Klug aspiró con fuerza aquel viciado aire.
Pero cuando se le ocurrió presionar ambos labios a la vez, se oyó un clic.
Por un momento, creí que iba abrirse otra vez el suelo bajo nuestros pies. Sin embargo, no sucedió nada parecido.
Una sucesión de sonidos idénticos fue lo que nos alertó. Rápidamente formamos un triángulo, espalda contra espalda, a fin de controlar el lugar del que provenía la «amenaza».
Ante nuestras asombradas miradas, seis paneles se deslizaron hundiéndose en lo que parecía ser una pared cilíndrica perfectamente pulida. Nos quedamos sencillamente petrificados, sin saber cómo actuar allí, en el centro que formaba la figura geométrica del suelo.
Un silencio, pesado y tenso, dominó aquella cámara circular, adueñándose por completo de nuestro alterado ánimo. Por un solo instante, creí que nuestros corazones se habían parado definitivamente. No lograba oír ni su latido…
De pronto otro clic, éste más potente que todos los anteriores, resonó como un tiro en la cámara. Nuestros órganos vitales se dispersaron, galopando como posesos, temerosos de que algún ignoto peligro pusiera fin a su acelerada carrera hacia no se sabía dónde.
Era el sarcófago que, ahora, perfectamente delineado, se hundía en las sombras más profundamente que la media docena de paneles. Muy nervioso, miré a Isengard interrogativamente, suplicando una respuesta, una aclaración que nos permitiera decidir qué dirección tomar. Pero he aquí que su cara demostraba ahora una desorientación impropia en su actitud firme, nada errática.
—Estoy desconcertado —reconoció con un hilo de voz—. Supongo que debemos seguir al difunto, es decir, al sarcófago que lo representa, claro —añadió dubitativo.
Ensimismada, Krastiva sacudió la cabeza.
—Alumbremos esa oscuridad espantosa en la que se ha escondido esa cosa —propuso con sentido práctico, «perforando» acto seguido, con la luz de una linterna que extrajo de su bolsa, la densa negrura de aquel supuesto acceso a quién sabía qué lugar…
En el ínterin, el pasadizo, con la forma del sarcófago que le permitía a éste deslizarse por su pulida superficie, enseñó sus paredes. Eran negras, sin dibujos o jeroglíficos al uso.
—Ésta es la séptima opción, dirección o como diablos queramos llamarla —dije malhumorado, metiendo después humildemente la cabeza en él.
Pero Klug, sorprendiéndome de nuevo y tras apartarme con poca delicadeza, se adentró en la oscuridad con paso firme. Algo muy valioso debía esperarlo al final de aquel lugar tan siniestro y frío. Aposté de forma mental a que conducía, como borregos al matadero, a cuantos osaban internarse en su interior.
Obedientemente, la eslava y yo seguimos a nuestro ahora «líder» natural.
Olía a cerrado. El aire estaba cargado. Allí no había nada de humedad y entonces sentimos cómo las paredes de nuestras fosas nasales se secaban a gran velocidad.
Nos costaba respirar. Además, la escasa cantidad de oxígeno parecía disminuir a medida que nos adentrábamos en aquel condenado pasadizo. De ese modo, una vez más nos vimos agarrados de las manos como si pudiéramos compartir el oxígeno que tanto escaseaba en aquel pútrido túnel mortuorio.
Cada vez más angustiados, doblamos un par de veces a derecha e izquierda, pero no vimos esquinas como tales; más se asemejaban a…, sí, a los anillos de una inmensa serpiente que nos estuviese dirigiendo sin remedio antes de caer en sus jugos gástricos.
Un temblor como el de un anciano con Parkinson se apoderó de nuestros agitados cuerpos.
El trayecto fue largo, tanto que empezamos a sentir una fuerte claustrofobia. Era impropia en quien ha recorrido los lugares más angostos y cerrados que nadie pudiera siquiera imaginar.
Grosso modo, calculo que anduvimos más de una hora. Fue un tiempo que se nos antojó un día entero por lo menos, hasta que, como en el entrever de un moribundo, con ojos vidriosos, distinguimos una luz salvadora al final del tétrico túnel.
Era una luz anaranjada que, a modo de llama, iba acercándose, agrandándose y disolviendo en pequeños jirones la espesa negrura para envolvernos con su resplandor cálido; era igual que la pintura de un maestro que cubre a pinceladas el relajante crepúsculo desde una altura segura.
Al desembocar por fin en una nueva cámara apenas nos sentimos liberados, dado que aquel prolongado encierro a tanta profundidad comenzaba a hacer mella en nuestro ánimo. Hubiéramos pagado muchos euros o dólares americanos por ver el cielo abierto, azul, con su cegador sol brillando espléndido en medio de él.
Pero allí, al fondo, estaba el sarcófago macizo de mármol que ahora veíamos, de color rojo oscuro.
