El ladrón de cuerpos (46 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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—No necesito el jugo de naranja y tampoco necesito más cuidados. ¿ De veras sugieres que hay posibilidades de atrapar a ese delincuente?

—Como te dije antes, Lestat, piensa en la limitación más importante que tenías en tu antiguo estado: los vampiros no pueden andar a la luz del día; más aún, de día son seres completamente indefensos. Cierto es que poseen el reflejo de dañar a quienquiera que se atreva a perturbar su descanso. Pero, salvo eso, se hallan indefensos. Y durante unas diez o

doce horas deben permanecer en un mismo lugar. Eso nos da una gran ventaja, máxime porque es mucho lo que sabemos sobre el ser en cuestión. Lo único que necesitamos es la oportunidad de enfrentamos con él y confundirlo bastante como para que se pueda hacer la mutación.

—¿Se lo puede obligar?

—Sí. Se lo puede hacer salir de ese cuerpo el tiempo necesario como para que te metas tú en él.

—Tengo que contarte algo, David. Con este cuerpo no tengo ni un solo poder extrasensorial. Tampoco los tenía cuando era un muchacho mortal.

No creo que pueda... elevarme y salir de este cuerpo. Lo intenté una vez en Georgetown y no pude mover la carne.

—Cualquiera puede hacer ese truco, Lestat; sólo estabas atemorizado. Y aún llevas dentro de ti algo de todo lo que sabías cuando eras vampiro.

Tenías la ventaja de las células preternaturales, sí, pero la mente propiamente dicha no olvida. Es obvio que James trasladó los poderes mentales de un cuerpo al otro, pero seguramente tú también te quedaste con parte de ese conocimiento.

—Sí, reconozco que estaba atemorizado... Después no quise intentarlo más por miedo a no poder volver a entrar en el cuerpo.

—Yo te voy a enseñar a salir del cuerpo y efectuar un ataque concertado sobre James. Recuerda que somos dos, Lestat. El ataque lo haremos juntos tú y yo. Y yo sí tengo notables dones parapsicológicos, para definirlos de una manera sencilla. Puedo hacer muchas cosas.

—David, a cambio de esto seré tu esclavo toda la eternidad. Te daré lo que pidas. Iré hasta los confínes del universo por ti, con tal de que esto se cumpla.

Titubeó como si quisiera hacer algún pequeño comentario jocoso, pero lo pensó mejor y no dijo nada. Luego prosiguió.

—Empezaremos con la preparación cuanto antes. Pero ahora que lo pienso, me parece que lo mejor es obligarlo a salir de golpe. Yo, eso lo puedo hacer incluso antes de que se dé cuenta de que estás tú allí.

Cuando me vea a mí, no sospechará. Además, puedo ocultarle mis pensamientos. Y ésa es otra cosa que debes aprender: a disimular tus pensamientos.

—Pero, ¿y si te reconoce, David? El sabe quién eres, te recuerda. Me habló de ti. ¿Qué le va a impedir que te queme vivo en el instante en que te vea?

—El lugar donde se realice el encuentro. No se va a arriesgar a originar un gran incendio muy cerca de su persona. Además, vamos a atraerlo a un lugar donde no se atreva a demostrar sus dones, para lo cual habrá que pensarlo todo muy bien. Pero eso puede esperar hasta tanto sepamos cómo hacer para encontrarlo.

—Podemos acercarnos a él en una multitud.

—O cuando esté por amanecer, porque no podrá correr el riesgo de producir un incendio cerca de su cueva.

—Exacto.

—Bueno, hagamos un cálculo aproximado de sus poderes a partir de la información con que contamos.

Dejó de hablar un momento cuando el camarero llegó a la mesa con una de esas hermosas cafeteras bañadas en plata que hay en los hoteles de categoría. Siempre tienen una pátina distinta de la de cualquier platería, y pequeñísimas abolladuras. Observé el brebaje negro que salía por el pico.

En realidad yo observaba varias cosas mientras estaba ahí sentado, pese a lo desdichado que me sentía. El sólo hecho de estar con David me daba esperanzas.

David bebió un sorbo del café recién servido cuando el camarero ya se marchaba; luego metió la mano en el bolsillo de su saco y me entregó un bollito de hojas de papel.

—Son las crónicas que sacaron los diarios acerca de los asesinatos. Léelas con sumo cuidado y dime cualquier cosa que se te cruce por la mente.

La primera, titulada "Homicidio vampírico en el centro", me indignó. Se hablaba allí de la injustificable destrucción que me había mencionado David. Tenía que ser torpeza, destrozar mobiliarios tan tontamente. Y el robo... qué insensatez atroz. A mi representan te le había quebrado el cuello en el acto de beberle la sangre. Más ineptitud.

—Me llama la atención que hasta pueda usar el don de volar —dije, enojado—. Sin embargo, en este caso atravesó la pared en el piso treinta.

—Eso no significa que pueda usar ese poder en grandes distancias.

