Amhai sintió un estremecimiento que a duras penas pudo controlar.
—Así se lo haré llegar, majestad —contestó, impasible en apariencia—. Estoy seguro de que él, en su día, sabrá reconocer tu apoyo debidamente.
Poniéndose en pie, el rey dio unas fuertes palmadas y en el acto aparecieron cinco hombres armados con un oficial al frente al que susurró unas órdenes que nadie pudo comprender por tratarse de una lengua que ninguno de los egipcios allí presentes entendía.
Soram V se volvió a ellos y les dijo en tono solemne, más sosegado:
—Ya está todo en orden. Cargarán lo que habéis solicitado en cuatro carretas situadas enfrente del palacio. Ijmeí, que, como ya sabéis, es el jefe de la Guardia Real, se hará cargo de escoltaros hasta vuestros navíos y allí recogerá el pago acordado en oro.
Sólo por un instante, Nebej creyó ver en los ojos del monarca un fugaz destello que lo alarmó sobremanera. Después algunos de los notables del Reino de Saba se acercaron estrechando el círculo en torno a la cabecera de la mesa.
El banquete fue languideciendo paulatinamente y algunos de los orgullosos nobles, abotargados por el exceso de vino consumido, aparecían despatarrados sobre los sillones de madera y, además, en posturas imposibles. Otros, se habían dormido sobre el plato que tenían enfrente, sin que eso les impidiera acompañar a Morfeo por las oníricas praderas de los Campos Elíseos.
Aquello resultaba en sí un cuadro de patética hechura. La otrora elegantemente dispuesta mesa real, aparecía ahora llena de restos de comida y grandes manchas oscurecían la virginal apariencia del lino en que habían sido tejidos los manteles. Alguno de los invitados había incluso vomitado, y el hedor se hacía insoportable por momentos hasta que los sirvientes lo recogían todo. La maravillosa música había cesado, y los que aún podían tenerse en pie se retiraban tambaleantes, igual que soldados heridos tras una batalla. Tenían sus rostros enrojecidos por un excesivo consumo de alcohol, y sus barrigudos vientres satisfechos y con pesada digestión en la mayoría de los casos.
Los soldados de la Guardia Real, hieráticos, en pie como estatuas de piedra, parecían estar acostumbrados a escenas similares, y veían desfilar ante sí a los poderosos de Saba con total indiferencia. En el patio que se abría en torno al estanque situado frente al palacio, un grupo de servidores palatinos se aprestaba a cargar en cuatro grandes carretas —todas cubiertas por toldos cuadrangulares de piel de camello—, el marfil y el agua, así como las provisiones, que eran meticulosamente examinadas por un oficial de la escolta egipcia.
Los carromatos, tirado cada uno por dos robustos caballos, se pusieron pesadamente en marcha a una orden sonora de Amhai, seguidos de cerca por una veintena de soldados sábeos al mando directo de Ijmeí, cuyo rostro mostraba ahora una altivez glacial.
La comitiva enfiló el camino a las puertas de la ciudad. Ya en el exterior, los expedicionarios se encontraron con la curiosidad general. En las murallas, además de los centinelas, dispuestos en una ordenada línea de a tres, se agolpaban numerosos habitantes para verlos pasar. El sol luchaba por llegar al suelo encontrando su rumbo infranqueable en los altos edificios que daban sombra.
¿Una vida por una leyenda?
D
e improviso, el anticuario austríaco me miró con extraordinaria fijeza, blanco como una pared recién encalada, los ojos desorbitados y mostrando un temor mórbido. Pero he aquí que sus cuerdas vocales se negaban a vibrar, entumecidas por el miedo que sentía. No era capaz aún de articular ni una sola palabra.
—Vamos, Klug —le indiqué con voz dura—. Krastiva y yo estamos siendo dos auténticos títeres en tus manos. Si realmente te interesa que sigamos adelante, dinos lo que sabes… ¡Lo que sea! —bramé airado—. Debes decirlo absolutamente todo.
Mis ojos taladraron la cara de Isengard igual que brocas con punta de carburo de tungsteno, presionándole sin piedad, al límite, en un desesperado intento por conseguir echar abajo su reticencia, tan firme como un muro de hormigón armado. Me dolía su desconfianza, y me desconcertaba bastante el hecho de que no confiase en mí, que no depositase en mis manos todos los datos que, sin lugar a dudas, él poseía, máxime siendo todavía mi cliente.
—No nos moveremos de aquí. —Le hice un elocuente gesto a la rusa para indicarle que frenara el jeep, cosa que ella hizo ipso facto—, si no satisfaces nuestra demanda de información. —Me crucé de brazos y volví la cabeza hacia la parte trasera, en la que viajaba el natural de Viena—. Te estoy esperando. ¡Sigo esperando, tío! —exclamé furioso.
