—Una vez más, se nos han adelantado… —se lamentó Mojtar, arrojando luego su colilla sobre la arena con rabia mal contenida.
Mientras, Assai «barría» con sus prismáticos el área cercana en busca de un rastro, de una simple señal… A su alrededor, pequeños remolinos de aire levantaban nubes de arena que se desplazaban a capricho. El suelo rocoso aparecía ante ellos quebrado, desgajado por la fuerza de poderosos brazos que habían dejado allí su impronta a modo de grandes socavones.
Mascullando algo ininteligible entre dientes, El Kadern quiso consolarse.
—De todas formas, creo que sí estamos sobre la pista correcta. Los indicadores que mis compañeros encontraron a medio borrar en Philae y Dendera han resultado de utilidad —comentó, ensimismado.
—Lo que sea que buscan está bajo nuestros pies; de eso no me cabe duda alguna —aseguró Assai, golpeando después con su pie derecho el duro y rocoso suelo sobre el que había saltado la fina arena como polvo acumulado—. Si no hubieran cavado con tanto empeño…
—Pero debieron de darse cuenta de su error, pues se fueron —dedujo Mohkajá.
El comisario abrió mucho los ojos.
—Continúa, por favor —lo animó—. ¿Qué crees que ha sucedido? —Se acercó a su amigo, quien luchaba por mantener sus ojos libres de la fina arena del desierto.
—Han podido entrar por alguno de esos agujeros. —Mohkajá señaló con firmeza estirando mucho el brazo—. Registrémoslos —casi ordenó por el autoritario tono de voz.
Pero un meticuloso examen de cada uno de los cinco grandes agujeros cerró pronto aquella posibilidad. Todo parecía que, de nuevo, se les escapaba entre sus dedos. ¿Dónde estaba la clave del caso? Mojtar se preguntaba no qué buscaban ya, sino quién o quiénes eran los desconocidos que buscaban y, no menos importante, quién o quiénes los perseguían con tanta tenacidad.
—Nada, en el quinto agujero tampoco hay pista alguna —indicó Assai, un tanto desanimado ya por lo infructuoso de la búsqueda.
—Pues han de estar muy cerca —adujo el policía frunciendo más el ceño—. No pueden haberse equivocado tanto.
—Eso quiere decir que hay peligro. Son hombres armados y bien entrenados en el acto de la guerra. Además —se dirigió a Mojtar—, tú eres aquí el único capaz de hacer frente a una amenaza armada. Nosotros no sabemos nada de armas… ¿Verdad, Mohkajá?
Su colega asintió en silencio.
—Es cierto —admitió el comisario torciendo el gesto—. No debí involucraros en este peligroso asunto. Ha sido un error… Llamaré a comisaría y contactaré con las tropas que el Ejército tiene acantonadas cerca de Luxor. Necesitamos refuerzos profesionales, con vehículos blindados.
—Entre tanto, mientras llega la «caballería», busquemos con cautela —propuso Assai—. Hemos de localizar sin pérdida de tiempo su situación. Y lo haremos —profetizó risueño.
Llegados a este extremo, Mojtar concedió a sus amigos la posibilidad de abandonar. Les tenía demasiado afecto para poner en serio peligro su integridad física.
—Comprendería que no quisierais continuar… —Les habló con suavidad, en marcado tono confidencial—. No os culparía por ello precisamente… ¿Qué me decís?
Ceñudo, Mohkajá caviló un instante y después movió negativamente su cabeza.
—¡Ah, no! —exclamó con voz estentórea—. De eso nada. Ahora que esto se pone interesante… Yo no me voy a ningún lado. Hasta aquí hemos llegado y juntos seguiremos. ¿Estás de acuerdo, Assai? —El aludido afirmó levantando el dedo pulgar derecho—. Además, el peligro no desaparecerá porque lo dejemos ahora… Pienso que esa gente querrá borrar rastros… —Se señaló a sí mismo y luego a sus amigos.
El tenaz policía esbozó una sonrisa radiante.
—Bien, no perdamos más tiempo —replicó alzando mucho el mentón—. ¿Por dónde empezamos?
—Por fuerza ha de haber por aquí algún roquedal, colina, montículo o similar, lo que sea… —Assai miró en torno suyo, en giro de trescientos sesenta grados, tratando de dar con algún lugar que, por su volumen, pudiera ocultar un acceso secreto.
—Lo más parecido a algo así está a algunas millas. —Mohkajá señaló a lo lejos, donde el horizonte no tocaba el suelo arenoso, sino que descansaba sobre la alargada silueta de una interminable cadena de amontonamientos de rocas y arena.
—Eso puede ser. Vayamos —sugirió Mojtar.
Assai se encogió de hombros y Mohkajá asintió en silencio.