—Pero entonces, ¿cómo hizo para llegar de Nueva York a Bal Harbour en una noche? Y lo que es más importante, ¿por qué? Si utiliza vuelos comerciales, ¿qué sentido tiene ir a Bal Harbour en vez de Boston, Los Angeles o París? Piensa en cuánto podría robar en un museo importante o un inmenso banco. Lo de Santo Domingo no lo entiendo. Aunque domine el arte de volar, no puede resultarle fácil. Entonces, ¿para qué ir a esos sitios? ¿Querrá atacar en lados muy distintos para que nadie relacione los hechos?

—No. Si sólo buscara el secreto, no actuaría de manera tan espectacular.

Está cometiendo disparates. ¡Se comporta como si estuviera drogado!

—Así es. Y a decir verdad, ésa es la sensación que uno experimenta al principio. Uno se intoxica con los efectos magnificados de los sentidos.

—¿Podría ser que volara por el aire y atacara simplemente en cualquier lugar adonde lo llevara el viento, que no existiera un plan determinado? —preguntó David.

Pensé en la pregunta mientras leía las demás crónicas, muy frustrado por no poder escrutarlas como podría haber hecho con mis ojos de vampiro.

Sí, más torpeza, más estupidez. Cuerpos humanos aplastados con "un instrumento pesado", que desde luego sólo era su puño.

—Le gusta romper vidrios, ¿eh? —dije—. Le agrada sorprender a sus víctimas. Debe disfrutar viendo su miedo. No deja testigos. Roba todo lo que le parece de valor. Y nada de eso es muy valioso. Cómo lo odio. Y sin embargo... yo también he cometido actos igual de terribles.

Recordé las conversaciones con ese depravado. ¡Cómo me dejé engañar por sus modales de caballero! Pero también me vinieron a la mente las descripciones de él que me había hecho David, todo lo que dijo sobre su estupidez y su autodestructividad. Y su torpeza. Cómo pude olvidarlo.

—No —respondí por fin—. No cree que pueda recorrer semejantes distancias. No te imaginas lo aterrador que puede llegar a ser el don de volar. Veinte veces más atemorizante que el viaje fuera del cuerpo. Todos nosotros lo odiamos. Hasta el rugir del viento produce una sensación de impotencia, un abandono peligroso, por así decirlo. hice una pausa. Nosotros conocemos ese vuelo en sueños, quizás porque antes de nacer lo conocimos en algún reino celestial que está más allá de esta tierra. Pero no podemos concebirlo como criaturas mortales, y sólo yo podía saber hasta qué punto me había desgarrado el corazón.

—Prosigue, Lestat, te estoy escuchando. Yo te comprendo.

Lancé un pequeño suspiro.

—Yo aprendí ese don sólo porque me encontraba en manos de un vampiro audaz, que no le temía a nada. Algunos de nosotros nunca lo aprenden. No, no creo que domine el arte. Está viajando por cualquier otro medio, y sólo se desplaza por el aire cuando está cerca de la víctima.

—Sí, eso parece cuadrar con las pruebas. Si supiéramos...

Algo lo distrajo de improviso. Un anciano empleado del hotel, de aspecto amable, había aparecido en una puerta lejana y con enloquecedora lentitud enfilaba hacia nosotros trayendo un sobre grande en la mano.

David sacó de inmediato un billete, y lo tuvo preparado.

—Un fax, señor. Acaba de llegar.

—Ah, muchísimas gracias.

Abrió el sobre.

—Te leo —me anunció—. Cable de noticias proveniente de Miami. Una residencia en lo alto de una colina, en la isla de Curacao. Hora probable: ayer a la noche, pero no se lo descubrió hasta las 4 de la mañana. Cinco personas encontradas muertas.

—¿Dónde carajo queda Curacao?

—Eso es más desconcertante aún. Se trata de una isla holandesa... bien al sur del Caribe. No le veo sentido en absoluto.

Leímos juntos la noticia. Una vez más, al parecer el móvil había sido el robo. El maleante rompió una claraboya para entrar y demolió el contenido de dos habitaciones. Murió una familia íntegra. La perversidad con que actuó dejó aterrada a toda la isla. Fueron hallados dos cadáveres sin sangre, uno de ellos perteneciente a un niñito.

—¡Este canalla no está sólo viajando al sur!

—Hasta en el Caribe hay lugares más interesantes —comentó David—. ¡Pasó por alto toda la costa de América Central! Ven, vamos a buscar un mapa para analizar sus movimientos. Me pareció ver una oficina de turismo en el hall central. Ahí seguramente tienen mapas. Después llevamos todo a tu casa.

El agente de viajes, un señor mayor de voz refinada, con suma amabilidad - buscó unos mapas en el desorden de su escritorio. ¿Curazao?

Sí, en alguna parte tenía unos folletos. De todas las islas del Caribe, no le parecía una de las más atractivas.

—¿Por qué va la gente ahí? —pregunté.

—Bueno, en general no va mucho —confesó, rascándose la calva—. Salvo en los cruceros, por supuesto. En los últimos años han estado haciendo escala en ese puerto. Aquí están. —Me puso en la mano un folleto de un barco pequeño llamado Corona de los Mares, muy bonito en la foto, que recorría todas las islas y hacía su última escala en Curacao antes de emprender el regreso.

