El laberinto prohibido (24 page)

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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El laberinto prohibido
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Me acerqué al anticuario para verificar lo que decía.

—Las necesitaremos para cubrirnos y estar a salvo de la deshidratación, y también para pasar inadvertidos por estos lugares tan inhóspitos.

—No lo había pensado —añadió ella.

—A partir de ahora no tendremos protectores —comenté en tono grave—. Y hablando de peligros, que Klug me ha cortado antes… Debemos tener mucho cuidado cuando veamos un
Androctonus australis
.

—¿Y eso qué es? —quiso saber la guapa eslava.

—Pues un escorpión del desierto, hija mía… —le expliqué con una jovialidad no exenta de algo de tonillo—. Es capaz de matar a un perro de regular tamaño en cuestión de segundos con el veneno que suelta por su aguijón.

Soltó un gritito histérico.

—¡Qué horror!

—Si se está al loro, no hay problema. Fíjate bien cuando veas uno… Andan sueltos por entre las piedras… Si arquea la cola sobre su espalda, es que se siente en peligro y entonces puede atacarte.

—¿No tiene nada que comer por aquí?

—Sí, claro, le da lo mismo zamparse un escarabajo que una cucaracha o cualquier otro artrópodo.

—Oye, Alex, dime… —quiso saber Krastiva con una amplia sonrisa sarcástica en su maravilloso rostro y aguantándose una explosión de hilaridad—. ¿Qué es un escarabajo?

Palidecí unos instantes al descubrir el cachondeo que ella se traía conmigo.

—¡Anda ya, tía! —inquirí con tono iracundo aunque mesurado—. Me estabas tomando el pelo… Tú has visto más escorpiones en una semana que yo en toda mi vida. ¡Déjate ya de guasas!

Krastiva se echó a reír, aunque sin malicia. Su risa era suave y cálida.

—Creí que nos vendría bien un poco de charla intrascendente para aliviar tensiones… Sí, los he visto en los desiertos de Arabia Saudi, Egipto y Sudán. El trabajo obliga… También sé de sobra, seguramente antes que tú, lo que es una hamada… ¿No te habrás enfadado? Dime que no.

—Descuida… Contigo no me puedo enfadar… Sólo me he «picado» un poco —repuse con despreocupación, y ella me contestó enseguida con un adorable mohín.

A continuación, observé, más divertido, el contraído rostro del austríaco.

—Dejaros de bichos y de bromitas… Parecéis dos chiquillos en el recreo. Vayámonos cuanto antes que el camino no será corto. Eso supongo al menos… —aconsejó con voz nerviosa.

Cada uno elegimos un dromedario, y colocamos a cada uno de sus costados el odre de agua y la bolsa de tela con los víveres. Yo me encargué de hacer que los animales doblasen sus patas delanteras primero y las traseras después, para que quedaran a una altura accesible para ellos.

Los dos dromedarios, acostumbrados a esta operación, se dejaron manipular sumisos.

—Montad vosotros, que yo he de desmontar todo este tinglado. No debemos dejar rastros visibles. Poneos esas prendas; que no se os vea una pulgada cuadrada de vuestras ropas —ordené perentoriamente—. Cuando concluyáis, aseguraos de que no se os ha caído nada al suelo. No debemos dejar pistas; es sumamente importante.

Cuando recuperaron de nuevo su posición los dromedarios, Klug estuvo a punto de caer al bambolearse sobre su silla. Krastiva, por su parte, soltó el histérico gritito de turista despistada, aparentemente sobresaltada por el brusco cambio de posición. Se veía que se lo estaba pasando en grande. Tenía sentido del humor y era una gozada oír cómo se reía.

Empecé a sacar de su base los trozos de red que las rocas aprisionaban y retiré, de una patada tras otra, las precarias estacas dejando caer la red que levantó una pequeña polvareda. Fui doblando con gran precisión toda ella, y luego la cargué en mi dromedario, que permanecía dócilmente echado. Sobre la red coloqué las cinco estacas, y monté ágilmente encima de la bestia jorobada que era mi montura.

Paseé con mi dromedario sobre el lugar donde antes se levantara la improvisada tienda, y satisfecho de lo que no se veía, hundí suavemente los talones en la panzuda tripa peluda del animal, que inició la marcha a regular paso. La hamada fue quedando atrás, recortándose, diminuta, como un lugar de fantasía soñado; más que real; parecía ahora perdida entre la inmensidad de las grandes dunas.

Las huellas que dejaban los tres animales, profundas y regulares, iban siendo borradas por la incansable brisa que barría las arenas rojizas del Sahara, confiriéndole una graciosa forma de seco oleaje. Volví la cabeza y ya no vi el roquedal. Entonces me desembaracé de las largas estacas y el paquete que formaba la red, doblada bajo ellas, tirándolo todo duna abajo desde el dromedario.

