Nebej se mostró maravillado.
En los cinco días que había permanecido en el improvisado campamento, Nebej había absorbido cuanta información se había dignado facilitarle Amhai, y tenía ya un cuadro claro en la mente sobre cómo se había desarrollado la historia paralela de Egipto.
Por una parte, estaba la vida cotidiana bajo la dominación de la Roma de Oriente de Justiniano, el codicioso y megalómano de nuevo cuño que pretendía devolver a aquélla su perdido esplendor. Y por otra, se encontraba la ardua lucha por la supervivencia de dos submundos que permanecían uno sobre el otro, siendo, sin embargo, partes de un mismo todo.
Los descendientes de acaudalados nobles, bravos guerreros y fieles sirvientes de la última reina de Egipto cuidaban al menor de los faraones, al legítimo heredero del trono de Horus, esperando poseer la suficiente fuerza como para alzarse con el poder o, por el contrario, que el aún temible enemigo se debilitara tanto que decidiera cederles el poder por propia voluntad.
Entretanto, en las entrañas del país del Nilo, bajo el
iteru
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en la ciudad-templo de Amón-Ra, la vida continuaba y los sacerdotes conservaban latente la adoración de sus dioses de oro y plata, de los que un día presidieran los actos de coronación de más de treinta dinastías seguidas.
Ahora, al fin, los dos mundos conectaban por primera y última vez en la persona de Nebej, el protegido del gran sumo sacerdote de Amón-Ra, Imhab. Igual que si sorteara los azares del destino, parecía como si Egipto, por fin, quisiera reunir sus fuerzas más preciadas para alcanzar la anunciada libertad, mostrando al mundo el modo en que se reedifica un imperio que duró más de tres mil años.
Ensimismado como estaba con sus pensamientos, «sumergidos» en la profundidad de los gloriosos tiempos pretéritos, Nebej no se dio cuenta de lo que sucedía fuera de su tienda hasta que el ruido de los cascos de los caballos y los dromedarios le devolvió a la amarga realidad.
Una actividad frenética se estaba desarrollando en el campamento sin que se oyera una sola voz, aunque acababa de llegar una larga columna de bestias de carga que seguía a su señor, acompañada de un numeroso séquito y hombres de armas.
Trescientos animales, entre caballos y dromedarios, cargados con todas las pertenencias y pertrechos que eran susceptibles de ser transportados de Kemoh, el faraón no coronado, esperaban pacientemente a que se desmontara el campamento del visir Amhai para continuar cuanto antes su ruta hacia el Mar Rojo, para embarcar con rumbo incierto.
¿O tenían realmente un destino ya prefijado de antemano? Si era así, Nebej lo ignoraba por completo.
Se aprestó para la marcha vistiéndose con una túnica corta, de estilo romano y con una capa del color del vino añejo que, ciertamente, contrastaba con el negro de la otra prenda, ceñida ésta a su cintura con un grueso cordón del mismo color. Después se colgó en bandolera su vieja bolsa de piel de dromedario, tras comprobar que en ella seguían estando las dos planchas de oro que aprisionaban en su interior el misterioso e indescifrable papiro negro.
Un hombre con dientes desportillados, corpulento, de rostro encendido, asomó la cabeza, apartando la cortina que cerraba la tienda, y le hizo un gesto, indicándole con la cabeza que lo siguiera, siempre sin pronunciar palabra. Nebej se limitó a seguirlo, y ocupó su lugar en la gran caravana que ahora deshacía el campamento, borrando a toda prisa sus huellas para ponerse en marcha en busca de la seguridad que ya no le podía ofrecer Egipto.
Partía al destierro, exiliado. Una gran pena invadió al joven sacerdote que en pocos días había tenido que dejar atrás su ciudad, su maestro, sus hermanos y ahora hasta su propio país. Ya nada más podía perderse…
Sí, aún había algo que no debía perder. Nebej aferró con sus manos la bolsa que contenía su inestimable tesoro y se mentalizó como pudo, pensando que él era la última esperanza de la Orden de Amón, y también de aquel joven faraón de quince años de edad, aún barbilampiño, que era Kemoh, descendiente de la gran Cleopatra y del poderoso Julio César, éste pomposamente llamado «El Divino» por sus compatriotas. Era una extraña mezcla que había sobrevivido al inexorable paso del tiempo y a los hombres de manera inexplicable, y lo había hecho a través de cinco interminables centurias.
Mientras tanto, Nebej portaba el espíritu de Egipto o, al menos, eso es lo que él creyó en aquel momento tan crítico y crucial.
La larga caravana, desplegada sobre las arenas del desierto africano en perfecto orden, se ponía en marcha. Había llegado la hora de partir. El manto frío y protector con que Selene cubría Egipto, adornado de estrellas que, como diminutos brillantes, daban vida a la negrura de la noche, amparaba sus movimientos clandestinos y temerosos.
