El ladrón de cuerpos (20 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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—En eso tiene razón —prosiguió——; viví muchos años en la India. Y un tiempo en Australia y en Africa también.

—Ah, veo que puede leerme los pensamientos con facilidad.

—No con tanta como supone, y ahora quizá no podré hacerlo más.

—Lo voy a matar si no me dice cómo hizo para seguirme y qué es lo que quiere.

—Usted sabe lo que quiero —repuso, soltando una risita poco alegre, ansiosa. Posó sus ojos en mí y luego desvió la mirada. —Ya se lo dije a través de los cuentos, pero no puedo hablar aquí, con tanto frío. Esto es peor que Georgetown, que es donde vivo, dicho sea de paso. Tenía la esperanza de poder escapar de este clima. ¿Por qué me arrastró a Londres y a París en esta época del año? —Más espasmos de risa seca.

Evidentemente no podía mirarme más de un minuto sin tener que desviar los ojos como si yo lo encandilara.

—Hacía un frío espantoso en Londres, y yo odio el frío. Aquí estamos cerca del trópico, ¿no? Ah, usted y sus recuerdos sentimentales de la nieve invernal.

Este último comentario me dejó azorado y no lo pude disimular. Tuve un momento de indignación, hasta que conseguí dominarme.

—Vamos al café —le propuse, señalando el viejo mercado francés al otro lado de la plaza. Caminé de prisa por la acera. Estaba tan perplejo y agitado que no quería arriesgarme a pronunciar ni una palabra más.

El ambiente del café era ruidoso pero cálido. Entré primero y me encaminé hacia una mesa en el extremo más alejado de la puerta, pedí el famoso café au lait para los dos y me quedé sentado en rígido silencio, algo distraído por el hecho de que la mesa estaba pegajosa. Fascinado, vi que él se estremecía, se quitaba la echarpe con gesto nervioso, volvía a ponérsela, se sacaba los guantes de fino cuero, se los guardaba en el bolsillo, luego volvía a sacárselos, se ponía uno, dejaba el otro sobre la mesa, hasta que por último lo tomó nuevamente y se lo calzó también.

Había sin lugar a dudas algo de horrible en ese individuo, algo en el modo en que ese cuerpo espléndido se inflaba con su espíritu tortuoso e inquieto, en sus cínicos ataques de risa. Sin embargo, no podía apartar mis ojos de él. Experimentaba un placer en cierto modo diabólico al observarlo. Y creo que él lo sabía.

Detrás de ese rostro bello, perfecto, se ocultaba una inteligencia provocativa. El me hizo tomar conciencia de lo intolerante que me había vuelto para con los que eran jóvenes de verdad.

En eso nos sirvieron el café, y yo rodeé con ambas manos la taza caliente.

Dejé que el vapor me subiera a la cara, operación que observó con sus grandes ojos castaños como si fuera él quien estaba fascinado. Trató de mantener mi mirada sin apartar la suya, lo cual le costó bastante. Boca deliciosa, pestañas bonitas, dientes perfectos.

—Qué diablos le pasa? —pregunté.

—Usted lo sabe; ya lo adivinó. No me gusta este cuerpo, señor de Lioncour t. Un ladrón de cuerpos tiene sus pequeños problemas.

—Eso es lo que usted es?

—Sí, un ladrón de cuerpos de primera categoría. ¿Acaso no lo sabía ya cuando accedió a verme? Tendrá que perdonar mi ocasional torpeza.

Durante la mayor parte de mi vida he sido un hombre delgado, casi piel y huesos. Nunca tuve buena salud. —Lanzó un suspiro y, por un instante su rostro juvenil se apesadumbró.

—Pero ese capítulo de mi vida ya está cerrado —agregó con repentino fastidio—. Permítame ir derecho al grano, por respeto a su notable intelecto preternatural y amplia experiencia...

—No se burle de mí, sinvergüenza! —musité por lo bajo—. Está jugando conmigo, y yo lo voy a matar despacito. Ya le dije que no me cae bien. Ni siquiera me gusta el título que se adjudica.

Eso lo hizo guardar silencio y serenarse. A lo mejor perdió el temple, o quedó petrificado de terror. Creo que sencillamente dejó de tener tanto miedo y se enojó.

—De acuerdo —murmuro con tono serio, sin el furor de antes—. Quiero permutar cuerpos con usted. Quiero que me dé el suyo por una semana, y yo me encargaría de darle el mío, un cuerpo joven, que goza de perfecta salud. Es evidente que a usted le gusta mi físico. Puedo mostrarle varios certificados de buena salud, si lo desea. Este cuerpo fue examinado exhaustivamente antes de que me apoderara de él. O de que lo robara. Es muy robusto, como puede apreciar.

—Cómo lo hace?

—Lo hacemos juntos, señor de Lioncourt —respondió él, cortés. Su tono se iba volviendo más amable con cada frase que pronunciaba. — Tratándose de un ser como usted, imposible que yo le robe el cuerpo.

—Pero intentó hacerlo, ¿no es así?

Me observó un instante, sin saber muy bien qué responder.

—Bueno, no puede culparme por eso ahora, ¿verdad? —me pidió en tono suplicante—. Como tampoco puedo culparlo yo porque beba sangre. — Sonrió al pronunciar la palabra “sangre”. —Pero yo en realidad lo que estaba haciendo era tratar de que me prestara atención, lo cual no es nada fácil. —Parecía pensativo, y muy sincero.