Al verlo, mi dos compañeros comprendieron al fin cuál era mi propósito.

La arena, dueña y señora de cuanto las más antiguas civilizaciones han creado, se adueñaría ahora del conjunto abandonado, envolviéndolo para siempre gracias a su protector manto. Con tan pobres «mercancías» como las que le ofrecían ahora, sus incontables granos borrarían en menos de una hora todo rastro de nuestro paso por aquel desolado lugar.

Hinqué los talones en la panza del dromedario, y resuelto a seguir aquella apasionante experiencia hasta el fin, me situé en el centro, entre Krastiva y Klug, acomodándome enseguida a su ritmo de marcha.

—¿Cómo sabremos dónde nos encontramos? —preguntó la rusa con tono inquieto—. Aquí no hay caminos; todo parece igual.

—Hemos de viajar siempre al norte, hasta dar con el Nilo. Nuestro punto de destino está cerca del gran río —aclaré con total seguridad.

—Es allí donde está la «cúspide» de la pirámide imaginaria, bajo la cual debe hallarse lo que buscamos —dedujo el anticuario como si pensara en voz alta, sin ser plenamente consciente de que era escuchado.

—¿Qué buscamos realmente, Klug? —Le sorprendí con la pregunta, hecha a bocajarro.

El rostro del austríaco se demudó. Sólo el turbante azul, hecho con un pañuelo largo que le cubría casi por completo la cabeza, impidió que pudiésemos ver su expresión, la cual era harto significativa.

Por un instante al menos, Krastiva lo miró con curiosidad.

Los tres, envueltos en ropas beduinas, inclinados sobre las sillas, a las que íbamos fuertemente agarrados, vencidos por el cansancio y el calor, avanzábamos penosamente bamboleándonos sobre las monturas, mecidos por el vaivén, igual que juguetes rotos.

Tras un silencio un tanto incómodo, el vienés se decidió a hablar.

—Supongo que alguna pirámide oculta bajo las arenas —repuso con voz hueca, fijando su posición de forma que no dejaba dudas—. Al menos, eso sería lo más lógico, dado que en los otros puntos que corresponderían a las estrellas que conforman la constelación Orión es lo que hay… «pirámides». —Remarcó esta última palabra.

—Sí, supongo que es así —comenté con voz neutra, carente del más mínimo convencimiento sobre lo que acaba de escuchar.

Asociaba cuantos conocimientos útiles poseía en mi memoria para ayudarme en mis conclusiones, tratando de establecer una regla clara que me permitiese dar con el punto más exacto posible a la hora de encontrar el supuesto acceso… ¿a qué? No estaba tan seguro de que no se tratara de una pirámide subterránea. Ésta tenía una clara vinculación con Ra, el dios sol, quien reinaba, dominaba por medio de sus rayos, en la superficie. No, una pirámide no era. ¿Quizás un templo? ¿Una ciudad?

En medio de mis penetrantes cavilaciones, extraje una pequeña brújula de entre las ropas de beduino que me habían tocado y ajusté el rumbo, guiando mi dromedario con la mano izquierda sujetando las riendas. Como tres puntos negros, diminutos e insignificantes, y aparentemente perdidos en la inmensidad arenosa del desierto más grande del planeta que habitamos, nos fuimos deslizando con la tenacidad y perseverancia de tres hormigas que, ansiosas, buscaban el camino de retorno a su hormiguero.

Capítulo 11

El espíritu de Egipto


D
esde que Justiniano inició su campaña para proscribir otra religión que no fuera la suya, todos hemos tenido que adaptarnos para sobrevivir. Tan solo el templo de Isis, en Philae, ha conseguido permanecer al margen.

—Ya no… —gimió de dolor Nebej al responder—. Hace tan solo unos días que los imperiales lo asaltaron… Lo devastaron todo… Mataron a los sacerdotes, y…

—¡No! —gritó de dolor interno, como si una espada romana lo acabara de traspasar—. ¿Y
ella
? —recalcó esta palabra—. ¿Dónde está ella? —preguntó él, dolido.

—La asesinaron… —murmuró con amargura—. Yo mismo vi cómo caía. Sólo yo me salvé; aún no sé cómo.

Tras oír tan trágica novedad, Amhai ocultó su rostro entre sus manos y sollozó como un niño. La muerte de alguien a quien amó con tanta intensidad como él lo hizo, le había destrozado.

—Robaron las imágenes de oro de Isis, su tesoro… Se lo han llevado todo… todo.

Amhai se quedó de piedra.

—Entonces mi señor se halla en grave peligro —musitó Amhai, horrorizado—. Irán en su busca. Hay que advertirlo de la amenaza que se cierne sobre todos nosotros. Ni las buenas relaciones que mantiene con notables del Imperio Romano de Oriente le salvarán del fanatismo de Justiniano.

