—Tienes toda la razón en este caso. No, ciertamente que no —respondí secamente, con la cruda verdad por delante—. No entendía que se me hubiese contratado para jugarme la vida por una leyenda.
—Pues yo te…
Sospeché enseguida algo gordo ante la actitud dubitativa que adoptaba Isengard.
—Hay más, ¿no? —le pregunté cara a cara.
—No sé si debo… —murmuró, temeroso.
—Ni lo dudes, por favor. Es mejor que conozcamos todos los datos. Una vez que poseamos toda la información, podremos decidir… ¿Qué esperabas? Desembucha todo lo que tienes en la garganta.
La rusa asintió con cierta vehemencia, antes de que el vienés se decidiera a hablar de nuevo. Este lo hizo tras una pausa de por lo menos diez segundos, pero fue como en un susurro, casi inaudible, en el interior del todoterreno donde aún nos encontrábamos.
—Con la muerte de mis dos compañeros queda solamente un candidato a gran sumo sacerdote de la Orden de Amón-Ra —concluyó Klug, consternado.
Krastiva lo miró asombrada, y yo me limité a hablar con toda la frialdad que pude.
—Deja que lo adivine… Eres tú. —Mi voz rezumaba sarcasmo.
—Sí, soy yo —farfulló él mientras afirmaba con la cabeza, entre avergonzado y temeroso—. He de encontrar la ciudad-templo con su inframundo anexo, y luego pasar las pruebas. Sólo así lograré convertirme en el gran sumo sacerdote de esa orden.
—Ya voy comprendiendo. Y dime… ¿Qué papel juega en todo esto el famoso papiro negro? ¿Tiene acaso las claves para hallar ese dichoso inframundo?
—No, no, en absoluto. —Se apresuró a negar—. Sólo que cada gran sumo sacerdote heredaba su papiro en espera de que alguien de sus sucesores, si no él mismo, fuera capaz de desentrañar un criptograma. Así ha sido desde siempre. Puede que Nebej se lo llevase de la ciudad-templo de Amón-Ra.
—Ya —musité, lacónico—. ¿Hay algo más? —inquirí a continuación, sintiendo que se me acababa el aguante.
—Sí, claro —respondió con impaciencia Isengard—. También que junto con el papiro negro, que estaba cubierto por dos placas de oro para su conservación, iba una llave…
—¿Vas comprendiendo ya? —preguntó casi chillando en aquel recalentado habitáculo donde nos encontrábamos, en medio de la nada.
—¡La pieza de metal del sobre! —exclamé raudo al recodar la extraña pieza metálica que hallara en el sobre encima de mi cama del hotel de Roma, enviada por el propio Klug, y acompañada de dinero.
—Sí, es una llave. —El austríaco sonrió levemente al comprobar mi renovado interés por el tema—. No se sabe qué abre, o adonde conduce… Nebej no supo nada de ella hasta que extrajo de la bolsa que llevaba las placas de oro conteniendo el papiro negro. Fue entonces cuando, en el fondo, vio una llave de complicada hechura. Desde entonces, ambas cosas van juntas.
—Humm, se me ocurre una explicación lógica… —Total, que sin apenas ser consciente de ello, me estaba dejando llevar al terreno que Isengard conocía muy bien—. Podría ser que el papiro diga en esa lengua antigua qué es lo que se hallará, cómo y dónde, y también que la llave abra la puerta de acceso —deduje con mi diestra apoyada en la barbilla.
—Eso mismo hemos creído hasta ahora. Me refiero a mis compañeros fallecidos y a mí —reconoció Klug, con hondo pesar en su timbre de voz.
—Ya… Entonces… digamos que hay dos búsquedas, no una sola.
—Ahora importa más hallar la ciudad-templo de Amón-Ra —dijo sin más preámbulo.
