El visir descabalgó, tocó las aguas y se puso en pie, cruzando los brazos en alto, una y otra vez.
Era la señal convenida y largamente esperada.
Una oleada de hombres y mujeres, como langosta veloz, se desperdigó entre las arenas gritando a voz en cuello en dirección al agua salvadora, mostrando su inenarrable júbilo. Se lanzaron al canal con ropas, de costado, de cabeza, otros de espaldas, algunos sumergiéndose en el agua por completo. Era el líquido elemento que también reconfortaba sus abatidas almas.
Un improvisado campamento se formó de manera natural en torno a aquel providencial cauce.
Kemoh, Nebej y Amhai agradecieron la ayuda de la madre naturaleza, que ahora les brindaba la oportunidad de vivir para cumplir con su sagrado propósito. El resoplar de los caballos y dromedarios, satisfechos al fin, tranquilizó sus mentes, ocupadas en el bienestar de quienes les seguían, de los que creían en su poder, en sus decisiones.
Nebej sacudió la cabeza dejando escapar un largo suspiro de alivio.
—Ahora sólo tendremos que seguir el cauce. Ya no nos faltará nunca el agua, ni nos achicharraremos bajo el sol del día. Podemos avanzar sin miedo a morir de sed y que nuestros huesos se blanqueen al sol tras devorarnos los buitres —le dijo el gran sumo sacerdote de Amón-Ra a su faraón.
Así fue cómo, siguiendo la guía del poderoso y vivificador río Nilo —aunque ellos entonces lo ignoraban por completo—, caminaron y cabalgaron, siempre en orden perfecto de revista, tras el hijo de Ra, tras el hijo de Amón, tras «el señor del tiempo», como conocían a Amhai, el fiel visir.
Con el brillo del oro, de las plateadas lanzas de las piezas y de las armaduras de los arneses reflejando el sol, abandonaron una vez más el desierto, alejando a los buitres y con ellos, a la muerte por inanición. La superficie del suelo se hacía más lisa, sin apenas ondulaciones, con pequeños núcleos arenosos salpicando el paisaje, permitiendo un avance cada vez más rápido a la larga caravana que formaban.
El Nilo, con sus aguas silentes, los acompañaba en todo momento. A sus dos orillas surgían ahora, aunque de forma intermitente, pequeños oasis de palmeras datileras cargadas de sus marronáceas frutas.
Se acercaban… se acercaban… Pero… ¿adónde?
El abrasador aire del desierto los empujaba con su celo ardiente, expulsándolos de sus vastísimos dominios; y ellos, como obedientes súbditos de un rey aún mayor que el suyo, sacaban fuerzas de flaqueza para perseverar en aquella loca marcha hacia unas tierras donde poder habitar en paz.
Y llegaron. Lo hicieron un día de madrugada. Fue cuando el resplandor de la luna bañaba con su luz blanca, de perla fría, las piedras malditas de la necrópolis de Meroe.
Habían alcanzado la ciudad de los muertos.
Docenas de afilados picos de piedras de las pequeñas pirámides meroítas —en comparación con las colosales egipcias— se alzaban como pináculos que desearan rasgar el oscuro manto nocturno. Parecían poderosos guardianes pétreos que custodiaran el descanso de un ilustre huésped. Ante las más importantes se alzaban dos o hasta cuatro pilonos con escenas coloreadas de quienes en vida las mandaron construir.
Los viajeros estaban parados ante aquel imponente espectáculo de silencio y muerte. Se ofrecía ante ellos igual que una máquina de vida eterna que, no obstante, nunca funcionó.
Nebej avanzó lentamente, distanciándose del grueso de la caravana. Como una figura de ultratumba pasó las primeras pirámides, rodeándolas paso a paso. Lo hizo con toda solemnidad, con profundo respeto, con la reverencia de quien rinde su respetuoso homenaje a un gran rey; o se debería decir mejor a una gran Candance, porque las dos pirámides con sendos pilonos, cada cual al frente que bordeaba Nebej, eran nada menos que la tumba de la candace más famosa y poderosa de todos los tiempos.
Allí reposaban los momificados restos mortales de la candace Amanitore y su esposo, el rey Natakamani.
Kemoh, venciendo a su supersticioso corazón, azuzó con los talones a su montura hasta internarse tras Nebej en el sagrado campo de la muerte, con su inseparable e imperturbable visir Amhai a su lado.
El gran sumo sacerdote de Amón-Ra le fue explicando la historia.
—Ella reinó cuando ya no había en Egipto ninguna dinastía reinante. Buscó un descendiente de la gran Cleopatra, pero no lo pudo hallar… —Miró fijamente a Kemoh—. Deseaba entronizarlo en Egipto.
El faraón mostró su extrañeza.
—Pero había un descendiente —afirmó de inmediato, ceñudo.
Amhai asintió en silencio. Después lo miró serio y concentrado.