Dio unas sonoras palmadas y varios hombres entraron en la tienda al instante, inclinándose respetuosamente con los brazos cruzados sobre el pecho, como era inveterada costumbre en Egipto. Solo entonces comprendió el primer sacerdote de Amón-Ra que sus atuendos eran tan solo una imagen creada para comerciar, para trasmitir seguridad allá donde iban a vender sus productos; en suma, para no ser molestados.

—Vosotros dos —señaló con recuperada energía a los que habían entrado en primer lugar—, ¡id a avisar a nuestro amo! El mensaje será verbal. No podemos arriesgarnos a que sea interceptado. Decidle que los romanos han asaltado el templo de la gloriosa Isis, que han asesinado a la gran sacerdotisa Assara y, además, que esos extranjeros han robado el tesoro del templo. También han sido exterminados los sacerdotes… ¡Id! —exclamó en tono duro—. ¡Cabalgad raudos como el viento! —añadió él implacable—. ¡Volad en las alas de Isis! ¡Que Ra y Amón os protejan! Poderosos son nuestros enemigos.

Dos de los hombres abandonaron la gran tienda y, al poco, el característico quejido de los dromedarios al incorporarse, con el tintineo de sus arreos, le indicaron a Amhai que su orden estaba cabalmente cumplida. Como dos rayos de luz negra que dejaban una estela de partículas rojas —sanguíneas en sí y flotando en el aire, suspendidas en él para ocultar su rastro—, los dos hombres galopaban a través del gran desierto desafiando el calor abrasador, la soledad y la muerte, para llevar aviso a su señor, el último
Peraá
de Egipto.

—Ahora descansa, amigo mío. Estás entre amigos. Nosotros velaremos por ti. Cuando te hayas repuesto, nos contarás tu triste experiencia con más detalles y, si lo deseas, podrás venir con nosotros. Aunque a partir de ahora, y dado lo delicado de la situación, todos nosotros estaremos en peligro. Habremos de abandonar las tierras del Nilo y establecernos en otro lugar; al menos durante un tiempo.

—¿Cuándo partimos?

—En cuanto nuestro amo llegue. No partiremos sin él. Como creo que ya habrás comprendido, se trata del último señor de Egipto. Del último
Peraá
legítimo, señor del Alto y del Bajo Egipto.

—Pero no existe una dinastía egipcia desde hace…

—¿Desde hace demasiado tiempo…? —Enarcó las cejas—. Eso quieren creer los romanos, pero nosotros hemos cuidado de los faraones de Egipto desde que Ptolomeo XIV fue oficialmente asesinado.

Nebej mostraba su total desconcierto.

—¿«Oficialmente» dices…? No entiendo nada… Entonces… ¿no fue asesinado?

—No. Un sacerdote de Isis ocupó su lugar y fingió ser él. El auténtico hijo de Cleopatra VII sobrevivió… Sus descendientes han sido protegidos por nosotros desde entonces, en espera del momento de devolverlos al trono de Egipto.

—Así que tus hombres han ido en busca del último descendiente de ella —dijo el joven sacerdote de Amón-Ra con tono vacilante.

—Kemoh, su nombre es Kemoh, faraón de Egipto, y hasta ahora ha vivido bajo mi férula. Si subiese al trono lo haría como Ptolomeo XV… —comentó Amhai, sacudiendo la cabeza—. ¿Comprendes la importancia de sacarlo de Egipto ahora? El es la razón de nuestra existencia.

—¿Quiénes sois vosotros? —inquirió Nebej, desconcertado, incorporándose de nuevo al sentir que sus fuerzas volvían a él lentamente y sin producirle los molestos efectos que había sentido hasta entonces.

Su interlocutor se mostró dubitativo por primera vez.

—Somos…, somos los descendientes de la nobleza de Egipto, y también los descendientes de los oficiales, soldados y sacerdotes que sobrevivieron a la invasión de los romanos del César Octavio Augusto —dijo con tono solemne—. Cuando él llegó, sólo el pueblo sufrió su ira. Su cólera fue grande al comprobar que nuestros antepasados habían desaparecido. Su intención era llevarlos para el clásico desfile triunfal por las calles de Roma.

—Ya… Pero atrapó a Ptolomeo XIV, o al menos eso creyó el caudillo romano.

—Lo hicieron para que su obsesión por exterminar a la familia imperial de Egipto no desviase sus represalias contra el pueblo que entonces se hallaba indefenso ante él.

—¿Y habéis permanecido escondidos hasta ahora? —preguntó con manifiesta incredulidad.

—En realidad, no… ¡Ja! —enfatizó—. No hay mejor escondite que estar a la vista. Permanecemos como comerciantes, camuflados como mercaderes y terratenientes, como artesanos y esclavos —repuso Amhai regodeándose con la táctica seguida—. Nosotros nacimos ya bajo el disfraz de nuestros padres, y así hemos continuado.

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