—¿Y eso por qué? —inquirí cada vez más intrigado. Aquella fabulosa leyenda me estaba atrapando sin remedio, y me dejaba llevar por ella a no sabía exactamente dónde.
—Aunque no lo creáis, acceder al sacerdocio de Amón-Ra, lo digo en calidad de gran sumo sacerdote, te confiere ciertos poderes que pueden facilitar en grado sumo la segunda búsqueda.
—Voy comprendiendo —repliqué, incrédulo.
Klug Isengard se puso más serio e hizo su último anuncio.
—Hay una última cosa que debéis saber los dos ahora.
—¿Cuál? —pregunté mientras, abstraído, trataba de asimilar toda la información.
—Sin duda lo más peligroso de todo; lo que en realidad no me deja dormir bien todas las noches —alegó Klug con tono lastimero.
—¡Dilo de una vez! —exclamé sin poder contenerme ante su larga pausa—. ¿Crees que hay algo que nos pueda meter más miedo? —le desafié en un gesto altivo.
—Sólo es que la Iglesia Católica intentará eliminarnos. —Como si en verdad quisiera amenazarnos, nos señaló con un dedo índice tembloroso en forma de cañón de pistola—. Os aseguro que el Vaticano no reparará en gastos y empleará todo medio a su alcance a fin de lograrlo.
Surgió un denso silencio que no sé ya lo que duró entre nosotros tres.
—¿Qué interés tiene la Iglesia Católica en todo esto? —pregunté al fin, pero sin pensar en qué nueva sorpresa podía salir de la boca del gordo vienés.
—Ellos son los descendientes de la Orden de Amón que sobrevivió en la superficie.
Quedé tan perplejo que me limité a contestar con voz queda:
—Ahora sí que, de verdad, no entiendo nada de nada.
Krastiva, que asistía atónita a las continuas revelaciones de Klug como convidada de piedra, nos miraba a uno y a otro totalmente ensimismada, como si las palabras de ambos la transportaran a un mundo del todo desconocido para ella, de otro planeta, de otra galaxia, de otro cosmos. Todo aquello le parecía una auténtica locura, y el anticuario un serio aspirante a encontrar plaza en una casa de salud mental.
Apoyada contra la portezuela del lado del conductor en el jeep, y con su sugestivo cuerpo girado hacia mí, escuchaba con atención de colegial aquella insólita batalla dialéctica que seguramente no tenía parangón posible en todo el globo terráqueo. ¿Quién iba a estar tan chalado para hablar y hablar del asunto que nos ocupaba en medio de una región tan árida, y todo ello bajo un sol abrasador?
Isengard, por su parte, aspiró aire caliente y se lanzó a por el resto de una fabulosa historia ambientada en tiempos pretéritos.
—Veréis… Nebej dirigió la orden en el micromundo que creó junto al último faraón y su visir en un punto ignorado; pero entre los que se quedan en Egipto hubo sacerdotes de Amón-Ra que se adaptaron a los nuevos aires religiosos que soplaban, integrándose en el sacerdocio de la nueva religión que traían desde Constantinopla los hombres del Oriente romano de Justiniano. La orden fue infiltrándose poco a poco en el poder, en el nuevo poder, y así se acabó transformando en lo que hoy es a través de los tiempos.
Me quedé literalmente deslumbrado con lo que acababa de oír.
—La Orden de Amón, la Iglesia Católica Apostólica Romana, es increíble… —musité con los ojos abiertos como platos—. ¿O sea que son lo mismo?
Klug dejó escapar una leve risa sarcástica antes de continuar. Le noté aliviado por momentos, como si realmente se quitara un gran peso de encima, y la verdad que no era para menos tras escuchar sus increíbles confidencias.
