrero de neón, introdujo los datos necesarios y entonces la imagen fue disminuyendo de tamaño, a la vez que iba conformando una silueta hermosa, femenina y detallada de la diosa Isis.
Por un momento, todos nos quedamos paralizados. Aquello que veíamos con nuestros propios ojos resultaba algo incomparable, único.
Confuso, sacudí la cabeza.
Cuando todos nos recuperamos de la sorpresa inicial, intentamos relacionarlo con algún símbolo, o grupo de ellos, para así descifrar lo que sin duda era un código cifrado en toda regla.
Me masajeé el cuello. Torcí el gesto en señal del intenso dolor que sentía. Además, mis muñecas se quejaban como animales heridos en una cacería.
Monseñor Scarelli, atento a cualquier detalle de sus víctimas, como un buitre del desierto, se dio cuenta. Levantó el mentón y dijo:
—Capitán Olaza, ordene que les hagan una cura a los prisioneros.
El militar asintió con gravedad y después se cuadró juntando los tacones de sus botas con un sonido típicamente marcial, que ni en las SS de Himmler.
—Carland, Kirtz. —Los señaló con un dedo—, encargaos de traer el botiquín de primeros auxilios del V-5 —ordenó, tajante.
Los guardias aludidos se retiraron a cumplir con su obligación, obedientes como autómatas de uniforme.
Isis se mostró ante todos nosotros con sus brazos extendidos y sujetos a ellos, como si de un miembro más se tratara, desplegados, aparecían sus dos alas, horizontales, en posición que indicaba que protegía a sus observadores.
Sobre su cabeza había dos plumas largas y esbeltas, y contra éstas, observamos el disco solar de Ra. Nos miraba como una nueva concepción de la diosa tierra que abrazaba a quien deambulaba por ella, buscando…
—Los bordes del dibujo son las galerías —señaló el operador con frialdad profesional—. Las líneas que concretaban el dibujo en su interior son túneles muertos… trampas o algo así, diría yo. —Se frotó la frente.
El cardenal Scarelli alzó los hombros desalentado.
—Seguramente sí —murmuró, sonriendo con malicia.
Klug, permanecía callado, atento, muy interesado. Krastiva se mordía un labio en un mohín distraído e inconsciente, como una niña pillada en falta en clase.
—La cuestión ahora. —Olaza nos devolvió a la realidad, no sin denotar en el tono de su voz cierta impaciencia— es por dónde se entra ahí. ¿Qué opina al respecto, señor Craxell? —preguntó incisivo.
—Tranquilícese, capitán —dije entre dientes—. En estos casos conviene tener la mente fría. —Solté a propósito tan tópica frase—. Si no acertamos, moriremos todos juntos, igual que hermanos cristianos —sentencié en plan fúnebre.
—Entonces será mejor que esté seguro. Usted irá delante —gruñó el oficial con voz queda—. Será nuestro «héroe».
Rechacé la idea con la mano derecha. Sin embargo, calculé que, en un instante, dado el consiguiente terror, podría perder el control de mi vejiga.
—Busque el
Ank
—le pedí al guardia suizo que se encargaba de controlar lo que aparecía en la pantalla.
El aparato de chips y plástico ensamblado que era el teclado del ordenador crujió de nuevo bajo la presión de sus dedos presurosos.
—No hay nada de eso. —Estiró sus largas piernas debajo de la mesa—. No… —dudó un momento.
—Por fuerza ha de estar. El
Ank
es un símbolo identificativo por excelencia.
—Aquí… aquí hay un escarabeo en lo que es un brazo. —Agrandó la imagen—. Y también aquí… No. No es —insistió.
Pensativo, me rasqué la cabeza.
—¿Tienen unas hoja de papel y un lápiz? —solicité apretando los puños.
Mi petición dejó estupefactos a los presentes. ¿Un lápiz? ¿Un papel? ¿Allí? ¿A quién se le podía ocurrir pedir cosas tan elementales en aquel universo tecnológico?
Scarelli parpadeó confuso. Después se encogió de hombros con impaciencia.
—¿Le servirá un bolígrafo? Dudo que haya lápices aquí.
Asentí con la cabeza.
Él extrajo un Mont-Blanc de plata del bolsillo interior de su americana. Sin duda era otro gesto de vanidad a sumar al Rolex.
—Servirá —repuse, lacónico—. ¿Y un folio? ¿Es posible? ¿O es mucho pedir? —inquirí, irónico. De reojo, descubrí que Krastiva me miraba con profunda admiración.
