En aquel momento, el siempre sudoroso Abbai penetró en la trastienda, requiriendo la atención de su superior mientras se rascaba su enorme vientre.
—Hemos encontrado algo que debería ver, jefe.
—Ahora voy —respondió Mojtar, distraído, aún absorto como se encontraba en la inspección de la carpeta—. ¿Qué habéis encontrado? —lo interpeló luego, para ganar tiempo, y sin alzar todavía la cabeza de la carpeta.
—Es un paquete vacío, que está abierto, vamos… Creemos que alguien se llevó su contenido.
—¿Y qué es lo que os parece tan extraño? —le preguntó con escepticismo.
—El remite, señor, ya que es de un conocido judío. Se trata del rabino Rijah —concluyó el adiposo policía.
—¿De un judío? ¿Y rabino, dices? —Mojtar volvió su cabeza hacia Abbai, que había conseguido al fin captar toda su atención.
—Sí, señor —repuso, encogiéndose de hombros.
El comisario, con el paso de un viejo dinosaurio, atravesó de dos zancadas la trastienda y salió a la parte externa del establecimiento. Ali sostenía en sus manos la susodicha caja, que le entregó al instante. Efectivamente, en el paquete figuraba el destinatario y, lo que sería más importante ahora, el del remitente, el rabino Rijah.
Mojtar El Kadern miró a los ojos a Ali, cuya expresión era de perpetuo abatimiento, y luego a Abbai, a ambos interrogativamente, mostrando su sorpresa, su total desconcierto. «¿Desde cuándo un rabino judío tiene tratos con un copto?», pensó en su desconcierto.
Se rascó la cabeza y se palpó los bolsillos de su arrugada americana gris, tratando de encontrar un paquete de Cleopatra. Sacó uno de sus cigarrillos negros y, tras guardar la cajetilla, se lo colocó en los labios. Uno de sus hombres le acercó un mechero y lo prendió.
A Mojtar no le gustaba fumar en el escenario de un crimen, pero cuando algo le desconcertaba de verdad, no conocía otra manera mejor de concentrarse.
—Veamos… —recapacitó en voz alta para que lo escucharan bien sus ayudantes—. Tenemos a un hombre árabe de unos treinta y seis años, de religión copta, pero que vivía en un barrio eminentemente musulmán y que, al menos oficialmente, se ganaba la vida con los beneficios que le proporcionaba la tienda de especias. Bueno y también se sacaba un dinero extra de los trapicheos de siempre con turistas y otros comerciantes; nada que, obviamente, no sea lo normal… No obstante, aparece un paquete enviado por el rabino Rijah a su tienda. Esto es lo que no cuadra. Por otra parte —dijo con voz grave, parándose ante el cadáver—, el que hizo esto pudo tener alguna razón religiosa para llevarlo a cabo. Lo degolló, claro que sí, pero con la zurda, de derecha a izquierda. Habrá que interrogar al rabino en cuestión y a todo el que habitualmente opere por esta zona: vecinos, comerciantes, etcétera. Abbai, Ali, vosotros os encargaréis de ello. Habéis nacido en el barrio y lo conocéis bien. Vosotros envolved el cuerpo y llevadlo al furgón —ordenó al resto de los agentes—. En la morgue le harán la autopsia, y hemos de cerciorarnos de que no hay nada que quede sin conocer. Esperemos que sus restos nos digan algo más.
Mojtar entró de nuevo en la trastienda, y comenzó a abrir cada caja de las que se amontonaban en los estantes, con meticulosidad. Las mercancías que encerraban en su interior valían sin duda varios miles de dólares; probablemente, calculó a ojo, unos cincuenta mil de la moneda estadounidense. Era una suma considerable que el asesino, o asesinos, no habían considerado, quizás por lo aparatoso que supondría trasladarlo todo, o puede que porque les habría llevado demasiado tiempo. El caso es que todo parecía hallarse intacto.
