—¿No lo saben, verdad…? —preguntó cortante—. Veo, por sus caras, que están en la inopia respecto al señor Isengard. No se lo ha dicho, claro que no… Les ha implicado en esta búsqueda sin explicarles cuál es el objeto de la misma.
—Habló mirando al suelo, sobre el que ahora dibujaba una pirámide con su dedo índice.
—¿Qué es lo que deberíamos saber? ¿Acaso nos lo va a decir usted? —inquirí con voz ronca.
El sonrió débilmente. Me lanzó una breve mirada de inspección.
—Comprendo su enfado, señor Craxell… Créame. Los dos buscamos lo mismo —convino el cardenal sin reservas—. Queremos ser el gran sumo sacerdote de Amón-Ra… Quien termine con éxito todas las pruebas, se enfrentará al ritual sagrado. Y a quien lo consiga, se le concederá un poder que no puede imaginar ni en sus sueños más salvajes.
Me sorprendió sobremanera que un hombre del temple y la frialdad de monseñor Scarelli, acostumbrado al poder de la Iglesia Católica Apostólica Romana y también a las intrigas vaticanas, me hablara de algo tan espiritual como sencillamente fantástico. Claro que, por otra parte, si creía que María, la Madre de Jesús, había ascendido en cuerpo físico al cielo… ¿Por qué esto, que me estaba refiriendo con displicencia, no iba a creerlo al pie de la letra?
Mi interlocutor posó sus ojos grises, fríos y vidriosos, sobre los míos, como una amenaza cierta, letal. Sin embargo, su inexpresiva cara me hablaba de cuán verdad, al menos para él, era aquello tan rocambolesco que me acababa de revelar.
Un tanto dubitativo ya, me encogí de hombros.
—No sé qué decirle… —le susurré, incómodo.
—Hace bien. No debe comprometerse más —añadió con tono que desvelaba una amenaza.
Puse los ojos en blanco y más tarde sonreí con tristeza.
Pero aún había una pregunta que me abrasaba la garganta, la cual me salió espontáneamente, sin pensarla dos veces.
—¿Quién es Klug Isengard? —pregunté asqueado. Había señalado al austríaco con una inclinación de cabeza.
Él mostró una sonrisa burlona.
—Sabía que, más tarde o más temprano, me lo iba a preguntar… El señor Isengard desciende por línea directa de un poderoso sumo sacerdote de Amón-Ra, del gran Nebej. Fue alguien que vivió en el siglo
V
de nuestra era.
—Ya puestos en «confidencias», dígame… ¿Y usted? ¿Quién es verdaderamente usted?
Entonces el cardenal sonrió triunfal, como si hubiese estado esperando aquella pregunta durante siglos.
—Yo desciendo de Imosis, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra.
Hubo entre nosotros dos un plúmbeo silencio. Lo rompí al cabo de tres o cuatro segundos.
—Ya comprendo… —repuse en voz baja.
Scarelli soltó un bufido.
—No comprende nada, estúpido —espetó furioso—. Antiguamente había dos grandes sumos sacerdotes, uno de ellos en la superficie, el que era mi antepasado. Él sufrió los rigores de las persecuciones de los césares romanos convertidos al cristianismo; con decirle que tuvo que esconderse para realizar sus rituales en lugares impensables…
—Y Nebej proviene del gran sumo sacerdote de Amón-Ra que sobrevivió cómodamente aquí abajo —deduje señalando con un brazo a nuestro alrededor.
—Muy bien, señor Craxell. Ha sacado «sobresaliente» —señaló mordaz—. Veo que no es tan simple como yo lo consideraba.
Krastiva, muda testigo de la insólita conversación, no pudo sujetarse más tiempo la lengua.
—Pero usted es católico… ¡Es un cardenal católico! —exclamó escandalizada—. ¿Me lo puede explicar? —quiso saber ella—. ¿Cómo es posible? —preguntó sin entender nada.