La cámara donde nos encontrábamos era cuadrangular, enorme, asombrosa. Toda ella estaba trabajada en piedra arenisca, la cual parecía de cobre al ser herida por la luz de cientos de antorchas que en sus hachones, clavados en la roca, brillaban como mil estrellas. Era un efecto pasmoso.
En el hogar de los dioses
–¿
T
an solo dos símbolos para una maldición? Creí que ocuparía una pared entera de jeroglíficos o algo así —opinó Mojtar, bastante desilusionado.
—No es precisamente para neófitos la advertencia, sino para alguien que conoce su significado y le produciría terror —aclaró Assai—. Te diré que no todas las maldiciones tienen el mismo carácter, ni tampoco idéntico objetivo. Ésta es concisa, pero clara; y eso me alarma aún más. Son dioses del inframundo… Quizás estemos entrando en él. Y lo digo porque creo que esto es algo así. Ra y Apofis luchaban el uno contra el otro y Ra conquistaba a Apofis, tras lo cual salía a la superficie como vencedor de las tinieblas.
—Y amanecía… —concluyó el comisario, un tanto irónico.
—Espero que no lo averigüemos demasiado tarde, amigo. Esta gente tan antigua, que no hacían las cosas al albur, si señalan algo, tendrá sus consecuencias, un porqué… —Assai se interrumpió para meditar sus próximas frases—. Apofis simbolizaba la muerte eterna, ya que devoraba a quien no iba con la lección bien aprendida. Era necesario conocer los conjuros que la anulaban; de lo contrario… —Se llevó la palma de la mano zurda al cuello.
Mojtar lo miró con incredulidad.
—Ya, bueno, supersticiones aparte, entonces Ra sería un protector o algo similar… Digo yo… ¿No crees? —le preguntó, echando en falta un pitillo.
—Puede ser, pero sobre un carnero… No sé… Todo esto me desconcierta… —admitió Assai—. Por cierto… ¿percibís ese olor nauseabundo? Huele a muerte.
—No nos asustes más —se quejó Mojtar—. Ya estamos bastante preocupados con hallarnos aquí abajo. Me da escalofríos este lugar. Tiene que ser el miedo a lo desconocido, a lo imprevisto… ¿No os parece?
Mohkajá asintió sin añadir palabra alguna.
Los tres amigos, muy juntos, se internaron en el túnel enfocando ahora con sus linternas las paredes. Todo él estaba iluminado con antorchas, a derecha e izquierda. De ahí provenía la luz que, temblorosa, escapaba por la boca del pasadizo.
El olor fue aumentando en intensidad y hubieron de taparse boca y nariz con pañuelos para evitar náuseas y vomitar en cualquier lado, todo ello sin necesidad de tomar nada emético. Ya no les cabía duda alguna de que el cadáver de algún otro profanador, como ellos, yacía cerca, descomponiéndose rápidamente.
Casi entre dientes, Mohkajá hizo un fúnebre comentario.
—Las paredes están recubiertas de conjuros en jeroglíficos. Tardaríamos mucho en descifrarlos todos… Y seguir adelante… seguir, es arriesgarse a morir —dijo por fin lo que pensaba.
El comisario perdió el valor.
—¡Hay luz! ¡Hay luz! —exclamó Assai con voz entrecortada por la intensa emoción—. Viene de abajo. Es débil, pero es luz. —Intentaba tranquilizarse con sus propias palabras a la vez que anunciaba su descubrimiento.
Sus ojos se agrandaron desorbitándose al intentar ver más abajo. Sus nervios afloraron aún más y el sudor hizo su aparición empapando sus manos, en cuyo interior resbalaba el asidero de bronce. Mohkajá y Mojtar miraron esperanzados al fondo de la sima y entonces pudieron comprobar la veracidad que encerraban las palabras de su amigo.
Había luz. Era débil, pero era luz, una tenue y titilante luz que, no obstante, sólo disipaba algo las sombras de aquel mundo subterráneo.
Con fuerzas renovadas, aceleraron el descenso, deseosos como estaban de pisar tierra firme bajo sus pies, aunque ésta se hallase en las mismísimas entrañas del mítico inframundo. La respiración agitaba sus pechos bombeando el aire, como degustándolo.
No tardaron en llegar a los últimos asideros. Desde allí, fueron saltando el escaso metro y medio que distaba del suelo. Al volver hacia arriba la vista, no sin cierta nostalgia y un poco de temor, sólo vislumbraron oscuridad. Era como si la noche eterna, que cubre con su manto al hombre, se hubiese cerrado sobre sus cabezas.
—¡Uf! —exclamó Mojtar con alivio—. Tierra bajo mis plantas; nunca me pareció un placer hasta hoy. —Emitió un largo suspiro.