Después apiló los papeles de la carpeta, las facturas y los albaranes, y metió todo en una bolsa de lona negra que se llevó consigo. Echó una última ojeada alrededor, y salió seguido de sus ayudantes, que ya habían marcado en el suelo, con tiza blanca, la silueta del muerto tras limpiar la mayor parte de la sangre.
—Vámonos —ordenó con energía—, que aquí ya no hay nada que hacer, al menos de momento…
Ahora, en su despacho, frente al viejo ordenador, y tras dos horas de cuidadoso examen de aquellos papeles, el jefe de policía seguía sin comprender por qué habían acabado con la vida de aquel pobre miserable. En el ínterin, el calor iba en aumento, y el ventilador que funcionaba frente a él no daba abasto para expulsar tanto humo y sanear el enrarecido ambiente de su despacho.
La frente y el cuello de Mojtar brillaban a causa del sudor, como si lo hubiesen aceitado a conciencia para asistir a una antigua ceremonia egipcia en algún templo próximo al Nilo.
«Esto no tiene sentido. Un crimen así no se comete por una mercancía tan fácil de adquirir. Ni tan siquiera se puede decir que fuese un personaje importante del hampa… No sé… No sé», valoró mentalmente.
Tras meditarlo mucho, decidió llamar a su inmediato superior, un tipo de lo más pedante. No era de su agrado aquel hombre educado al viejo estilo británico. Ambos mantenían una tensa relación y tan solo en ocasiones puntuales, cuando no tenía más opciones, acudía a él. En la central de El Cairo la información era abundante y exacta. Allí sí contaban con medios sofisticados. En sus ordenadores de última generación se almacenaba todo cuanto ahora necesitaba Mojtar.
Se imaginó al gordo Ahmed El Shemir, repantingado en su cómodo sillón de cuero negro, tras la imponente mesa de caoba que ocultaba su creciente barriga y mientras disfrutaba del confort de un buen caudal de aire acondicionado, expulsando el humo del puro que solía sostener entre sus arrugados y resecos labios.
Podía incluso ver su reluciente calva, sus ojos entrecerrados, maliciosos, mirando con desconfianza, escrutando siempre alrededor, como si de un antiguo faraón decadente se tratara, temeroso de las intrigas que se traman junto a él. Seguro que también su ociosa mente estaba ocupada pensando en su última amante. A ésta el jefe del quinto distrito policial de El Cairo la conocía de vista porque vivía en su misma calle. Era un hembra más alta que El Shemir, delgada, de ojos oscuros y angulosos, dueña de una mata sorprendente de vello negro y rizado entre la parte superior de sus duros muslos. Decían, los que la conocían íntimamente, que era multiorgásmica, y que cuando hacía el acto carnal se sentía sacudida por espasmos de placer tan convulsos que la obligaban a dar escandalosos gritos. Sus vecinos podían dar buena cuenta de ello a medianoche porque los amantes se sucedían sin tregua en su colchón de agua. El Shemir era uno más en la lista, pero no le importaba.
No, decididamente no le gustaba aquel hombre, pero se hacía imprescindible obtener al menos un poco de buena información, un hilo del que tirar, para desenrollar aquel endemoniado ovillo.
—Señor —se dirigió a él con cuidado de no ofender su delicado ego, con todo respeto—, soy Mojtar El Kadem, y tengo aquí un asesinato que…
—¿Algo que le viene grande, Mojtar? —Fiel a su estilo, había interrumpido su explicación sin ninguna delicadeza—. ¿Quiere que le envíe a alguien especializado en homicidios? —le preguntó con frialdad.