—Sí, pequeña, claro que sí —le él respondió paternalista, como si estuviera en el confesionario—. Debe saber que, a veces, es necesario realizar algunos sacrificios para conseguir fines más elevados. —Nos lanzó una fría mirada de advertencia.
Me mordí la lengua.
—Ya… —murmuré con mordacidad—. ¿Y ellos? —Señalé a Olaza, Roytrand, Delan y Jean Pierre, que en ese momento hacían corrillo.
—Todos son fieles sacerdotes de Amón-Ra. Si es preciso, darán su vida para salvar la mía.
—Pero, por lo que voy comprobando, todos ustedes carecen de los conocimientos que, sin embargo, sí posee Klug Isengard.
El cardenal cerró un instante los ojos.
—Sigue acertando, señor Craxell. Mientras mis antepasados morían sin poder traspasar sus poderes y su sabiduría a la siguiente generación, Nebej y sus descendientes, libres de toda perturbación, llegaban con sus conocimientos y poder intactos hasta hoy en día, al siglo
XXI
.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Krastiva, preocupada.
—¿No lo ves? —intervine raudo—. Ellos lucharán por el poder y el vencedor nos matará —precisé cáustico.
—No sea tan rudo con ella, señor Craxell —señaló el ambicioso miembro de la Curia Romana—. Digamos mejor que el que lo consiga les guiará a la otra vida, la eterna…
—Una sonrisa maligna iluminó su cara de rana. —Consuélense— gruñó. Después ladeó la cabeza—. Son los únicos mortales, sacerdotes aparte, que verán el esplendor y el poder del verdadero Egipto. ¡Y, además, lo van a ver gratis! —Supuraba cinismo por todos los poros.
Klug se había acercado por detrás de Scarelli y, puesto a la defensiva, cortó nuestras divagaciones con voz grave.
—Pierde el tiempo si pretende ganarse su voluntad, Scarelli —afirmó glacial—. Saben de sobra quién es quién. —Escupió su odio.
—Ahora sí, ya lo creo que lo saben —le respondió el cardenal, incorporándose. Una sonrisa triunfal le llegaba de oreja a oreja.
El vienes arrugó mucho la frente.
—¿Os lo ha dicho…? —Ante nuestro silencio, él insistió inquieto—: Sí… Supongo que sí.
—Deberías haber confiado más en nosotros —le reprobé en tono agrio.
Resopló, inflando todavía más sus mofletes.
—No es algo fácil de contar —admitió con voz queda—. Os hubiera parecido un loco o, cuando menos, un fanático, un iluminado de esos que pululan por ahí. Además, tú —me taladró con sus acuosos ojos azules— hubieras desestimado mi oferta, aun siendo ésta muy generosa.
—No puedo decir que no, claro está, en cuanto al asunto crematístico se refiere.
Taciturno, el anticuario se sentó pesadamente junto a nosotros en el lugar que antes ocupaba monseñor Scarelli. Parecía un gran Buda enseñando su particular doctrina a inexpertos monjes jóvenes.
Y no distaba tanto de serlo.
—No os culpo. —Miró alrededor, controlando con mirada de halcón a nuestros captores—. Pero hay algo que debéis saber… —Hizo una mueca y se quedó callado.
—¿Hay más aún? —preguntó Krastiva, sorprendida.
—Lo hay; vaya que si lo hay —dijo bajando más la voz—. De esta búsqueda depende el futuro de la Iglesia Católica y, por ende, de sus ochocientos millones de adeptos, porque sus tradicionales creencias se verán profundamente trastocadas… Si Scarelli consigue convertirse en el sumo sacerdote de Amón-Ra —susurró en un tono marcadamente confidencial—, una gran convulsión acaecerá en el mundo occidental destruyendo el sistema de valores actual.
Lo miré escéptico.
—¿Y eso es malo? —pregunté mecánicamente.
Klug sonrió complacido.
—No, por supuesto que no, ni mucho menos.