—Sí, claro, así es, sin paños calientes; aunque les duela hoy en día aún a muchos católicos… Sé que suena a fantasía anticlerical, pero es la pura y dura realidad. No obstante. —Dudó un instante antes de proseguir su extraordinaria revelación—, no ha sido un camino fácil para los que hemos seguido los dictados del gran sumo sacerdote Nebej a través de los siglos. Éramos un grupo cada vez más exiguo. —Me miró fijamente, buscando con ansiedad en mi hosca expresión un signo de comprensión—. Esta fue la razón por la que nos constituimos en una orden armada y… —Se cortó bruscamente.
—¿Y…? —Me impacienté una vez más.
—No sé si te lo vas a creer… Conformamos la Orden de los Caballeros del Temple.
Inmediatamente me pregunté qué demonios hacía yo allí, en un punto indeterminado del sur de Egipto. Ya no sabía si reír o llorar.
—Ah, no, rotundamente no —dije con una irritación que me raspaba la reseca garganta—. Eso ya sí que no. Esto es demasiado para mí… Te lo juro por lo que más quieras. No me vas a convencer de que el Temple y la Orden de Amón son lo mismo. No quiero ya más pajas mentales. —Me exasperé, como pocas veces en mi vida, ante una historia que cada vez me parecía más y más inverosímil, obra de una mente desvariada.
—Pues en parte así es. La Iglesia Católica descendía de aquellos sacerdotes de Amón que se infiltraron en el Cristianismo corrompiéndolo. Pero, por otra parte, los descendientes de Nebej conformaron la Orden de los Caballeros del Temple. El mundo creyó que hacía referencia al templo del Dios de los hebreos, pero en realidad se refería al templo de Amón-Ra.
—Por lo que yo sé , la Iglesia Católica apoyó en un principio a la Orden de los Templarios —intervino Krastiva que, salvo en una intervención, había permanecido callada hasta el momento. Ella puso allí un poco de cordura.
—Y así fue, querida. —Isengard sonrió comprensivamente, como un viejo profesor dando una elemental explicación a la alumna de turno—. Aún no habían surgido discrepancias importantes en el seno de la Iglesia Católica, pero con el tiempo…
No me pude contener más, así que me metí otra vez en aquella «refriega» verbal.
—Sí, es vox pópuli lo que les ocurrió a Jaques de Molay y los suyos bajo la férula de Felipe IV de Francia —afirmé en plan tajante, y sin ninguna consideración cuando añadí irónico—: Eso lo sabe cualquiera que haya comprado un libro de los tan cacareados templarios.
Klug, cuyo rostro enrojeció ostensiblemente, se excitó lo suyo.
—Fueron inmolados… como ofrendas… a Amón… de un modo blasfemo —dijo con voz entrecortada.
—Esto es… es… no sé ya cómo definirlo —le respondí al anticuario, que había empezado a llorar como un niño al relatar la historia de sus ancestros.
—La orden de Amón, la Orden del Temple; si no tenían nada en común… —repliqué al instante. Me extrañé intentando encontrarle un denominador común a ambas órdenes, separadas en el tiempo por quinientos años y, además, tratando de darle visos de realidad a tan extravagante historia. ¿Me estaba haciendo daño el intenso calor egipcio?
—Tienen en común más de lo que crees. —Isengard se secó las lágrimas con el dorso de la mano, añadiendo a continuación—: El temple adoraba a un carnero que estaba adornado, entre sus cuernos, con el dios solar de Ra, Baphomet.
—Sí, creo recordar que formaba parte de la ecuación ese hecho; por otra parte, no probado —le concedí con un deje irónico.
—Fue ése el único hecho auténtico del que se les acusó. Pero además usaban la cruz que provenía, aunque algo cambiada, de Egipto. Y si a esto le añadimos que eran monjes, o sea, sacerdotes, en realidad resulta que tenían muchas cosas en común. Sólo su aspecto externo, su disfraz, el más adecuado a la época en que vivían, les hacía parecer otra cosa distinta… —Hizo una pausa para tomar aire y continuó—: ¿Sabéis que tenían ritos de adoración iniciática, para cuya realización se reunían en secreto? ¿Y conocéis el hecho de que nadie, salvo los más veteranos, era admitido en tales rituales?