—No será necesario, señor, tan solo necesito información sobre algunos individuos y sus actividades. Yo…
—Mire… Le conseguí unos buenos ordenadores para que usted y sus hombres se encarguen de ello. Como comprenderá, la vida y milagros de unos hampones de tres al cuarto no es asunto de la Dirección General. Así que indague, indague por su cuenta y riesgo, que medios ya tiene, y que para eso le paga el Estado. —Soltó una risa corta y desdeñosa—. No me vuelva a molestar con asuntos tan insignificantes, que estoy muy ocupado pensando en otras cosas de mayor interés para el país.
—Sí, claro, señor.
Al otro lado, sonó un clic. La comunicación se había cortado.
Mojtar se quedó con el auricular en la mano, mirándolo con incredulidad. Después lo colgó con un golpe seco, rabioso, tratando de contener su profunda ira. Se había humillado, rebajado a pedirle ayuda, y el cretino de su superior ni tan siquiera se había interesado por el caso lo más mínimo. Llamar «ordenadores» a aquellos vetustos trastos antediluvianos con los que debía trabajar era todo un insulto a la inteligencia.
Fue derecho a su pequeño aseo privado y se contempló en el espejo. Estaba lívido de cólera. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no volver a coger el teléfono y mandar a la mierda a aquel cretino, a semejante vividor, más inclinado a darle a la botella y a perseguir mujeres que a cumplir mínimamente con su deber.
Resopló hastiado y logró serenarse después de un minuto de intensa concentración mental. Regresó mucho más calmado a su mesa de trabajo.
Los dedos de su mano comenzaron a tamborilear sobre la mesa. Se sentía inquieto por momentos a cuenta de aquel maldito caso por resolver. No tenía nada, absolutamente nada con lo que empezar; aunque, salvo que… Su mente empezó a valorar una posibilidad. «Sí, ¿por qué no? Esto puede ser un punto. Al fin y al cabo, no tengo nada más», se autoconvenció.
Decidido a actuar por su cuenta y riesgo, ya con todas las consecuencias, marcó un número de teléfono y esperó impaciente.
—Póngame con el director. Soy Mojtar El Kadem, jefe del quinto distrito policial de El Cairo. —Su voz sonó firme, autoritaria, en la justa medida de su cargo.
El secretario que atendía la llamada no dudó por un instante de que era importante, aun sin haberlo mencionado explícitamente.
No tuvo que esperar mucho tiempo.
—¿Sí, dígame?
—Soy el jefe de policía del quinto distrito de El Cairo. Me llamo Mojtar El Kadem. Necesito su valiosa colaboración para el esclarecimiento de un complicado caso en el que creo están implicados traficantes de antigüedades… —Mintió descaradamente—. ¿Oiga? ¿Está usted ahí? —inquirió otra vez, nervioso ante la posibilidad de sufrir una humillación profesional similar a la anterior. Pero no, no era el caso.
—Sí, por supuesto que sí. Usted dirá en qué puedo serle útil, señor Kadem —dijo su interlocutor al cabo de un momento.
—Necesito saber —remarcó de nuevo, esperanzado—, cuanto sea posible, de dos individuos… Uno es un rabino judío, de nombre Rijah. Es todo lo que sé de él. El otro es un copto de raza árabe, de nombre Mustafá El Zarwi, que ha sido asesinado.
Mojtar oyó como al otro lado de la línea telefónica unas manos hábiles se deslizaban sobre las teclas de un ordenador, devolviendo a través del auricular su característico sonido.
—Veamos… —murmuró entre dientes el director del Museo de El Cairo, que ahora «buceaba» en sus grandes archivos informáticos en busca de algo que ofrecerle a su interlocutor—. Rijah, es un hombre ciertamente conocido en el mundo de la arqueología y espeleología hebraica. También se ha interesado, al menos en alguna ocasión, por piezas egipcias. … Tengo delante de mí una lista de las piezas que ha donado, por las que se ha interesado y también de las que creemos que aún están en su poder… ¿Desea que le envíe lo que tenemos al respecto?