—De acuerdo… de acuerdo… —tartamudeó Klug, dándose al fin por vencido—. Pero os advierto que es una historia larga y… ¿Cómo comenzarla? —Tragó saliva con mucha dificultad.
—Empieza por el principio, que esta noche no nos esperan a cenar en nuestro hotel. Creo que llegaremos algo tarde… —repliqué con toda la sorna que pude echarle a la cara.
—Es que te juro que no daréis crédito a lo que os voy a referir —nos advirtió con voz queda.
Hastiado, arrojé una bocanada de aire cálido al techo del todoterreno.
—Prueba a hacerlo —respondí, exasperado—. Quiero un relato minucioso… ¿Me has oído? —le espeté agriamente.
El bajó la cabeza y, con ademanes rudos y torpes, inició de una vez su relato.
—Veréis… En tiempos de Tutmosis III y tras su victoria sobre el Imperio Mitanni, cuyos derrotados ejércitos fueron perseguidos por él y sus tropas hasta su capital, atravesando el Eufrates con navíos desmontados que había ordenado preparar en Biblos a tal efecto, en su persecución, se mandó construir una gran ciudad bajo las arenas del desierto en honor al dios Amón. El lugar, una cavidad de grandes proporciones, había sido descubierta casualmente por una caravana que, proveniente de Persia, se hundió accidentalmente en el punto en que ésta se hallaba. Así, la Orden de Amón se dividió en dos ramas bien diferenciadas, y luego…
—Una siguió oculta, bajo la arena, y la otra, en la superficie —le interrumpí sin ningún miramiento, exteriorizando de paso mi acertada deducción.
—Así es —dijo, enfadado, Isengard—. Durante siglos y siglos la ciudad-templo de Amón-Ra permaneció en paradero ignorado, aunque sí se sabía que era autosuficiente… Pero ya en tiempos de Justiniano, cuando el último templo de Isis, el de Philae, fue saqueado y cerrado al culto, se dejó de tener noticias de esa ciudad-templo. No obstante, un sacerdote salió del recinto secreto y pudo viajar con el resto de la nobleza egipcia en su exilio, proclamándose gran sumo sacerdote de Amón-Ra.
Silbé en tono admirativo ante lo que acaba de oír.
—¿Por dónde salió? —pregunté, intrigado—. Ese es precisamente el punto por el que entrar ahora… ¡Una ciudad-templo! —exclamé en voz alta.
—No te alteres y escucha con suma atención —me recriminó el austríaco en tono de resentimiento—. Nebej, que así se llamaba el joven sacerdote, destruyó la salida de la ciudad-templo de Amón-Ra por la que había escapado. Según él, el gran sumo sacerdote Imhab activó los mecanismos que inundaban de arena las posibles salidas, aislando la ciudad-templo de la superficie definitivamente.
—¿Dónde diablos se halla? —inquirí apremiante—. Supongo que excavando se puede llegar a esta ciudad-templo de Amón-Ra que dices…
—Ese es en sí el problema —reconoció Klug—. Nadie conoce su ubicación. Nebej nunca reveló su emplazamiento a nadie.
—Y ahora dime… —indiqué con tono áspero—. ¿Qué tiene que ver esa historia contigo? ¿Cómo diste con esa información si has nacido en Austria? —le pregunté escéptico como pocas veces.
Klug Isengard nos miró a los dos como nunca lo había hecho con anterioridad, con sus acuosos ojos azules extraordinariamente abiertos. Se le vio dubitativo por unos segundos que se nos hicieron eternos, pero por fin confesó sus orígenes con voz queda, como si temiese que alguien pudiera realmente oírle en aquella apabullante soledad que nos rodeaba sin remedio por los cuatro puntos cardinales.
—Soy descendiente de Nebej, gran sumo sacerdote de la Orden de Amón-Ra, y busco la ciudad-templo, como hicieran antes mis antepasados, todos sin éxito.
Hubo un largo silencio compartido. Aquello me parecía demasiado alucinante para ser cierto. La rusa lo rompió con cierta brusquedad en su voz.
—¿Nos estás diciendo que esa ciudad-templo está ahí, bajo las ardientes arenas y que absolutamente nadie ha sido capaz de hallarla en tantos siglos? —porfió, asombrada—. ¡Oh, Dios mío! —Se llevó las manos a la cabeza ante su profundo estupor—. Estamos buscando una leyenda… ¿Nos estamos jugando la vida por una milenaria leyenda? —preguntó Krastiva, nerviosa.
Rápido de reflejos, opté por cortar por lo sano con aquella absurda aventura hacia ninguna parte y en medio de la más árida nada.
—Nos vamos a casa. —Me dirigí a Krastiva con voz muy firme—. Esto es de locos. No hay nada que podamos hacer aquí; así que arranca de nuevo. Nos vamos a toda pastilla con este jeep hacia El Cairo.
