El laberinto prohibido (20 page)

Read El laberinto prohibido Online

Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El laberinto prohibido
11.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sí, me ayudó en un momento muy difícil, cuando huía por la autopista, ya sabéis, y me precio de conocer bien a las personas… —se jactó la Iganov—. Salah es noble y eficaz. —Lo defendió con energía, poniendo especial énfasis en sus últimas palabras.

Veinte minutos más tarde, el aludido profesional del volante, al que reconocí en el acto, se presentó allí.

—¡Caramba! —exclamé sorprendido, soltando ipso facto un resabido tópico que me vino a la cabeza en forma de exclamación alegre—: ¡Qué pequeño es el mundo! Pero si eres el mismo tío que nos llevó al Jan-Al-Jalili. ¿No…? Sí, sí, eres tú. Parece que, después de todo, la reina casualidad está con nosotros.

—O el dios Amón en persona —añadió Klug con mordaz ironía.

Krastiva soltó una risilla demasiado aguda para mi gusto.

—Vamos a necesitar de esos dos y de ti, Salah. —Le sonrió, seductora, al egipcio, que la observaba conteniendo el aliento, tal como si fuera una divinidad.

—Adelante —indiqué con aire caballeresco y cediendo el paso—. Todos al taxi, señores, que nos vamos pitando —añadí con voz fuerte y sonora.

Como un glóbulo rojo, minúsculo y rápido, el automóvil de Salah se introdujo en el agobiante y fluido tráfico de la ciudad. Krastiva iba en el asiento del copiloto, y la luz que irradiaba el rostro de Salah mostraba a las claras que le agradaba sobremanera volver a tenerla cerca. Yo extraje el mapa en el que el Nilo, como una grieta de la que manaba la vida y el alimento para Egipto, lo partía en dos. Ahora, aun sin señalarlo, veía en él la constelación de Orión nítidamente dibujada, como si lo estuviese con trazos negros y gruesos, igual que venas.

La excepcional sabiduría de aquella nación —que tuvo más de treinta dinastías y cinco mil años de existencia— me inspiraba mucho respeto y, justo es admitirlo, una profunda admiración. Cuando en Europa éramos todavía pastores y harapientos miembros de clanes tribales enfrentados entre sí —apestosos bárbaros en toda la extensión de la palabra, sin ningún concepto de cohesión nacional—, gentes que no sabíamos leer ni escribir, y que apenas teníamos una lengua evolucionada, los egipcios poseían una asombrosa estructura estatal y burocrática eficaz y sofisticada en grado sumo, la cual, obviamente, les dio grandeza y poder sobre todos los pueblos que los rodeaban.

Dinastías negras alternaron el poder, en una muestra de tolerancia y respeto poco propios de aquellos tiempos tan convulsos y atormentados. ¿Tenían poder? Me refiero a poder, no militar, ni tampoco político. No, a ese poder no me estoy refiriendo. ¿Tenían poder sobrenatural? Si era así, ¿de dónde les venía? Mi mente reflexionó trascendentalmente, casi sin ver con los ojos físicos el entorno mientras viajábamos en el taxi de Salah.

«Por lo que yo conozco —medité con calma—, ningún pueblo de la Tierra adora a chamán, brujo o sacerdote que no realice 'prodigios' que beneficien a su tribu, pueblo o nación. Sus orígenes, el origen de ese poder, es algo que se pierde en el oscuro devenir de los tiempos». Me incorporé hacia delante, arrugando el mapa que, extendido, yacía sobre mis rodillas y las de Klug, para hablarle al taxista egipcio. Después me sujeté con la mano izquierda a su asiento, hasta que casi mi aliento rozó su cara.

—Salah, por favor, llévanos al barrio copto. No podemos ir derechos a Gizah, pues ignoramos si tenemos «compañía» detrás de nosotros… —El asintió por medio de un leve movimiento de cabeza—. Allí les haremos perder la pista, adelantándonos en el dédalo de callejuelas y casuchas medio ruinosas que hay en la parte antigua.

Krastiva se mostró sorprendida.

—¿Conoces el barrio copto? —me preguntó, volviéndose luego hacia mi persona con sus increíbles ojos muy abiertos.

—Y muy bien además —enfaticé—. Tengo muchos conocidos en él; incluso amigos. Me ayudaron a «deslizar», a lugar seguro, obras que mis clientes pagaron generosamente. Son, por lo tanto, gente receptiva.

Una nostálgica expresión se dibujó en esos momentos en mi boca. Recordaba momentos en que ciertos competidores audaces me intentaron coger, siguiéndome por el laberinto de viejos palacios mamelucos, sinagogas abandonadas y casas tan antiguas que el mismo tiempo resultaba ser un niño a su lado. De cómo descendiendo por tortuosos caminos —embaldosados con el adobe que se desprende de los edificios que los flanquean, y hundiéndose en las oscuras entrañas de pasadizos creados para huir de poderosos enemigos u obtener siniestros placeres— me perdía en el impenetrable velo negro en el que el aire se espesa y huele a humanidad, y también a moho intemporal, burlándome de los competidores.