Mojtar El Kadem dejó escapar un leve suspiro de alivio antes de contestar:
—Hágalo, por favor. Envíeme por fax lo que tiene. Se lo agradeceré mucho… ¿Y del otro hombre, qué hay? —insistió con excitación apenas reprimida.
—Vamos a ver… Se necesita un poco de paciencia, y usted parece que tiene mucha prisa… —La información fue apareciendo en la pantalla—. Éste es otra cosa, señor El Kadem. Parece ser que era una buena «pieza» ese Mustafá El Zarwi… Veo que comerciaba con todo lo que se le ponía a su alcance. Incluso estuvo tres años en la cárcel por robo de piezas antiguas, sobre todo las de las
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dinastías. Parecían ser sus preferidas. Era un traficante cuidadoso, pero le diré que de poca monta… Este Mustafá trabajaba siempre como intermediario, a comisión. También tengo una lista de las obras de arte y objetos faraónicos con los que trapicheó. Se la enviaré junto a la otra.
—¿No hay nada más? —preguntó el comisario, conteniendo su exasperación.
—No. No hay más —se limitó a decir el director—. Al menos, aquí no.
—¿Pudieron estar conectados ambos entre sí?
—¿Un judío como Rijah y un hampón como El Zarwi…? No lo creo. Son las dos caras de una misma moneda… O si lo prefiere, como el aceite y el agua, que siempre están separados… Ya sabe.
—Ya —dijo Mojtar, frunciendo a continuación el entrecejo—. Gracias, de todas formas. Me ha ayudado mucho… Espero su fax. Hasta otra.
—Hasta cuando quiera, comisario.
«Bueno, al menos lo he intentado. Quizás encuentre alguna conexión entre ellos cuanto tenga ese fax», pensó, agarrándose de esta forma a su única posibilidad de esclarecer el caso.
Se quedó mirando el teléfono, ahora en silencio, pensando en qué podía haber conectado al rabino Rijah, un hombre de reputación intachable, con un delincuente como El Zarwi. ¿Qué podía haber habido en aquella maldita caja de cartón, tan apresuradamente abierta por su destinatario? ¿Era aquello la causa del asesinato de Mustafá El Zarwi? ¿O tan solo se trataba de un ajuste de cuentas y, como había dicho su odiado superior, el copto era sólo un hampón de tres al cuatro?
Mojtar tecleó en su ordenador, más para ayudarse a pensar que para obtener una información inmediata. Estaba convencido de que no iba a encontrar nada más. En ese intervalo, dos hojas fueron saliendo de su fax, aún calientes. Las cogió con evidente nerviosismo y las leyó, una y otra vez, con auténtica avidez, inmerso como estaba en la nube de humo de su tabaco.
«Nada, no consigo ver ningún punto en común. Cada uno de ellos parece ir tras cosas completamente distintas. Mientras el rabino Rijah se interesa con todo lo que tenga que ver con el Pentateuco y ese Árbol de la Vida, que tanto parece obsesionarle, el trapacero de El Zarwi se desvive por adquirir piezas que nunca se queda para él, de las dinastías
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. Sin embargo, ha de haber algo, sí, y yo lo encontraré. Rijah ha llamado interesándose por el Árbol de la Vida ese, más veces de los años que él tiene, que deben ser muchos. ¿Querrá ser eterno?» —caviló, ensimismado con un caso que estaba obsesionándolo como ningún otro.
—¡Ja, ja, ja! —Se rió en voz alta mientras tosía con suavidad—. ¡Hay que ver con qué paparruchadas se entretiene la gente! —exclamó, regodeándose íntimamente en la ingenuidad de algunos mortales—. ¡El Árbol de la Vida! —masculló con feroz regocijo—. Tendré que hacerle una visita… Sí, decididamente iré a verlo. —Se prometió a sí mismo. Después se sentó y dejó sobre la atiborrada mesilla de cristal que tenía ante él las dos hojas, ya arrugadas de tanto manosearlas.