Mi paciencia se agotó en ese preciso momento.
—¿Y si ganas tú? ¿Qué sucederá entonces? —inquirí tirando con bala explosiva, esperando una evasiva por su parte.
Klug pasó por alto el primer comentario.
—Entonces el mundo entero conocerá la verdad. Así podría decidir en qué cree realmente, sin que nadie le imponga por decreto una religión… Sin embargo, no os ocultaré que es mi secreta intención restaurar el culto a Amón-Ra.
Subí mucho las cejas, extrañado.
—¿Aquí, en esta ciudad laberinto en que ahora nos encontramos? —pregunté perplejo.
El anticuario movió afirmativamente la cabeza con emoción mal contenida.
—Lo haremos aquí y en la superficie, por supuesto… Esto es el inframundo. Sólo eso… La ciudad-templo de Amón-Ra está más allá de este mundo oscuro y tan peligroso.
Krastiva, con voz muy baja, casi en un susurro inaudible, le preguntó directamente:
—¿Y nosotros? ¿Qué pintamos en todo esto? ¿Qué papel jugamos en esta aventura? Me habéis ayudado… —Alzó la mirada con sus preciosos ojos y sonrió levemente—. Ahora sois más mis amigos que mis clientes. Así pues, podéis decidir qué hacer cuando esto termine. Si Scarelli no nos liquida a todos, claro —añadió compungida.
Visto lo visto, hice una oportuna sugerencia.
—Es mejor que descansemos. Necesitaremos de todas nuestras fuerzas para llegar hasta el final. Pero lo haremos por turnos. Uno hará guardia, fingiendo dormir, y los otros dos dormirán. Ahora bien. —Sonreí un poco irónico—, el que esté de guardia debe tener cuidado de no quedarse traspuesto.
—Yo haré la primera guardia —se ofreció Klug.
Fue en busca de su bolsa, la colocó junto a las nuestras, en hilera, y luego se echó apoyando la cabeza en ella. La rusa y yo no tardamos en abandonarnos en brazos de Morfeo, casi pegados. Lo que no sabíamos era que alguien nos esperaba en nuestros sueños…
El aire olía a incienso quemado y su fragante olor penetraba por mi nariz, hasta embriagarme, proporcionándome una sensación de paz y sosiego absoluta, como pocas veces había experimentado en mi movida existencia.
La luz escaseaba y la que emitían las llamas, que surgían con fuerza de los pebeteros de hierro forjado, creaban un ambiente fantasmal al proyectase contra las doradas paredes. Allí, volubles, formaban inciertas siluetas de criaturas imposibles que apenas duraban unos segundos.
Ante mí había un gran atril con una esfinge de Amón, sosteniéndola sobre su cabeza, y también vi dos hombres vestidos como sacerdotes del antiguo Egipto. Estos aparecieron de repente, quedándose estáticos, extrañamente inmóviles. Entre ambos pude distinguir unas placas doradas con una especie de carpeta de oro, lisa y brillante, sin signos externos. Aquello parecía ser el objeto de su atención.
Sin embargo, no la miraban. Se observaban el uno al otro, mirándose fijamente a los ojos.
Sus cabezas, totalmente rasuradas, ostentaban un capacete de oro pegado al cráneo igual que una segunda piel. Unas túnicas blancas, ceñidas por un ancho cinturón de oro, cuya hebilla eran dos esfinges de carnero con cabezas humanas y el disco solar sobre ellas, con turquesas incrustadas, componían todo su atuendo.
Sus pies estaban descalzos. Sus largas mangas de lino blanco reposaban sobre el atril. Y sus manos, de largos dedos, con sus uñas pintadas con oro, descansaban una a cada lado de la carpeta de placas de oro.