El «viejo león» recorrió el pedregoso terreno con un fuerte traqueteo, bajo un cielo azul turquesa donde el sol brillaba con fuerza, calcinando la arena. Después el comisario aparcó su viejo automóvil junto a unas grandes rocas y apagó el contacto del motor.
Una vez fuera, los tres amigos se dispersaron en busca de alguna pista.
Dos grandes montones de piedras, medio desmoronados y cubiertos de arena, captaron enseguida la atención de Assai. Éste los bordeó despacio, cogió una de las piedras y la observó con suma atención.
Era una piedra gastada por la erosión de la arena y el viento, que habían hecho su trabajo durante siglos, tal vez milenios; pero aún se podía notar la mano del hombre en sus aristas, incluso en un resto de símbolo que prácticamente había desaparecido.
Muy concentrado en sus valoraciones, Assai miró de nuevo las pirámides deformadas por el derrumbe, que apenas levantaban dos metros del suelo, y alzó un brazo. Era la señal silenciosa convenida si alguno de los tres encontraba algo de interés.
Mojtar y Mohkajá se apresuraron a llegar hasta él y, ansiosos como estaban, le preguntaron con la mirada antes de alcanzar su altura. Por toda respuesta, su amigo movió la barbilla hacia delante y enarcó las pobladas cejas. No tardaron en concordar con él en que aquellos montones de piedras ocultaban algo más de lo que a simple vista parecía.
Assai los distribuyó a uno y otro lado. Lo hizo sin mediar palabra alguna. Con manos temblorosas, más por inquietud que por miedo, comenzaron su concienzudo trabajo de inspección levantando piedras y liberando de arena algunas zonas en las que ésta se acumulaba en exceso.
Un grupo de piedras se desgajó del resto y cayó a plomo al suelo, dejando ver un símbolo profundamente grabado en la roca arenisca, como a fuego.
Dubitativos, se miraron los tres, interrogándose con los abiertos ojos. Fue Assai quien afirmó con movimiento de cabeza. Una increíble sensación de alivio los invadió a todos.
—¡Aquí está! —casi susurró Assai, más emocionado de lo que su rostro aparentaba—. Por fin… —añadió dejando escapar un ligero silbido—. Esto ha de ser forzosamente la clave; quizás hasta la entrada… ¿Pero adonde conducirá? —Miró atentamente a sus dos amigos, esperando una ayuda, una respuesta óptima.
Mojtar lo observaba boquiabierto y meneó la cabeza sin saber realmente qué decir.
Mohkajá no lo dudó ni un instante.
—Es el
Ank
—afirmó categórico. Después acarició con mimo el legendario símbolo con la palma de su mano derecha—. Es la llave de la vida eterna —aclaró con toda solemnidad—. Limpió con sus dedos la arena de la marca.
Acto seguido apoyó con fuerza su mano en el signo y la piedra se hundió suavemente hasta tocar algo duro, quedando en el fondo del hueco.
—¿Ya está? ¿Y ahora qué? —dijo Assai, impaciente por momentos.
Mojtar se volvió como presintiendo que algo cambiaba en su entorno, y entonces pudo ver que una parte del suelo había descendido, dejando un foso negro que se hundía en la más absoluta oscuridad.
—Creo… creo… —tartamudeó sin poder controlar su voz—. Creo que hemos abierto eso. —Señaló con mano temblorosa el pozo que, como una sima oscura y profunda, se abría desafiante ante ellos. Parecía llegar hasta el mismísimo averno.
Los tres se quedaron estupefactos, aterrados, literalmente paralizados. Sabían que algo resultaría afectado al mover la piedra con el
Ank
grabado en ella, pero en modo alguno esperaban que fuese aquello.
Era tan oscuro, tan espeso, tan profundo…
Dubitativos, se miraron en silencio entre ellos, como intentando decidir quién bajaría primero; si es que se podía hacer. Con los ojos desmesuradamente abiertos, el comisario tomó por fin la iniciativa.
—Yo… yo soy el responsable, amigos —farfulló nervioso—. Si hay que descender, yo seré el que lo haga en primer lugar. —Un frío de muerte le recorrió el espinazo, poniendo de punta todo el vello de su cuerpo—. Pero me pregunto por dónde bajaremos…
Se acercaron a la boca perfectamente cuadrada del pozo y entonces vieron, como clavados en la roca viva, los primeros asideros de bronce.
Mojtar respiró muy hondo. Ya no podía volverse atrás. Se situó de espaldas y comenzó a descender con la aprensión y el miedo bien reflejados en su huidiza mirada, como acerados destellos en su rostro. La oscuridad se lo fue tragando a medida que sus pies palpaban y se asentaban sobre el siguiente asidero hasta desaparecer por completo de la vista de sus amigos.
Con los brazos en jarras, Assai fue el siguiente en reaccionar.
