El ladrón de cuerpos (44 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
6.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿Satanás tenía un perro cuando lo arrojaron al infierno? De ser así, el perro tendría que haber ido con él.

—¿Cómo lo hago, Mojo? —le pregunté—. ¿Cómo hace un simple mortal para apresar al vampiro Lestat? ¿O acaso mis compañeros redujeron mi hermoso cuerpo a cenizas? ¿Fue ése el sentido de la visita que me hizo

Marius? ¿Hacerme saber que ya lo habían con sumado? Dios mío... ¿Qué dice la bruja en esa horrenda película? Cómo pudiste hacerle eso a mi hermosa perversidad. Me ha vuelto la fiebre, Mojo. Las cosas se van a tener que arreglar solas. ¡ME VOY A MORIR!

Oh Dios, contempla el sol que invade calladamente las calles sucias, mira cómo mi hermosa Nueva Orleáns despierta bajo la bella luz del Caribe.

—Vamos, Mojo. Hora de entrar. Después podremos descansar al calor.

Pasé por el restaurante que queda frente al viejo Mercado Francés y compré una porción de huesos y carne para él. La amable camarera me llenó una bolsa con sobra s del día anterior y comentó que al perro le iban a encantar. Luego me preguntó si yo no quería el desayuno, si no tenía hambre en esa hermosa mañana invernal.

—Después, querida. —Le entregué un billete grande. Me quedaba el consuelo de que seguía siendo rico. O al menos eso creía. No lo sabría con certeza hasta que no me sentara a la computadora y averiguara las actividades del vil estafador.

Mojo consumió su comida en la cuneta sin emitir ni una protesta.

Eso era un perro. ¿Por qué no habré nacido yo perro?

Ahora bien, ¿dónde diablos quedaba mi departamento? Tuve que detenerme a pensar, deambular dos cuadras y volver atrás para encontrarlo —enfilándome más a cada instante pese a que el cielo estaba azul y había un sol intenso—, porque casi nunca entraba al edificio desde la calle.

Ingresar en el edificio fue fácil. De hecho, fue sencillo forzar la puerta de la calle Dumaine y volver a cerrarla. Ah, pero ese portón va a ser lo peor, pensé, mientras arras t raba mis pesadas piernas por la escalera, piso tras piso. Mojo esperaba amablemente en los des cansos a que yo llegara detrás de él.

Por último divisé los barrotes del portón, la preciosa luz del sol que caía sobre el pozo de ventilación desde el jardín de la azotea, y el movimiento de las inmensas begonias, que sólo tenían algunos bordes quemados por el frio Pero, ¿cómo iba a abrir esa cerradura? Me hallaba calculando qué herramientas iba a necesitar —¿una pequeña bomba?— cuando me di cuenta de que la puerta de mi departamento, cinco metros más allá, no estaba cerrada.

—¡Dios mío, el canalla ha estado aquí! —susurré—. Maldita sea. Mojo, me han saqueado mi cueva.

Desde luego, también eso podía considerarse como un signo positivo: quería decir que el delincuente aún vivía, que mis compañeros no lo habían ultimado. ¡O sea que aún podía prenderlo! Pateé el portón, con lo cual sólo conseguí un dolor fenomenal en el pie y la pierna.

Luego aferré el portón y lo sacudí sin piedad, pero estaba firme, agarrado a sus antiguas bisagras que yo mismo le había hecho poner. Un fantasma débil como Louis no podría haberlo transpuesto, y mucho menos un mortal. Indudablemente el ser abyecto no lo había tocado sino que había entrado como solía hacerlo yo: bajando de los cielos.

Bueno, basta ya. Búscate unas herramientas y hazlo de prisa. Averigua pronto qué grado de daño te causó.

Giré sobre mis talones, pero en ese preciso instante Mojo se puso en posición de alerta y lanzó su gruñido de advertencia. Alguien se movía dentro del departamento. Un trozo de sombra brincó sobre la pared del hall.

No era el Ladrón de Cuerpos. Eso era imposible, gracias a Dios. Pero, ¿quién?