Esbocé una sonrisa diabólica al rememorar mi hábil juego. En esas condiciones, tenía todas las cartas en la mano.

El taxi de Salah giró a la izquierda para salir de la vía principal y se introdujo en otra menos transitada, que pronto abandonó bruscamente, dando un volantazo, para internarse por un camino terroso, sin asfaltar, que bordeaba el gran barrio copto de la capital egipcia. Solo nos seguía ahora una gran nube de polvo rojizo.

—No puedo entrar ahí, ya que causaría problemas —afirmó Salah el taxista sin rodeos—. Vosotros podéis hacerlo a pie. —Empezaba a tomar más confianza al tutearnos por primera vez, al menos en plural—. Os esperaré, si es necesario, aquí mismo, y todo el tiempo que haga falta. Tengo mucha paciencia. … —Se ofreció, generoso y prudente a un tiempo.

Cada vez me agradaba más el tipo en cuestión, con su educado estilo. Por fuerza había estudiado en el Reino Unido, ya que su inglés era bastante bueno. Por otro lado, él sabía fehacientemente lo que se «cocía» en ciertos lugares del barrio copto, muy poco recomendables a todo esto. Allí campaba a sus anchas una nutrida y peligrosa delincuencia. Se unía a ella un auténtico ejército de lisiados y pordioseros con harapos infectos; sin olvidar alcohólicos incorregibles, mujeres de la vida maltratadas por chulos al uso, niños hambrientos, drogas, suciedad por doquier, con insoportables vaharadas de pestilencia y animales como ratas, cucarachas y más bichos asquerosos.

—Mira —le confesé a tumba abierta—, estamos metidos en una búsqueda que está poniéndose al rojo vivo. Solo te puedo decir que es algo muy gordo… No te lo puedes ni imaginar, tío. A mí mismo me cuesta creerlo. Tenemos pisándonos los talones a enemigos poderosos. Ocúltate y estate atento. Un joven nativo, con gorra de béisbol roja, te dirá dónde debes ir a recogernos. Es de mi entera confianza. Nadie más. ¿Me oyes bien? Es vital lo que te digo ahora… Ninguna otra persona sabrá dónde debes ir. No te fíes de nadie más… ¿Lo has comprendido?

Se produjo por un momento un silencio glacial en el automóvil.

El color del rostro de Salah bajó como desaparece la luz en el ocaso, para quedar después demudado en cuestión de únicamente dos o tres segundos.

El taxista bajó la cabeza varias veces en señal de acatamiento, tratando de asimilar todo lo que le estaba ocurriendo. Primero el viaje, un tanto extraño, llevando a Alex Craxell y Klug Isengard. Después el rescate caballeresco de la hermosa hija de Rusia cuando ésta se encontraba medio desnuda y aterrada en el arcén de la autopista. Y ahora, este nuevo trayecto en el que le advertían sobre el peligro que corría.

Krastiva entendió las dudas que hacían vacilar la voluntad del ex alumno de la Universidad de Oxford.

—Tranquilo, amigo mío. —Se acercó al taxista, tomándolo del brazo con afecto—. Yo, por mi profesión, ya he vivido muchas situaciones como ésta, y siempre he salido con bien de ellas. De la última, gracias a ti. —Le sonrió con gratitud. No podía haber varón capaz de resistirse al sugerente tono de su voz.

—Cuanto antes nos escabullamos, mejor. —Nos metió prisa un atemorizado Klug, que confiaba su seguridad a una huida rápida como el ratón que busca un agujero donde la rápida zarpa del gato no quepa para atraparlo. Su voz parecía de ultratumba.

—¡Vamos! —ordené tajante a los miembros de mi improvisado equipo.

Salah se introdujo en su coche y salió de allí, perdiéndose enseguida con habilidad de consumado conductor ente las callejuelas. Su automóvil avanzaba rebotando sobre los cascotes y maderas que aparecían tirados sobre la tierra reseca de las calles, poniendo a prueba la resistencia de la suspensión.

Nosotros nos internamos en una vieja casucha de adobe, medio derrumbada, y luego fuimos a parar a un solitario patio. En su suelo, prácticamente cubierto de trozos de maderas rotas, viejos jarrones y botellas de plástico, reinaba una artística fuente de azulejos de colores, ahora embarrados y, por supuesto, sin agua. Me acerqué y presioné sobre tres de aquellos azulejos que, en su interior, mostraban versículos coránicos, y la fuente se apartó, deslizándose sin producir un solo ruido. A pesar de su deplorable aspecto, el mecanismo aún permanecía en perfecto estado, lo cual incluía aquel camuflaje externo que impedía que nadie le prestara atención excesiva.

—¡Vamos, abajo todos! —exclamé triunfante.

Isengard, algo dubitativo, frunció el entrecejo.

Me encontré con los ojos de la eslava, que me miraban asombrados. Eso me dio aún más ímpetu para continuar. Después observé su expresión de cautela.