Me acerqué despacio, temiendo interrumpir lo que, al menos en un principio, creí que era algo así como un trance, una meditación tan intensa que los dos sacerdotes se hallaban abstraídos por completo, con sus mentes en otro lugar, tal vez en otra época…
Ni una brizna de aire corría en aquella cámara. Era como si el tiempo se hubiera detenido, como la imagen congelada en una cinta de vídeo.
Pero una barrera transparente, invisible, totalmente infranqueable, frenó mi avance.
Esperé con calma.
Entonces oí una voz. Era una voz que sonaba en mi cerebro. Brotaba del sacerdote que se sentaba a mi diestra, frente a mí, aunque sus labios no se movían. Sólo se me ocurrió una explicación coherente.
«¡Es telepatía!», pensé alucinado. Me dio un vuelco el estómago al caer en la cuenta de lo que aquello significaba.
«Sé bienvenido a la ciudad del dios Amón-Ra, Alex Craxell».
Aquella voz, que sonó cavernosa en mi interior, era firme y amable a un tiempo.
Quien fuera, conocía mi nombre, ¡y también mi apellido!
«No te asustes, hijo de Amón-Ra. Sabemos que vienes con el que ha de ser nuestro sucesor».
Me relajé y escuché como un niño cuando recibe instrucciones de un padre que es sabio y fuerte.
—¿Quiénes sois? —pregunté y la voz se quebró en mi garganta.
«—Yo soy Amenés… Amenés —repitió—. Es el nombre que me puso mi padre. Después me convertí para siempre en Imhab, el gran sumo sacerdote de la ciudad-templo de Amón-Ra, en el hijo de Amón».
El otro personaje que se sentaba a mi siniestra se presentó mentalmente:
«Yo soy Nebej, gran sumo sacerdote de Amón-Ra».
—¿Qué…? —balbucí alucinado a cuenta de lo que escuchaba—. ¿Qué queréis de mí?
Fue la majestuosa voz de Imhab la que se volvió a comunicar conmigo en silencio.
«No temas, porque nuestro poder te guiará. Superarás las pruebas a las que Apofis te someterá. Maat te hallará justo y Ammit no devorará tu corazón. Has de llegar hasta nosotros. Nosotr…» La voz se fue disolviendo, junto con la imagen y yo mismo. Mis ojos vieron como una nebulosa emborronaba lo que antes me resultaba tan nítido.
Me dormí como un bebé.
Krastiva andaba como flotando sobre el aire mismo. Ante mí había cuarenta y dos estatuas, todas presididas por una más grande, la de Osiris, que se ofrecían a ella como una imagen del poder de los antiguos egipcios.
Los ojos de las esculturas irradiaban una imponente luz, interna y roja, como si tuvieran vida. El suelo era algo oscuro, como inexistente. Aquellas asombrosas figuras parecían flotar en medio de la nada, sin sujeción visible. Eran inmensas y estaban lejos, muy lejos…
En el ínterin, Krastiva trataba de atravesar el denso velo negro que ocupaba aquel espacio, llenándolo todo. Solo se veían, en semicírculo, las cuarenta y tres estatuas.
De pronto, hablaron.
Lo hicieron todas al unísono. Todas expresaron las mismas palabras, como un coro perfectamente sincronizado.
—Tú llenarás el vacío —dijeron con voces graves, las cuales resonaron como un trueno en la noche.
A lo que la rusa replicó enseguida:
—¿Yo? ¿El vacío…? ¿De qué vacío habláis?
Las estatuas rieron a la vez su «salida».
—Tú les ayudarás a llegar. Tus alas les darán la vida cuando Apofis y Seth se la arrebaten. Tenéis que llegar hasta nosotros… Es necesario —afirmaron con solemne rotundidad.
Las cuarenta y dos esculturas habían hablado a la vez.
La estatua de Osiris permanecía aún en silencio.
La respuesta de Krastiva fue dubitativa.
—No tengo alas, ni nada que se asemeje.
—Hallarás tu camino. —Osiris habló al fin. Lo hizo con voz suave, como un susurro tierno, muy agradable al oído.