Al instante se resolvió el misterio. ¡Apareció David! Vestido con traje oscuro de tweed y sobretodo, mi querido David me estudió con su característica expresión de curiosidad desde el extremo del sendero que cruzaba el jardín. No creo que nunca en mi larga vida me haya alegrado tanto el ver a otro mortal.

Pronuncié su nombre en el acto. Luego dije en francés que era yo, Lestat, que por favor me abriera el portón.

No me respondió enseguida. Creo que jamás lo vi tan señorial y dueño de sí mismo, el verdadero gentleman inglés que me miraba sin demostrar en su rostro arrugado nada más que mudo espanto. Miró también al perro.

Luego volvió a estudiarme. Y otra vez al perro.

—¡David, te juro que soy Lestat! —clamé en inglés—. ¡Este es el cuerpo del mecánico! ¡Recuerda la fotografía! James consiguió hacer el cambio. Estoy preso dentro de este físico. ¿Qué puedo decirte para que me creas?

Déjame entrar, por favor.

Siguió inmóvil. Pero de pronto se adelantó hasta el portón con paso decidido y rostro insondable.

Casi me desmayo de la alegría. Yo continuaba aferrado con ambas manos a los barrotes, como si estuviera preso; después me di cuenta de que lo estaba mirando a los ojos, que por primera vez éramos de la misma altura.

—No sabes cuánto me alegro de verte, David —exclamé, nuevamente en francés—. ¿Cómo hiciste para entrar? David, soy Lestat. Soy yo. Me crees, ¿verdad? Reconoces mi voz. David, ¡Dios y el diablo en el bar de París! ¿Quién sabe eso más que yo?

Sin embargo, no reaccionó a mi voz; me miraba a los ojos con la expresión de quien cree oír ruidos lejanos. Pero pronto cambió toda su actitud y vi en él evidentes signos de reconocimiento.

—Gracias al cielo —exclamó con un pequeño y muy británico suspiro.

Sacó un estuche del bolsillo y de él una fina pieza de metal que introdujo en la cerradura. Yo, que conocía bastante el mundo, me di cuenta que se trataba de un implemento de ladrones. Me abrió el portón y luego me tendió los brazos.

Nos dimos un abrazo largo, cálido y silencioso, y a mí me costó un gran esfuerzo no soltar alguna lágrima. No con demasiada frecuencia había tocado a ese hombre. Y la emoción del momento me tomó un tanto desprevenido. Recordé la adormilada tibieza de mis abrazos con Gretchen y por un instante, quizá, no me sentí tan solo.

Pero no había tiempo para disfrutar de ese solaz. Me separé sin muchas ganas y una vez más pensé qué espléndido estaba David. Tan impresionan t e me resultaba, que casi me creía joven como el cuerpo donde me hallaba. Necesitaba runcho a mi amigo.

Todas las pequeña s huellas de la edad, que antes le veía con mis ojos vampíricos, eran invisibles. Las profunda s arrugas parecían ser par te de su expresiva personalidad, lo mismo que !i luz serena de sus ojos. Se lo veía muy vigoroso ahí parado, con su atuendo característico y la cadenita de oro del reloj sobre su chaleco de tweed. Muy aplomado, muy inteligente, muy solemne.

—¿Sabes lo que hizo el hijo de puta? Me jugó sucio y me abandonó. Y mis compañeros también me abandonaron. Louis, Marius. Me volvieron la espalda. Estoy prisionero en este cuerpo, David. Ven, tengo que comprobar si el monstruo robó en mis aposentos.

Corrí hacia la puerta del departamento casi sin oír las pocas Palabras que me contestó David, en el sentido de que no creía que hubiese entrado nadie.

Tenía razón. ¡El canalla no me había desvalijado! Todo estaba exactamente en el mismo lugar, hasta mi viejo sobretodo de pana colgado de un perchero. Estaba el block de papel amarillo donde había hecho unas anotaciones antes de partir. Y la computadora. Ah, tenía que encenderla de inmediato para apreciar la magnitud del robo. A lo mejor mi agente de París, pobre, todavía corría peligro. Debía comunicarme enseguida con él.