—No era prudente, mi señor. Roma hubiera asesinado al heredero y a la Candace también. Además, su esposo, el rey, era contrario a este deseo de ella —aclaró. Era buen conocedor de la historia de los descendientes de la celebérrima reina de Egipto que cautivó tanto al «divino» Julio César como a Marco Antonio.
—Ahora descansan juntos… —musitó Kemoh mientras casi cerraba los ojos—. Quizás Natakamani haya comprendido su error —deseó fervientemente. Tenía un nudo de contenida emoción en la garganta.
Los ojos de Nebej se cruzaron un fugaz momento con los de Amhai. Ambos conocían bien la historia. Los soberanos sólo descansaban juntos, nada más.
El jovencísimo faraón no coronado suspiró nostálgico.
—Buscaremos un lugar donde acampar que no sea éste —ordenó con voz otra vez firme. Señaló el lugar.
—Como ordenes, señor.
De las bocas de los tres personajes salían nubes de vapor que parecían, a los ojos de los expectantes súbditos, sus
Kas
pugnando por huir de aquel turbador reino de muerte y desolación.
Regresaron a la posición en la que cientos de pares de ojos escrutaban, entre los claroscuros de la noche, el ir y venir de las tres figuras que se les antojaban poderosos semidioses. Tan solo ellos los podían proteger en medio de aquella oscuridad. En un silencio sepulcral, dominados por un temor mórbido, deslizaron sus inquietas miradas sobre las caprichosas formas de la ciudad de los muertos, igual que sombras que huyeran de una luz poderosa capaz de fundirlas.
A pocos
items
se alzaba Meroe, el objetivo de su búsqueda, la última etapa a cubrir. Allí morarían por fin los exiliados, libres del sangriento acoso de los legionarios de Justiniano.
El frío nocturno refrescaba sus pelados hombros y desperezaba sus ateridos músculos. Todos deseaban tanto el dormir bajo un techo de piedra… Los militares querían colgar sus armas en las paredes y vivir. ¡Vivir!
Una gran duna rectangular se alzaba en el horizonte, como un muro inaccesible capaz de desanimar al más fornido guerrero. Se interponía entre ellos y la gran ciudad, como un gigante que amenazase tragarlos con su arenoso cuerpo, para enterrarlos irremediablemente en vida.
Caminaron en línea recta hacia ella, tal como si de un enemigo más se tratase. Lo hicieron con suprema decisión. Los pies se hundían en la arena con fuerza, golpeándola con rabia, desafiando su omnipresente poder.
Kemoh, Nebej y Amhai desmontaron. Conduciendo a sus monturas por las bridas, sujetándolas con fuerza, fueron ascendiendo por la gigantesca duna. Metían en la arena un pie, que se hundía hasta el tobillo, y luego el otro. Entonces una placa de arena resbalaba y se acumulaba en torno a sus piernas, cubriéndoles hasta las rodillas. Sacaban un pie para penetrar en la arena otro poco más y luego repetían la operación con el otro, y una nueva placa de arena se deslizaba, semienterrándolos. Así una y otra vez, hasta que, fatigados, con la boca reseca como el cartón, masticando la fina arena, llegaron por fin a la cresta de la desafiante duna.
Un espectáculo mágico, iluminado por la luz de la luna, se ofreció ante ellos, los fascinó como la mirada de un dios sereno. Ante los tres egipcios se encontraba la que, en su día, había sido la espléndida ciudad de Meroe. Ella se alzaba aún orgullosa, combatiendo con coraje contra las arenas del desierto que se acumulaba contra sus muros, sus leones de piedra y sus edificios de vivos colores antaño, pero ahora semiborrados por la implacable erosión del desierto.
Así era Meroe.
Así, más o menos, fueron Tebas y Menfis.
Así fue el Egipto de los faraones de tantas y tantas dinastías…
La calma dominaba sobre el lugar, en su día un acogedor hogar de hombres y mujeres que luego lo abandonaron para siempre.
Nebej se mostró fascinado por aquel espectáculo.
—Es un lugar inmenso, una gran ciudad —comentó con voz queda.
Amhai se volvió a medias hacia el gran sumo sacerdote de Amón-Ra.
—Es la ciudad del rey Natakamani —afirmó con voz estentórea—, también de la candace Amanitore, del poderoso rey Terekenidal, y aquí nació el gran Taharqá. Es la cultura egipcia sobreviviendo a sus poderosos enemigos. —El pecho de Amhai se hinchó de orgullo recordando glorias pasadas.
Subieron a sus caballos y descendieron a trompicones, ansiosos por entrar en la deshabitada urbe pétrea que les acogía en su seno como hace una madre con un hijo al que hace tiempo extraña. Pasaron bajo el dintel de una gran puerta cuyas hojas de madera, abiertas de par en par, no habían podido cerrarse por la gran cantidad de arena acumulada contra ellas, sobre todo en el exterior. Era como una losa porque una lengua arenosa había entrado empujada por los tórridos vientos.