Los antiguos creían que cada estrella era el
Ka
de un egipcio muerto que se unía así a los de sus antepasados en la morada de Osiris, señor del inframundo. Quizás por esta razón los integrantes de aquella larga hilera de hombres, todos descendientes de un épico pasado, se sentían en parte más protegidos, al menos por unas horas, conscientes como eran del aplastante poderío de sus enemigos.
La oscuridad, como un velo espeso que oculta cuanto cubre a la vista del hombre mortal, se cernía sobre ellos, haciéndolos invisibles a los ojos de los posibles perseguidores. Las pezuñas de los dromedarios y los cascos de los caballos, así como los de algunas muías y asnos, habían sido cuidadosamente envueltos en trapos atados a sus patas. No podían dejar rastro ni hacer ruido al avanzar. Ese era su decidido propósito.
La nerviosa información que Nebej les había proporcionado cambiaba de forma radical las cosas. El éxodo de los escasos descendientes de aquella que fuera la potencia militar dominadora del mundo antiguo, era un penoso camino, silente, lleno de melancólica impotencia. Se veían obligados a abandonar las tierras de sus ancestros, de sus dioses, ahora proscritos como impuros por el renaciente orden romano de Oriente.
Bien sabían ellos a qué se debía tanto «fervor» por parte del invasor. Las riquezas acumuladas en los templos, y no otra cosa, eran lo que tentaban la codicia del emperador de Constantinopla. Sin embargo, en los últimos tiempos habían conseguido reunir lo más selecto de éstas en las haciendas de los nobles que se hacían pasar por ricos mercaderes «romanizados».
Los tesoros de templos y palacios se iban ahora con ellos, rumbo a un lugar secreto, muy distante… Los propios dioses de Egipto, atados a los lomos de bestias cuadrúpedas, marchaban, camino del exilio, hacia un lugar en el que se establecerían para siempre…
Persia, antigua y primera dominadora de Egipto, era ahora quien recibiría a sus hijos, a sus tesoros, a sus despojos, en suma, para darles cobijo y protección.
El viento susurraba a través de las dunas, acallando con su ruido las voces temerosas de los egipcios que, disfrazados con ropajes romanos, apenas se atrevían a hablar, preguntándose adonde iban, o si había realmente un sitio al que llegar, un lugar donde refugiarse de la despiadada persecución de los legionarios de Justiniano, cuyo objetivo final era el exterminio puro y duro. Fueron siguiendo a sus líderes, serpenteando a través de dunas y hamadas, por roquedales y llanuras arenosas que se extendían hasta donde el negro cielo nocturno tocaba el suelo de la tierra en el horizonte; era donde Nut, diosa del cielo, burlaba a Shu para unirse a Geb, que la fecundaba para trasmitirle su vida, su energía. Las horas se sucedieron largas y tediosas, inacabables, como si el señor del tiempo hubiere decidido ralentizarlo y así aumentar su sufrimiento.
Pero el alba se anunciaba en la línea del horizonte, que fue tomando tintes anaranjados, luego rojizos, más tarde malvas y nacarados, para anunciar a Ra que, en forma de poderoso disco, ascendía con premura disipando los escasos jirones de espesa oscuridad que se fundían ante él. Era un ritual periódico y eterno, para permitirle alumbrar, con su omnímodo poder, la tierra que protegía calentando a sus almas.
Cuando la luz se fue haciendo plena y el sol estuvo en su cénit, la masa de agua, majestuosa e imponente, del Mar Rojo comenzó a ser visible. Como le ocurriera a otro pueblo que entonces huyera del orgulloso faraón de Egipto, a ellos les pareció ahora la visión más hermosa que jamás pudieran observar.
Allí, ante sus ojos cansados, cuyos párpados les parecían tener un peso como si de hierro fueran, se hallaba el mar salvador, esa lengua de mar que separa Egipto y Etiopía de la península del Sinai, para darle salida a las aguas saladas abiertas que rodean la península arábiga, lamiendo luego las costas arenosas y secas de Persia. Esta nación aún se yergue altiva e independiente, desafiando el poder de Justiniano, indomable como una yegua salvaje.
Dos horas más hubieron de caminar, sorteando piedras y peñascos que iban sustituyendo a las ardientes dunas —que les parecían ahora los hornos del mundo de los muertos— antes de llegar a los acantilados que, aunque de escasa altura, contenían el oleaje, suave y coloreado como las facetas de una amatista cuando el sol las hiere.
—Allí está nuestra pequeña flota —le dijo orgulloso Amhai al joven sacerdote surgido de la inmensidad del desierto sahariano, señalando con su brazo derecho extendido a las cuatro grandes birremes de diseño romano, de casi un
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de eslora, que se mecían tranquilas en las aguas verdeazuladas. Estaban ancladas cerca de una larga y estrecha playa, sobre cuyos acantilados se encontraban—. Ellas nos llevarán a un lugar seguro donde esperar con paciencia nuestro momento…
Kemoh se acercó poco después a Amhai, y éste posó su mano sobre el hombro del joven heredero de Cleopatra VII, en un gesto paternal que trataba de infundirle confianza.