Monseñor Scarelli torció el gesto con sarcasmo.
Puse el DIN A4 blanco sobre la pantalla del ordenador y fui dibujando sobre él, recorriendo líneas concretas camufladas entre las que formaban el dibujo de Isis. Ante los ojos atónitos del cardenal, de los operadores de ordenadores y del resto de los guardias helvéticos, además de mis compañeros de aventura egipcia, fue apareciendo una llave de la vida, un
Ank
. Allí estaba al fin, nítida. Solté un suave silbido.
—Estaba oculta por el propio cuerpo de Isis —dijo Scarelli como si hablara consigo mismo—. La misma cabeza es la parte superior. —Señaló triunfal—. Le felicito, señor Craxell.
Un atisbo de cortés sonrisa asomó a mis resecos labios.
—Era fácil —respondí sin sentirme halagado—; al menos para mí. —Resoplé con desdén.
En mi mente se fue haciendo la luz. Si estábamos en la llave de Isis, eso quería decir que… ¡nos hallábamos cerca de El Cairo! Me puse alerta de pronto. Una débil esperanza comenzó a crecer en mi interior. Yo tenía amigos poderosos en la capital egipcia; quizás pudiera contactar con ellos y huir. Más tarde, claro está, ya regresaría para internarme en aquella asombrosa ciudad-templo de Amón-Ra, que para mí era ya como un poderoso imán.
Pero sonó una voz ronca que me hizo temblar.
—Dígame cómo entrar.
—No lo sé —dije vencido por el reto—. No he estado nunca ahí, capitán Olaza… ¿Cómo diablos quiere que lo sepa? —Estiré el cuello y contesté asustado y enfadado a un tiempo—. Seamos coherentes. Yo ignoro qué obstáculos podemos encontrar a nuestro paso. Esto es nuevo para mí. No se parece a nada que haya visto anteriormente. Probablemente habrá trampas, y muchas serán mortales. Ya lo verán —sentencié con gesto adusto.
—¿Y qué podemos hacer? —me preguntó inquieto el oficial de los guardias suizos al comprender las tremendas dificultades físicas y los riegos letales que entrañaba la misión que tenía encomendada por el Vaticano. Dos a uno a que aquello excedía en mucho a su deber, a la letra pequeña de su contrato profesional con la Ciudad del Vaticano.
Guardé silencio, y en el fondo de mí me alegré del temor que vi reflejado en sus acerados ojos.
Por más que miraba aquella impensable obra de ingeniería, que conjugaba lo práctico con una seguridad meticulosamente calculada, diseñada de forma tan delicada que su belleza impresionaba a cualquiera, no veía por dónde podía accederse a su interior.
Dentro de nuestra precaria situación, se imponía una reflexión tranquila. Así que me puse a cavilar.
«Una hermosa e inaccesible mujer, a fin de cuentas, no es cualquier mujer, es una diosa, Isis. ¿Por dónde puede entrar un mortal en el seno de Isis?» Trataba de pensar como lo haría un auténtico egipcio de tiempos pretéritos, de adaptar mis procesos mentales para equipararlos a los de ellos y a su extraordinaria ciencia, y así poder deducir correctamente.
Y aquello me dio resultado.
—Las mujeres engendran vida con su vientre, por así decirlo ¿no? —pregunté, afirmando—. Entonces… —Miré atentamente el atuendo, con forma de ave de Isis, que se cerraba ceñido a su cintura— éste puede ser el punto que buscamos. —Señalé sin vacilar un instante el cierre de su cinturón.
Oí alrededor unos cuantos suspiros de alivio, más o menos prolongados.
—¡Por fin! —pronunció el cardenal Scarelli. Su sombrío rostro se iluminó de repente—. Proceda con lo previsto, capitán.
—Sí, monseñor… Bien, ¡recogemos! —exclamó con voz potente el capitán Olaza—. Quiero a todo el mundo en sus puestos, y localícenme ese punto. —Sacudió la cabeza con energía—. Lo quiero para ayer.
La eficacia de aquella exigua tropa vaticana no dejaba de sorprenderme. Daba la impresión de que se tratara de una
troupe
de teatro acostumbrada a cambiar los decorados de cada acto con inusitada precisión.
Cuando nos hallábamos sobre lo que se suponía era el acceso al legendario inframundo egipcio, pensé que quizás después de todo me había equivocado. Pero no había tiempo para rectificaciones. «De perdidos al río», calculé mentalmente con lúgubre ironía.