Dos grandes estatuas, sentadas en sendos tronos pétreos, flanqueaban las puertas situadas contra dos gigantescos pilonos que aún mostraban, en uno de ellos, al rey Natakamani. Este aparecía en un carro de guerra con su arco, y en el otro se veía a la candace Amanitore sujetando con su izquierda, por el pelo, a un montón de enemigos vencidos y con la diestra blandiendo un hacha en alto. Los colores, vivos, primarios, no habían perdido todavía su original encanto. Algunas partes se encontraban desportilladas, con trozos de regular tamaño desprendidos como un mal menor.
Los tres dignatarios entraron en una ciudad que ahora se veía sombría y desolada. Con las luces de las casas apagadas hacía demasiados años, sus calles estaban inundadas de arena. Las puertas aparecían desprendidas de sus goznes y los techos hundidos. Y los dioses Amón y Apedemak, que antaño rivalizaron por la adoración de los meroítas, se habían asociado ahora para sobrevivir juntos al olvido.
Las estatuas, con sus rostros emocionados, unas caídas en el suelo, semienterradas otras, perdían la guerra contra el todopoderoso e inapelable paso del tiempo. ¿O acaso aún no?
Una brisa suave, cálida y agradable a la vez, rozó sus caras. La ciudad olvidada les daba la bienvenida, invitándoles a resucitarla una vez más.
Amhai tomó de un hachón, clavado en un muro derruido, una antorcha y la prendió con su pedernal. Después la movió sobre la cabeza, en pie sobre los estribos de su caballo, como inequívoca señal para el avance de los suyos, que la esperaban anhelantes.
En orden, despacio, pero con precisión marcial, los egipcios y sus compañeros nubios de viaje bajaron la blanda y arenosa ladera de la gran duna para penetrar en la abandonada ciudad. Avanzaban intrigados, escrutando cada piedra, cada rincón, con la curiosidad que es innata en un niño.
Como fuegos fatuos, con sonido de soplo fuerte, se fueron encendiendo una a una las antorchas en manos de sus nuevos dueños. Centenares de anaranjadas luciérnagas revolotearon así, soltando chispas, produciendo calor y alumbrando las sombras de la olvidada ciudad, espantando a sus viejos fantasmas, devolviéndole en suma la vida…
Una larga hilera de luces se internó por el laberinto de casas dormidas, medio enterradas por las arenas o con sus puertas ya desvencijadas, llorando la ausencia de sus antiguos amos, suplicando ser habitadas por alguien. Un nuevo pueblo llenaba por fin, con sus ilusiones de calor, aquel mundo perdido en las amarillentas páginas de la Historia.
Meroe era una ciudad de grandes proporciones que otrora, en su época de mayor desarrollo, tuvo no menos de noventa mil almas en su interior. Ahora la arena era dueña y señora de sus calles, sus casas, palacios y templos, y también ocultaba sus tesoros…
Durante los días que siguieron a la ocupación de aquel lugar olvidado por los vivos, sus nuevos inquilinos se aprestaron a devolver parte de su orgulloso aspecto a la capital del viejo Imperio Axumita. Para ello, vaciaron incontables sacos de arena. Después limpiaron templos, palacios y casas. Se barrieron las calles hasta dejar a la vista, libre de aquel elemento calcinado que se empeñaba en cubrirlas, las losas que las embaldosaban de piedra arenisca y granito.
Los técnicos dispuestos por Amhai recorrieron la fantasmal ciudad casa por casa, para comprobar fehacientemente el estado de sus estructuras, derribándose luego las que apenas si podían tenerse ya en pie. Además, se reutilizaron sus piedras, sus elementos básicos, que ahora se integrarían en los edificios que tan solo habían sufrido daños en sus fachadas o paredes interiores. Así, poco a poco, una nueva ciudad empezó a resurgir de sus cenizas. El golpeteo de los cinceles de los escultores, reclamando y tallando piedras nuevas, sonó como notas alegres en el aire renovador de Meroe.
De nuevo los cuerpos, broncíneos y brillantes por el sudor, colorearon la ciudad sentados en sus puestos de canteros, subidos a los precarios andamios. Desde éstos devolvían el color a deterioradas escenas de los reyes que concibieron aquella gran población.
Un baño de luz, color y sonido llenó Meroe, devolviéndole, como por arte de magia, la alegría de la vida, el calor humano perdido durante cinco decenios.
Todo en derredor de ella, se edificaron murallas con puertas flanqueadas por poderosos pilonos en los que se representaba al nuevo faraón Kemoh. Los estandartes rojos del
Peraá
de Meroe ondearon al viento con el orgullo de un soberano muy joven y lleno de vida, desafiando al tiempo.
Una vez más, el templo de Amón-Ra brilló esplendoroso con su interior en perfecto orden, listo para servir de morada al antiguo y poderoso dios. Como contraste de la nueva situación espiritual, el templo de Apedemak, iluminado y oscuro, sin sacerdotes que lo habitaran, fue destinado en un principio a centro administrativo y almacén. Soplaban nuevos tiempos…