—Pues espera, que como esto sea lo que creo que es… Estamos tan solo en el vestíbulo de un lugar terrible —le atemorizó Mohkajá muy serio, resoplando luego con fuerza.
Assai titubeó y luego lo miró expectante.
—¿De dónde llega ese resplandor? —Giró a uno y otro lado la cabeza, intentando detectar su origen—. ¿Y qué lo produce? —concluyó, perplejo.
De un costado, en el que se abría una grieta, salía un chorro de luz. Sin duda procedía de la intensidad de numerosas antorchas.
Los tres se miraron dubitativos. Después se abrazaron en medio de la penumbra, e igual que niños asustados, y ya sólo hablaron con los ojos. Aunque estaban escondidos, alguien tendría que haberlas encendido: ¿«Ellos»? ¿O quizás sus perseguidores, los mercenarios?
—Viene de allí —señaló Mojtar con el dedo índice la boca de un túnel que, como la garganta de un fabuloso dragón medieval parecía expeler la luz, a modo de demoledor chorro ígneo, por sus terroríficas fauces.
Mohkajá reaccionó casi al instante. Su voz sonó cavernosa y queda, como de ultratumba.
—Vayamos, pues, hacia allá, amigos… Al menos no nos caeremos por algún risco o grieta.
Avanzaron juntos, pegados uno a otro, temerosos de producir algún sonido que pudiera advertir de su presencia. Así cubrieron los metros que les separaban de la gruta. Y se pararon frente a la entrada de la misma. Algo había captado toda su atención.
—Es extraño… —susurró Assai, meditabundo. Se tocó la frente y se la rascó—. Nunca antes había visto estos tres símbolos juntos. Claro que tampoco había penetrado en un lugar semejante a éste y aquí estoy.
El policía lo miró sin comprender nada.
—¿Símbolos dices? —preguntó asombrado—. ¿Dónde? No veo nada, Assai.
—Ahí están. —El aludido señaló estirando un brazo—. Sí, es porque están medio recubiertos de polvo y tierra; pero están aquí. —Pasó la mano por encima, para limpiar la zona—. Aquí tienes el carnero Amón, con el disco solar sobre su testuz, es decir, Amón-Ra. Y aquí vemos a la serpiente Apofis, con su cuerpo sobre una figura antropomorfa que, sin lugar a dudas, es un hombre… ¿Qué indicará ese par de símbolos desconocidos? Bueno, desconocidos, no del todo —matizó esbozando una sonrisa—. Sólo que se creía que eran una leyenda como os he dicho. —Miró fijamente a sus amigos, esperando una reacción por su parte.
—¿Acaso es una maldición? —preguntó, ironizando, Mohkajá.
—Posiblemente —le respondió su colega con evidente aprobación—. En el símbolo de Amón-Ra estos dos jerogíficos, en un solo nombre —aclaró con voz firme—, hablan de protección o bendición de su parte. No es así en cambio con Apofis, quien simboliza la destrucción por excelencia. Antiguamente. —Acarició los símbolos con exquisito cuidado, como para comprobar su existencia real— se decía que tanto el faraón como todo gran sumo sacerdote de Amón-Ra debían pasar por el inframundo para ocupar posteriormente su cargo… Sólo de esa forma obtenían el poder.
Mohkajá arqueó mucho sus cejas.
—Pero eso son sólo fábulas, mitos, amigo mío —arguyó, perspicaz.
Assai miró alrededor y lo abarcó alzando los brazos.
—También esto lo era antes de ahora, de estar nosotros aquí, quiero decir. —Pisó golpeando el suelo—. Y ya ves que esto es muy real. ¿O no? —inquirió incisivo.
—Cierto, pero esto es material, es algo tangible, no espiritual —replicó Mohkajá, resistiéndose a la línea de razonamiento de su gran amigo y colega.
—¿Y quién dice que lo material y lo espiritual no pueden conjugarse, combinarse? ¿Qué somos los hombres sino una mezcla de ambas cosas? —filosofó, trascendente, Assai.
Tras encogerse de hombros, Mohkajá miró al comisario.
—¿Qué hacemos? —le preguntó a media voz, hecho un auténtico mar de dudas—. ¿Qué opinas?
—Yo debo seguir… —musitó, asombrándose acto seguido él mismo de lo que afirmaba—. Es mi deber investigar y lo haré; vaya que si lo haré, y hasta el final… Vosotros podéis regresar. No quiero que arriesguéis vuestras vidas inútilmente. No sois policías…
Assai rió quedamente.
—¡Claro! —exclamó con una amplia sonrisa—. ¿Y perdernos la aventura? ¡Ni hablar! Ni lo sueñes… Cagadito de miedo estoy, pero no pienso retroceder ni un solo paso. —Al posicionarse así, hizo reír a sus dos acompañantes.
Mohkajá los miró fijamente y asintió.