—Nos toca ahora —anunció con una extraña mueca—. Yo iré en segundo lugar… Si no lo hacemos, nos maldeciremos el resto de nuestras miserables vidas.
Con absoluta resignación, Assai primero y Mohkajá tras él, siempre solidarios entre ellos, se hundieron lentamente en el foso, con sus ojos fijos en el hermoso retazo de cielo azul que gradualmente iba disminuyendo de tamaño según penetraban en el foso escalón a escalón.
Un sudor frío se apoderó de los tres expedicionarios hacia lo desconocido y, como si hubieran traspasado un velo de aire denso igual que el agua, como una cortina que separara un espacio de otro, sintieron que cambiaban de mundo. Avanzaban a tientas, rumbo a un lugar sencillamente inimaginable.
En un momento de serena reflexión el policía pensó si no era demasiado imprudente la decisión que acababa de tomar. Sus manos se aferraban con fuerza al bronce y resbalaban al asirlo; sudaban a causa del miedo que le mantenía rígido.
Pero ya era tarde. Acababan de traspasar el umbral del inframundo.
Fueron bajando, pisando y palpando los asideros de bronce, sin rastro alguno de luz alguna. Confiaban que aquel camino vertical, que se abría como la boca de una gigantesca fiera abismal de leyenda, tuviera por fin un final.
Mojtar volvió la cabeza despacio, con medida lentitud y bajó la mirada. Fue entonces cuando vio que, desde abajo, llegaba una luz tenue que convertía en penumbra el denso velo de negrura, rasgándolo en jirones de niebla que se resistían a disiparse.
El final del largo viaje
L
as largas y frías horas nocturnas habían ido dando paso a la luz y el calor creciente de un alba en el que el sol ya despertaba, desafiante, incendiando el cielo con su ígneo poder.
La ruta era larga, penosa. Avanzar entre las calcinadas arenas, en medio de aquel monótono y árido paisaje, ponía a prueba el temple de aquellos hombres y mujeres castigados por la Historia, desplazándose de su tierra natal por el miedo a un poder romano que amenazaba con dominar el mundo.
A Kemoh se le hacía especialmente duro cabalgar ataviado con el ropaje real, cuyo peso lo aplastaba. Nebej, cuando los ojos de sus súbditos bajaban mirando el suelo, lo refrescaba con paños de lino humedecidos. Había preparado una fórmula magistral que inhibía las glándulas sudoríparas del faraón no coronado a la vez que lo perfumaban.
Amhai, por el contrario, como si su carne fuera de piedra, fría, inalterable, cabalgaba erguido, con el rostro surcado de mil arrugas que labraban en su espíritu la historia de mil hombres que pasaron por su vida, transmitiéndole sus valiosos conocimientos para formarlo como sabio inigualable.
Hasta los fibrosos jamelgos, jóvenes y nerviosos, se sentían castigados por el implacable sol y el pico de los jinetes o de las cargas, en su defecto.
Tan solo una cosa mantenía en pie, como borrachos que se tambaleaban en busca de refugio, a aquellos expedicionarios. Eran conscientes de que el final de su largo viaje se acercaba y entonces ya no andarían errantes por tierras extrañas. Iban a habitar las de sus parientes de piel oscura, las de los descendientes de una dinastía, la
XXV
, que dominó Etiopía y Egipto, y que incluso se atrevió a retar al entonces todopoderoso Nabucodonosor, el rey más importante de Babilonia.
Ellos serían ahora su naciente esplendor, recogiendo la más gloriosa herencia de sus ancestros.
Como una línea oblicua, sinuosa y delgada, tanto que se les antojó un cabello perdido de Isis, apareció un
wadi
azul en la lejanía, igual que el reflejo del cielo, como si Ra deseara insuflarles vida nueva y acudiera en su ayuda para reparar sus agotados cuerpos.
Un hombre alzó pesadamente el brazo y con la mano colgando, como si fuera de hierro, estiró el índice en un esfuerzo ímprobo. Después, con voz entrecortada, anunció su presencia en el horizonte.
—Un… un… un
wadi
—acertó a alzar la voz desde su reseca garganta.
Como si una corriente de extraña energía los invadiese, todos alzaron las cabezas, dejando escapar lágrimas de sus ojos, mezcla de dolor y alegría.
Amhai espoleó su corcel y levantando una nube de arena se adelantó a explorar. El admirado visir fue solo. Su cabalgadura, que podía oler el aroma del valioso líquido, lo llevó raudo, haciendo acopio de sus últimas energías, como en las alas del gran buitre, hasta el oro líquido. Las aguas resbalaban por el cauce del ancho arroyo. Lo hacían como por el lecho pulido de un coral, para llegar abundantes, frescas y cantarinas. Era un pequeño paraíso de vida.