—¡Esperad! ¡Esperad, por favor! —exclamó el anticuario, desconcertado—. Aún no he terminado. Hay más, mucho más… Nebej —continuó su perorata— se llevó consigo un documento muy valioso. Eso era todo lo que quedaba de uno de los rollos más importantes de la ciudad-templo de Amón-Ra. Contenía encantamientos en dos lenguas. Una de ellas era la egipcia. La otra…, la otra resultaba desconocida incluso en aquel tiempo. Se trata del llamado «papiro negro». En un primer momento, no entendí qué tenía que ver la localización de la ciudad-templo de Amón-Ra con aquel extraño papiro.
—¿Un papiro negro dices? —pregunté, desafiante—. Nunca oí hablar de nada similar —comenté, ceñudo.
Entonces el vienés, como por arte de magia, extrajo de entre sus ropas un papel doblado hasta el límite y lo extendió con sumo cuidado ante nosotros, entre los dos asientos delanteros del vehículo mercenario. Lo tomé en mis manos y, tras estudiarlo en silencio y con todo detenimiento, constaté que no era capaz de traducir sino la escritura, en jeroglífico egipcio, y ello a duras penas; y no toda. De la otra escritura, no entendí ni una sola palabra, ni una sola letra; nada de nada. Aquello era realmente frustrante. Como jamás había visto nada parecido a esa asombrosa escritura, al final me sentí muy incómodo al notar una aguda punzada de desazón.
El veterano anticuario leyó a la perfección la intensidad de mis desolados pensamientos.
—Ésa fue mi reacción, y también, claro, la de tantos otros… Ahora, si queréis abandonar, podéis hacerlo en paz con vuestra conciencia profesional. Lo entiendo perfectamente. Quizás otro me ayude a encontrar la ciudad-templo de Amón-Ra, o puede que nunca sea hallada por nadie… ¡Yo que sé! —exclamó con voz estentórea.
Tras unos segundos de lógica incertidumbre, decidí tirar por la calle de en medio. Le estaba cogiendo gusto a aquella locura.
—Está bien, te ayudaré —dije en tono neutro, intentando no mostrar la más mínima emoción—. Pero dime una cosa, que ya me empiezo a cansar de todo este embrollo… ¿Qué esperas que haya en esa alucinante ciudad-templo? ¿Vamos a encontrar tesoros de gran valor? —pregunté dándome la vuelta. Lo hice para mirar con dureza al orondo anticuario, que en esos momentos sudaba a chorros.
Pero los acuosos ojos azules de Klug me hicieron estremecer. Además, en modo alguno me podía imaginar su contundente y lúgubre réplica.
—Antes de nada, te informo que para llegar a la ciudad-templo de Amón-Ra hay que pasar por el inframundo. —Pronunció lo último con tono muy grave, dándole toda la solemnidad que le fue posible.
Solté una risilla de puro y duro sarcasmo.
—Klug, por favor, no nos tomes el pelo, que somos todos mayorcitos… ¿No nos querrás hacer creer que el mundo sobrenatural de los antiguos egipcios nos espera allá abajo? ¿Verdad que no? —le interpelé con mi más marcado acento irónico.
El aludido arqueó mucho sus dos cejas antes de contestar con gran aplomo, sorprendiéndome una vez más.
—Sí, exactamente eso es lo que encontraremos, y que no te dé la risa tonta —señaló al descubrir mi mordaz expresión—. Pero no como vosotros creéis. Todos los faraones y los grandes sumos sacerdotes de Amón-Ra debían superar las pruebas del inframundo. Posteriormente, recibían el anillo de Osiris, que probaba cómo habían pasado por él, y dejaban el que portaban como ofrenda a Osiris.
Respiré muy hondo y con expresión escéptica miré a mi interlocutor con la sorpresa pintada en la cara.
—Mira, Klug, las cosas como son… Yo admiro y respeto todo lo que se refiere a la milenaria cultura egipcia, y reconozco que he ganado mis buenos dineros comerciando con piezas de todo tipo y de toda época. Pero de ahí a creer que un mundo de ultratumba sea real, hay, valga la redundancia, un mundo. —Me acomodé removiéndome un tanto incómodo en mi muy recalentado asiento. Después mi incrédula mirada se cruzó con la expectante de Krastiva. Creo que en realidad ambos comenzábamos a creer que aquello que contaba el grasiento anticuario sólo acababa de empezar…
—Sé que es difícil de creer —afirmó él con el semblante muy serio—. Por eso mismo me reservé esta parte de la información. —Se disculpó juntando las palmas de las manos hacia arriba, como si estuviera orando en una iglesia—. No quería que me tomarais por un chalado… Además, ¿me hubierais ayudado si os lo hubiese dicho antes de comenzar la búsqueda?