Dejé escapar una risilla, un tanto desdeñosa, mientras alzaba las manos abiertas.
—Ahora me dirás que tú eres un caballero del Temple, claro —le dije con cierto hastío.
Isengard, que había captado perfectamente mi sarcasmo, se puso muy serio al lanzar su afirmación.
—No, yo no lo soy —aceptó con voz débil—. En realidad, los que sobrevivieron se fundieron con otras órdenes como la de Montesa, Alcántara y otras. Finalmente se extinguieron con el paso del tiempo, como tal Orden del Temple me refiero. Ya no interesaba mantenerla.
—¿Cómo es que quedabas sólo tú? —inquirí, impaciente.
El grueso anticuario de Viena soltó un largo suspiro de resignación.
—Los agentes de la Iglesia Católica nos han ido dando caza, uno tras otro —adujo él, preocupado—. Es una cacería humana silenciosa y mortal, muy eficaz, como habéis podido comprobar.
—Y sólo quedas tú —insistí, escéptico.
—Sí, pero si alcanzo mis objetivos refundaré la orden, y entonces se tendrán que plegar a mis deseos, a mis órdenes. —Hizo una nerviosa mueca burlona con la boca—. Así de claro, o moriré en mi empeño —sentenció Klug con tono desafiante.
En mi interior, compadecí a mi interlocutor y cliente. Su desmesurada megalomanía le había hecho cambiar la realidad hacia una historia de ficción que sólo él se creía. Es más, Isengard estaba seguro de que la todopoderosa Iglesia Católica Apostólica Romana llegaría algún día a darse por vencida, tras esa «implacable persecución» puesta en marcha por sus esbirros más siniestros, y le rendiría al fin la debida pleitesía.
Sin embargo, al cabo de unos minutos, en contraste con lo anterior, ya no dudaba de que en su fantástico relato sí había algo de veracidad. Desde que era muy joven había aprendido que quien relata una historia auténtica es el que ofrece datos, cuenta situaciones, y éstas no son siempre idílicas ni idealizadas, y éste parecía ser el caso del anticuario que tenía situado detrás de mi asiento.
Saqué de uno de los bolsillos de la pernera de mi pantalón la llave de bronce y la miré con suma atención. Me pregunté si no abriría una caja de Pandora. Y así me vino a la mente el papiro negro.
—¿Qué fue del papiro negro? —le pregunté, intrigado.
El evadió la respuesta casi con tono seco.
—Ahora es más importante hallar la ciudad-templo de Amón-Ra, si es que queremos salvar nuestras vidas.
—Sí, será mejor que nos vayamos cuanto antes… Hemos perdido ya mucho tiempo dándole a la sin hueso —reconocí al instante en plan deportivo, restando importancia a la fría respuesta de Klug—. ¿Hacia dónde debemos ir? —Ante el silencio que siguió, señalé a la rusa—: Arranca y vamos hacia el gran río.
—¿Crees en su historia? —me preguntó Krastiva en un susurro, expectante, pisando el acelerador del jeep para obligarlo a salir de su forzada inactividad.
—Sólo en parte, aunque creo que en realidad, en su conjunto, es falso —repliqué en tono marcadamente confidencial y acercándome para ello a su oído izquierdo sin ningún disimulo—. ¿Qué quieres que te diga? Tengo demasiadas preguntas sin respuesta lógica en la cabeza. Por otra parte, nos guste o no, estamos metidos hasta el cuello en este asunto.
—Ya lo veo —respondió ella, evidentemente confusa.
Debo reconocer que experimenté la intensa emoción del retorno a la aventura en estado puro al ponerme de nuevo en marcha, algo impagable si, además de ello, tenía a mi lado a la bellísima eslava. Ella seguía muy pendiente de todos mis gestos.