Pero me distrajo la luz que entraba por las paredes de vidrio, el apacible esplendor del sol al derramar se sobre sillones y sofás oscuros, sobre la suntuosa alfombra persa con sus guirnaldas de rosas, incluso sobre los pocos cuadros modernos de gran tamaño —todos abstractos furiosos— que hacía mucho había elegido para esas pare des. Me estremecí al contemplar todo eso, maravillándome una vez más de que la iluminación eléctrica no pudiera producir nunca la particular sensación de bienestar que en ese momento me inundaba.

También advertí que había un fuego encendido en la amplia chimenea revestida de cerámicos blancos —obra de David, sin du da—, y me llegó olor a café desde la cocina, habitación en la que rara vez había entrado durante los años que habité esa casa.

En el acto, David balbuceó una disculpa. Ni siquiera había ido a su hotel, por lo ansioso que estaba de encontrarme. Había venido directamente desde el aeropuerto, y sólo salió a comprar unas mínimas provisiones como para pasar la noche de vigilia por si acaso yo daba señales de vida.

—Fantástico. Qué suerte que viniste —dije, y me hizo gracia su cortesía británica. Me alegraba mucho de verlo, y él se disculpaba por haberse puesto cómodo.

Me quité el sobretodo húmedo y me senté ante la computadora.

—Esto me llevará apenas un minuto —anuncié, al tiempo que apretaba las teclas pertinentes—; enseguida te cuento todo. Pero, ¿por qué viniste?

¿Sospechabas lo que pasó?

—Por supuesto. ¿Te enteraste del crimen cometido por un vampiro en Nueva York? Sólo un monstruo pudo haber destrozado esas oficinas.

Lestat, ¿por qué no me llamaste? ¿Cómo no me pediste ayuda?

—Un momento. —Ya salían en pantalla las letras y números. Mis cuentas estaban en orden. Si el sinvergüenza hubiera entrado en el sistema, me habrían aparecido señales preprogramadas por todas partes.

Desde luego, no había manera de saber con certeza que no hubiera atacado mis cuentas en bancos europeos hasta que yo no pudiera entrar en sus sistemas. Y maldición, no me acordaba de las claves; más aún, me estaba costando manejar hasta los comandos más simples.

—En eso él tenía razón —musité—. Me advirtió que mis procesos del pensamiento no serían iguales. —Salí del programa financiero y pasé al Wordstar, el procesador que usaba para escribir, y redacté una nota para mi agente de París, que al instante le envié mediante el módem telefónico.

En ella le pedía un inmediato informe financiero y le recordaba que tomara las mayores precauciones para salvaguardar su vida. Listo.

Me eché contra el respaldo, respiré hondo —lo cual en el acto me produjo un acceso de tos— y noté que David me miraba como si le costara creer lo que veía. De hecho, era casi cómico ver cómo me miraba. Luego posó sus ojos en el perro, que inspeccionaba el lugar perezosamente y de tanto en tanto me miraba para pedir órdenes.

Lo llamé con un chasquido de dedos y le di un fuerte abrazo. David presenció la escena como si fuera la cosa más rara del mundo.

—Dios santo, estás realmente dentro de ese cuerpo; no suelto ahí adentro, sino amarrado a cada célula.

—A mí me lo dices —me lamenté—. Es horrible. Además, los otros se niegan a ayudarme. Me echaron. —Apreté los dientes con indignación. — ¡Me echaron! —Lancé un rezongo que inadvertidamente excitó a Mojo, motivándolo para venir a lamerme la cara.

"Claro que me lo merezco —dije, acariciando a Mojo—. Eso tiene el trato conmigo. ¡Siempre me hago acreedor a lo peor! La peor deslealtad, la peor traición, el peor abandono. Lestat el villano. Bueno, a este villano lo dejaron totalmente librado a sus propios recursos.