Sólo una superficie lisa, recubierta de arena y piedrecillas, ocupaba aquella área desértica de grandes proporciones.
—¿Es aquí, señor Craxell? —inquirió Scarelli con voz apagada—. ¿Está seguro de ello? —insistió mientras me observaba de arriba abajo, dubitativo aún.
—¿Es exactamente éste el punto que el satélite indicaba? —pregunté tras un breve titubeo, temiendo la respuesta, y zafándome hábilmente de su sospecha. Tenso, aguanté la respiración en espera de su réplica.
—Puedo asegurarlo. —Dejó escapar un profundo suspiro—. Esté tan seguro como que todos vamos a morir algún día —apostilló en plan sepulturero—. Estamos justo sobre él.
Repuse sin pestañear:
—Entonces…, habrá que excavar. —Me encogí de hombros con indiferencia—. Digo yo… Puede hallarse a alguna profundidad. ¿No le parece? —Le reté con la mirada. Me la jugaba a una sola carta si no estaba en lo cierto.
Monseñor Scarelli meneó la cabeza e hizo una seña para que se acercasen más los hombres del capitán Olaza, precisamente los que controlaban en todo momento a Krastiva y a Klug. Fueron los peones elegidos. Con palas y picos en su manos, comenzaron a picar en círculo, poniendo todo su empeño y el vigor necesario de sus recios músculos en la operación.
La candace Amanikende
E
l jefe militar de Axum calculó que, al menos por ahora, sería mejor conducirlos a su ciudad. No eran demasiados y allí los controlarían mucho mejor, aunque si llegaban a luchar… Los egipcios que veía parecían hombres de armas dispuestos a todo.
—Está bien, os conduciré a Axum. La Candace dirá qué hacer con vosotros. Seguidme —indicó con energía, señalando en dirección a la ciudad.
Los jinetes se dividieron en dos y mientras unos marchaban en cabeza, guiando a Nebej y a su unidad de infantería, otros ocupaban la retaguardia. Los egipcios no abandonaron su formación en cuadro en previsión de una posible traición por parte de aquellos hombres de aspecto fiero, poderosos músculos y piel negra, tan brillante como si estuviera aceitada.
—No me has dicho adonde os dirigís, señor —le intentó sonsacar Kushai desde su corcel.
Nebej suspiró hondo.
—Ni tan siquiera yo lo sé —respondió ensimismado—. Es el faraón Kemoh quien, lógicamente, lo decide todo, y todavía no ha comunicado a nadie su objetivo. —Se evadió como pudo de la incisiva pregunta.
Kushai asintió lentamente.
—Si os enfrentáis a los romanos, perderéis. Tienen la protección de dioses más fuertes y su número es diez veces superior. —Frunció amenazadoramente el entrecejo—. Nosotros hemos logrado evitarlos comerciando con ellos, y pagando un tributo cuando se han acercado demasiado a nuestras tierras. Son tiempos difíciles. El mundo les pertenece. —Resopló sonoramente.
Las manos del gran sumo sacerdote de Amón-Ra dibujaron en el aire un gesto de rechazo.
—No pretendemos irritar al emperador de Constantinopla… —Hizo una breve pausa—. Sólo deseamos instalarnos en algún lugar; no sabemos aún en cuál —musitó con sus ojos fijos en la silueta de las altas torres que se alzaban todo en derredor de la ciudad, protegiéndola de incursiones enemigas.
—Quizás podamos ser amigos, incluso aliados, ya que la candace Amanikende es una gran gobernante —repuso Kushai en tono tranquilizador. Esbozó luego su poco habitual sonrisa.
—Claro, por qué no —replicó para quedar bien.
«Así que es la Candace, sin duda una descendiente de las dinastías meroítas, quien reina sobre ellos. ¿Gobernará aún sobre Meroe?», pensó con calma.
El pequeño ejército conjunto que formaban se fue aproximando a las murallas que defendían Axum. Sus llamativas torres, con forma de pilonos, se alzaban poderosas como orgullosos titanes con sus pies hundidos profundamente en la tierra.
Oscuros lienzos flotaban sobre los tejados planos de las casas que se arracimaban prácticamente pegadas a los muros interiores. Las arenas iban dejando paso a un suelo terroso en el que crecían los arbustos; y sobre la superficie, aquí y allá, aparecían árboles de gruesos troncos, sin duda centenarios, que extendían sus ramas como las alas protectoras de unas grandes aves.