—¿Sabes a ciencia cierta al sitio que nos conduce este pasadizo? —preguntó la Iganov, confusa.

—¿Tú qué crees? —Ésa fue mi lacónica respuesta.

Reí burlón.

Había llegado el momento de las decisiones importantes. Bajé por unos escalones de tierra y paja, que sobresalían de la terrosa y oscura pared, casi en vertical, y a mis dos compañeros de correrías les hice un expresivo gesto con la mano, invitándoles a que me siguieran sin temor.

Krastiva y Klug no se hicieron repetir la indicación, y bajaron tras de mí, ansiosos por sentirse a salvo de miradas indiscretas. Ambos estaban bastante sorprendidos por lo que, gracias a mí, acababan de descubrir.

Capítulo 9

El Árbol de la Vida

M
ojtar, tumbado sobre su viejo sofá que antaño fue de un color crema y que ahora parecía de un amarillo intenso, con la cabeza apoyada en su mullido cojín verde, sobre el reposabrazos, repasaba los faxes que les habían enviado. El ambiente era denso a causa de la nube de humo que, a modo de niebla espesa, flotaba como un hongo maloliente en el aire.

Mojtar El Kadem fumaba de manera compulsiva, apurando los cigarros uno tras otro con la ansiedad propia de un adicto a la nicotina. Era su único vicio.

Hacía ya dieciocho años que le habían nombrado jefe de policía en aquel complicado distrito en el que judíos, coptos, católicos y, sobre todo, musulmanes, convivían formando un cóctel realmente explosivo. Disponía de medios escasos, gente poco preparada y unas pobres instalaciones que pedían a gritos una reforma total, siendo lo más urgente una buena mano de pintura. Eso sí, tras muchas solicitudes y un sinfín de papeleo oficial, había conseguido un par de ordenadores de segunda mano, pero más lentos que un dromedario viejo. Era todo cuanto tenía para desarrollar su trabajo.

Mojtar trabajaba un mínimo de nueve horas diarias, a veces más. No se había casado y su apartamento, en la Avenida de las Pirámides, era todo cuanto necesitaba. Era su guarida, la madriguera del «viejo león». Así le gustaba llamar a su caótica morada, ubicada en el número 96, al quinto piso de aquel vetusto edificio, mil veces pintado. Ahora tenía ante sí un
dossier
, el del asesinato, por degollación, de Mustafá, un copto de Jan-Al-Jalili.

Una llamada anónima le había comunicado lo sucedido. Inmediatamente, él, al mando de dos unidades de policía, se había presentado en la tienda que regentaba la víctima.

El cuadro que contemplaron fue de los que no se olvidan fácilmente. En medio de un charco de sangre, espesa ya, de un rojo oscuro y mezclada con el polvo del lúgubre local, yacía sin vida, degollado de derecha a izquierda, el dueño de la tienda «El Copto». Así la conocían a ésta en aquel barrio, musulmán por excelencia.

Mojtar echó sobre el cuerpo de aquel desgraciado una manta andrajosa y despeluchada que encontró en la trastienda, cubriéndolo por completo, para después pasar a inspeccionar el escenario del crimen.

—¡Abbai! ¡Ali! —llamó con fuerza a dos de sus ayudantes.

—Sí, jefe… —replicó el primero de los aludidos con voz cansina. Era un hombre gordo, de rostro congestionado.

—Cerrad la tienda y bajad las persianas. Vosotros. —Se dirigió a dos policías uniformados que estaban algo alejados de la escena del crimen, apoyados displicentemente sobre lo que fuera el mostrador de la tienda de especias, y como si el asunto no fuese con ellos—, registrad ahora mismo la parte interna de ese mostrador. Quiero en mi poder hasta la última de sus facturas, cualquier nota, carta, albarán, lo que sea —ordenó Mojtar, inflexible.

El jefe policial del quinto distrito de El Cairo se adentró en la trastienda cruzando la cortina de colores, cuyos abalorios resonaron con su característico ruido plástico. Ante él aparecía una pieza amplia de unos cuarenta metros, con sus paredes cubiertas de gruesas y polvorientas baldas de madera de teca, sobre las que se apilaban cajas de cartón de varios tamaños. Todas ellas estaban precintadas.

Una mesa y una silla, únicos muebles limpios de polvo, llamaron la atención del jefe de policía. Sobre la pulida superficie de la mesa, en perfecto orden, Mojtar pudo ver los albaranes de las últimas compras, dos facturas de agua y luz aún en sus correspondientes sobres, un bote con varios lápices y bolígrafos, y también una carpeta. Fue esta última lo que suscitó su mayor curiosidad. La abrió y fue repasando, mientras se acomodaba en la silla, cada documento con sumo cuidado, examinándolos todos con mirada crítica.

Other books

Reinhart in Love by Thomas Berger
Must Be Love by Cathy Woodman
Storm by Virginia Bergin
Pavane by Keith Roberts
Byrd by Kim Church
A Warrior of Dreams by Richard Parks
The Arcanum by Thomas Wheeler
Strung Out by Kaitlin Maitland