—¡Cruceros! —murmuré mirando la ilustración. Mis ojos se posaron luego en los enormes afiches de barcos que había en las paredes de la oficina.

—En su casa de Georgetown tenía muchísimas fotos de barcos —comenté —. David, ¡está viajando por mar! ¿Recuerdas lo que me dijiste acerca de que su padre trabajaba para una empresa naviera? A mí también me mencionó algo así como que quería viajar a Norteamérica en algún transatlántico.

—¡A lo mejor tienes razón! Nueva York, Bal Harbour... —Miró al agente. — ¿Los cruceros suelen hacer escala en Bal Harbor?

—En Port Everglades, que queda muy cerca. Pero no muchos zarpan de

Nueva York.

—¿No paran en Santo Domingo?

—Oh, sí, ése es un lugar habitual. Todos varían su itinerario. ¿En qué tipo de barco está pensando?

David anotó rápidamente las diversas localidades y las noches en que habían ocurrido los homicidios; sin dar ninguna explicación, desde luego.

Pero luego se mostró abatido.

—No —dijo—, veo que es imposible. ¿Qué crucero podría cubrir el trayecto desde Florida hasta Curacao en tres noches?

—Bueno, hay uno —intervino el agente—, que casualmente zarpó este último miércoles de Nueva York. Es el buque insignia de la Línea Cunard,

el Queen Elizabeth II.

—Ese mismo —confirmé yo—. El Queen Elizabeth II, David, el mismo barco que me mencionó. Tú dijiste que su padre...

—Creía que se lo usaba para cruces transatlánticos.

—No en invierno —repuso afablemente el señor—. Recorre el Caribe hasta marzo. Y es quizá el más veloz que existe, pues alcanza veintiocho nudos.

Pero mire, podemos revisar ya mismo el itinerario.

Emprendió otra de esas búsquedas, al parecer inútiles, de papeles en su escritorio, hasta que por último halló un folleto bellamente impreso, que abrió y alisó con la mano.

- * Sí, partió de Nueva York el miércoles. Arribó a Port Everglades el viernes por la mañana, zarpó antes de medianoche y prosiguió rumbo a Curacao, adonde llegó ayer a las cinco de la mañana. Pero no hizo escala en la República Dominicana, así que no sé qué decir le.

—¡No importa; pasó por allí! —exclamó David—. ¡Pasó por la República Dominicana a la noche siguiente! Mira el mapa. No hay duda. Ah, el muy tonto. Prácticamente te lo anticipó, Lestat, con toda esa charla obsesiva.

Va a bordo del Queen Elizabeth, el mismo barco que fue tan importante para su padre, el barco donde el viejo pasó su vida.

Agradecimos calurosamente al hombre sus mapas y folletos, y luego salimos a buscar un taxi.

—¡Es tan típico de él! —comentó David en el auto, camino a mi departamento—. Todo lo que hace ese demente es simbólico. ¿Te conté que lo habían despedido del Queen Elizabeth en medio de un escándalo?

Ah, estuviste tan acertado. Lo suyo es una obsesión, y él mismo te dio la pista.

—Sí, claro que sí. La Talamasca no lo quiso enviar a América en el Queen Elizabeth II. Y eso nunca te lo perdonó, David.

—Lo odio —articuló, con un ardor tal que me sorprendió, aún teniendo en cuenta las circunstancias en las cuales estábamos involucrados.

—Pero en realidad no es una tontería tan grande, David. ¿No ves que es una cosa astuta, diabólica? Es verdad, sin darse cuenta me dio la clave en esas charlas que tuvimos en Georgetown, y eso podemos atribuírselo a su autodestructividad, porque no creo que haya supuesto que yo me iba a dar cuenta. Además, honestamente, si tú no me hubieras mostrado las noticias que publicaron los diarios sobre los otros asesinatos, a lo mejor nunca se me habría ocurrido esa posibilidad.

—Puede ser. A mí me da la impresión de que quiere que lo pesquen.

—No, David. Se está escondiendo. De ti, de mí, de mis compañeros. Oh, es muy inteligente. Digamos que es un brujo abominable, capaz de ocultarse por completo. ¿Y dónde se oculta? En el atestado mundo de mortales que viaja en las entrañas de un buque veloz. ¡Mira su itinerario! Un barco que navega todas las noches. Sólo de día se queda en los puertos.

—Como quieras —admitió David—, pero para mí sigue siendo un idiota.

¡Y vamos a apresarlo! Ahora bien. Me contaste que le habías dado un pasaporte, ¿no?

—A nombre de Clarence Oddbody, pero seguramente no lo uso.

—Pronto lo sabremos. Yo sospecho que subió al buque en Nueva York de la manera habitual. Para él tiene que haber sido muy importante que se lo recibiera con la debida pompa, reservar la suite más cara y llegar hasta la cubierta superior con los ayudantes haciéndole reverencias. Esas suites son enormes, por lo cual no sería nada llamativo tener ahí un baúl inmenso donde esconderse de día. Ningún camarero lo tocaría.

Ya habíamos llegado de nuevo a mi edificio. David sacó unos billetes para pagar el taxi y enseguida subimos.

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