—Me he vuelto loco tratando de comunicarme contigo —aseguró David con tono a la vez discreto y medido—. Tu agente de París juró que no podía ayudarme. Ya había decidido probar suerte en esa dirección de Georgetown. —Señaló el block de papel amarillo. —Gracias a Dios que estás aquí.

—David, mi peor temor es que los demás hayan aniquilado a James y, junto con él, a mi cuerpo. A lo mejor este físico es el único que me queda.

—No, no lo creo —repuso con convincente ecuanimidad—. Tu ladrón ha dejado un rastro muy visible. Pero ven, sácate esa ropa mojada, que te estás resfriando.

—¿A qué te refieres con eso de "rastro"?

—Tú sabes que nosotros nos mantenemos informados de esos crímenes.

Por favor, dame la ropa.

—¿Más crímenes después del de Nueva York? —le pregunté, interesado.

Dejé que me llevara hacia la chimenea, feliz de sentir el calorcito. Me quité el suéter y la camisa húmedos. Por supuesto, en los diversos placares no había ropa que me fuera bien de tamaño. Además, caí en la cuenta de que la valija me la había olvidado la noche anterior en lo de Louis. —Lo de Nueva York fue el miércoles por la noche, ¿verdad?

—Mi ropa te va a andar —dijo David, distrayéndome de mis pensamientos, y se dirigió a una gigantesca maleta que había en un rincón.

—¿Qué pasó? ¿Por qué supones que fue James?

—Tiene que ser —respondió. Abrió la maleta, sacó varias prendas dobladas y luego un traje de invierno muy parecido al que tenía puesto y todavía en su percha, que colocó sobre la silla más próxima. —Toma, ponte esto. Si no, te vas a morir.

—Oh, David —dije, terminando de desvestirme—, estuve a punto de morir en más de una oportunidad. En realidad, mi breve vida de mortal la pasé siempre al borde de la muerte. El cuidado de este cuerpo me produce asco. No sé cómo ustedes aguantan este ciclo interminable de comer, orinar, moquear, defecar ¡y volver a comer! Si tienes fiebre, dolor de

cabeza, ataques de tos y una nariz que te chorrea, ¡se convierte en un infierno! Y los profilácticos, por Dios. ¡Sacarte esas cosas horribles es peor que tener que ponértelas! ¡No sé cómo se me pudo ocurrir que quería embarcarme en esto! Los otros crímenes... ¿cuándo fueron? Es más importante cuándo que dónde.

De nuevo me miraba fijo, tan impresionado que no podía responder. Mojo ahora coqueteaba con él —digamos que lo estaba calificando—, y le lamió amistosamente la mano. David lo acarició con cariño, pero siguió con la mirada posada en mí.

—David —dije, sacándome las medias húmedas—, habíame de los otros crímenes. Dices que James dejó rastros.

—Es todo tan loco. Tengo una docena de fotos de esta cara tuya, pero verte a ti adentro de ella... Nunca lo pude imaginar. En absoluto.

—¿Cuándo atacó por última vez, ese depravado?

—Oh... La última noticia proviene de la República Dominicana. Eso fue... déjame ver... hace dos noches.

—¡República Dominicana! ¿Qué diablos fue a hacer ahí?

—Lo mismo quisiera saber yo. Antes atacó cerca de Bal Harbour, en Florida. En ambas oportunidades fue en un edificio alto, al que ingresó de la misma manera que en Nueva York: atravesando una pared de vidrio. En los tres sitios destrozó los muebles. Arrancó cajas de seguridad empotradas y se llevó oro, piedras preciosas, bonos. Mató a un hombre en Nueva York; el cadáver quedó desangrado por supuesto. Dos mujeres succionadas en Florida y una familia muerta en Santo Domingo, pero allí succionó sólo al padre.

Other books

Rose Hill by Grandstaff, Pamela
The Gorgon Slayer by Gary Paulsen
Headless by Robert Thompson
Phoenix by Jeff Stone
Cut by Danielle Llanes
She Died Young by Elizabeth Wilson