—Volveremos, mi señor, puedes estar seguro de ello… —Amhai abarcó con las manos, dando a su ademán cierto aire posesivo, todo el territorio que veían a sus espaldas—. Pero entonces no serán cuatro navíos, sino cuatrocientos como éstos —añadió con tono apasionado—. Y entonces tú y tus descendientes ocuparéis el trono de Horus para no abandonarlo jamás.
El muchacho, por toda respuesta, se encogió de hombros y se limitó a sonreír con ingenuidad. Sabía que ya no sucedería.
Se sumieron en un lúgubre silencio.
A pesar de sus pocos años, Kemoh conocía muy bien cuál era la situación real de su pueblo, y unida a ésta, también la suya propia. No, no regresarían nunca, pero era hermoso creer que sería de otro modo… Necesitaba engañarse a sí mismo, y luego involucrar a los que lo rodeaban para elevar la decaída moral de sus más fieles servidores, que lo acompañaban sin rechistar en su forzado exilio persa.
Los buques de guerra esperaban a sus pasajeros y sus cargas, con las velas arriadas y los remos flotando suavemente sobre el agua. Como una interminable hilera de disciplinadas hormigas, todos los viajeros fueron descendiendo en perfecto orden y en total silencio hasta las inmediaciones de la flotilla egipcia.
En la playa, un pequeño grupo de hombres recibió a Kemoh, Amhai y a los que debían ser los nobles de su secreta corte. Dividiéndolos en cuatro grupos, les indicaron cuál era la birreme que debían abordar. Tras unas breves palabras, se inclinaron reverentemente y continuaron distribuyendo al resto de la escolta y las cargas que portaban los animales.
Nebej, que debido a su rango de sacerdote de Amón-Ra viajaba en el reducido grupo de nobles, se preguntó qué harían con los animales de carga. Aunque seguro que eso debía ya de estar previsto con anterioridad.
Unos cincuenta soldados, guiados por dos de los hombres que les recibieron en la playa, condujeron a los animales hasta una gran cueva que abría su boca al mar, tragándose sus aguas como si de la bocaza de un gigante sediento que duerme con el cuerpo enterrado en las arenas se tratase. Cuando todas las bestias estuvieron dentro, desde arriba, ayudados por grandes estacas de madera a modo de palancas, diez soldados produjeron un alud de toneladas de piedras que taponó la entrada, sellándola.
Una vez eliminado el único rastro que podía delatarlos, los hombres de armas embarcaron en la nave que les correspondía, ocupándose de las tareas que tenían asignadas.
Los recios músculos que presentaban los brazos de los remeros se tensaron al máximo, y al ritmo del tambor de piel de dromedario que un enorme nubio hacía sonar, las palas de los remos cortaron el agua, batiéndola con fuerza, todas a la vez. Los enormes monstruos de madera, de proas afiladas, hendieron la masa acuosa y se hicieron por fin a la mar para iniciar su travesía, alejándose de la playa mientras otros marineros desplegaban las velas de sus dos palos para aprovechar el viento que aquella mañana soplaba en su favor, como un don de los dioses que los ayudaban en aquel amargo exilio.
En el interior de los barcos los hombres y mujeres que componían la clandestina nación egipcia se fueron hacinando unos contra otros, allá donde encontraron un espacio que ocupar… fuera por supuesto de la cubierta principal, donde la marinería se aprestaba a realizar, sin estorbos humanos, las maniobras necesarias que indicaba el contramaestre de turno.
Cada una de las naves poseía dos hileras de cuarenta largos y pesados remos, cada uno con un peso medio de 1.230
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y que los poderosos galeotes, hombres libres —egipcios como todos ellos—, se encargaban de manejar con absoluta precisión.
Las proas de las pesadas birremes, rematadas por un espolón recubierto de brillante hierro forjado, parecían colosales peces espada en busca de animales acuáticos para atravesar, con sus ojos pintados sobre sus costados; reminiscencia, en este caso concreto, más griega que romana.
Sobre la proa del navío almirante, un largo botalón sostenía una vela cebadera, y entre sus dos palos se alzaba una gran torre de estilo egipcio que no era otra cosa sino la cámara de los nobles y oficiales. A popa, en otras cámaras, todas decoradas con suntuosidad, se acomodaban el faraón Kemoh, los sacerdotes de los distintos dioses —que siempre lo acompañaban— y ahora Nebej, que era, de facto, ni más ni menos que el gran sumo sacerdote de Amón-Ra.
El humo que brotaba de las brasas de los pebeteros de hierro le confería a la cámara de Kemoh más la apariencia del lugar más recóndito de un templo que la de la cámara de un rey camino del exilio. Las paredes de madera, recubiertas de finas láminas de oro —exquisitamente labradas por los mejores orfebres de Egipto—, mostraban la antigua batalla de Kadesh, en la que Ramsés II, llamado El Grande, se atribuyó la victoria.