—Además, siempre es necesaria la colaboración en algún plano, por oculto que éste pueda ser.

—Sí. Pero, ¿cuál es la mecánica, si no le molesta la palabra? ¿Cómo colaboramos uno con el otro? Sea concreto, porque me resisto a creer que se pueda hacer.

—Vamos, vamos, claro que lo cree —apuntó, calmo, como si fuera un maestro muy paciente. Parecía casi una personificación de David, pero sin el vigor de mi amigo. —De qué otra manera podría haberme apoderado de este cuerpo? —Hizo un pequeño gesto ilustrativo y continuó. —Nos reuniremos en el sitio adecuado. Después nos elevaremos y saldremos de nuestros cuerpos, cosa que usted sabe hacer a la perfección y ha descrito con gran elocuencia en sus libros. Después cada uno tomará posesión del cuerpo del otro. No es nada complicado; lo único que se requiere es coraje y un acto de voluntad. —Levantó la taza con mano muy temblorosa y bebió un sorbo de café caliente. —Para usted, la prueba será el coraje, nada más.

—Qué será lo que me retenga dentro del nuevo cuerpo?

—Señor de Lioncourt, no habrá nadie allí adentro que quiera desplazarlo.

Comprenda, que esto no tiene nada que ver con la posesión. Oh, la posesión es una lucha. Cuando entre en este cuerpo, no encontrará la menor resistencia. Puede permanecer en él hasta que decida retirarse.

—Es demasiado enigmático! —expresé, molesto—. Sé que se ha escrito mucho sobre estas cuestiones, pero hay algo que no...

—Déjeme ponerlo en perspectiva —dijo con voz queda y elegante condescendencia—. Estamos hablando de ciencia, pero de una ciencia aún no del todo codificada por los científicos. Lo que tenemos son las memorias de poetas y aventureros de lo oculto, totalmente incapaces de analizar el proceso.

—Exacto. Como usted ha señalado, yo mismo me atreví a salir del cuerpo.

Sin embargo, no sé qué es lo que sucede. No entiendo por qué el cuerpo no se muere cuando uno lo abandona.

—El alma tiene más de una parte, igual que el cerebro. Como usted sabrá, un fliño puede nacer sin cerebelo y, sin embargo, si tiene lo que se denomina tallo cerebral, el cuerpo puede vivir igualmente.

—Qué idea desagradable.

——Es un caso muy frecuente, se lo aseguro. Quienes a causa de un accidente sufrieron daños cerebrales irreversibles pueden continuar respirando e incluso bostezar en su sopor, mientras les siga el bulbo raquídeo funcionando.

—Y usted puede poseer esos cuerpos?

—Oh, no. Para tomar posesión total, necesito que el cerebro esté sano.

Deben funcionar a la perfección todas sus neuronas y ser capaces de interrelacionarse dentro de la mente invasora. Fíjese bien, señor de Lioncour t, que cerebro y mente son cosas distintas. Además recuerde que no estamos hablando de posesión sino de algo infinitamente más delicado. Permítame continuar, por favor.

—Adelante.

—Como le iba diciendo, el alma consta de más de una parte, lo mismo que el cerebro. La de mayor tamaño —la identidad, la personalidad la conciencia silo desea— es lo que se desprende y viaja pero siempre queda una pequeña parte residual, que es lo que mantiene con vida el cuerpo vacío, por así decirlo, porque, de lo contrario, al quedar vacío se produciría la muerte, sin duda.

—Entiendo. Lo que me está diciendo es que el alma residual da vida al tallo cerebral.

—Sí. Cuando usted salga de su cuerpo, dejará adentro un alma residual. Y cuando entre en éste, encontrará también un alma residual.

Lo mismo hallé yo cuando tomé posesión. Y esa alma se enlaza automáticamente con cualquier alma superior, quiere abarcar a esa alma superior. Sin ella, se siente incompleta.

—Y cuando se produce la muerte, ¿ambas almas parten?

—Así es. Ambas, la residual y la mayor, se marchan juntas en violenta evacuación; entonces el cuerpo queda como una cáscara inerte y comienza su descomposición. —Aguardó, mirándome con el mis m aire de infinita paciencia; luego agregó: —Créame que la fuerza de la verdadera muerte es mucho más intensa. No existe el menor peligro en lo que nos proponemos hacer.

—Pero si esa pequeña alma residual es tan perspicaz, ¿por qué no puedo yo, con todos mis poderes, sacar a un mortal de su pellejo y entrar en él?

—Porque el alma mayor trataría de recuperar el cuerpo. Aunque no hubiera una comprensión del proceso, lo intentaría una y Otra vez. A las almas no les gusta estar sin cuerpo. Y si bien el alma residual recibe de buen grado al invasor, dentro de ella hay algo que siempre reconoce al alma particular de la cual antes formaba parte Si hubiera una lucha, se inclinaría por esa otra alma Y hasta un alma desconcertada puede realizar un fuerte intento de recobrar su esqueleto humano.

Nada dije, pero por más que sospechaba de él, por más que procuraba estar siempre en guardia, encontraba sentido a sus palabras.

—La posesión es siempre una lucha sangrienta —reiteró——. Mire lo que pasa con los espíritus malignos, los fantasmas, ese tipo de cosas. A ellos siempre se los erradica, aunque el vencedor nunca sepa qué fue lo que ocurrió. Cuando viene el sacerdote con el incienso y todo ese asunto del agua bendita, apela al alma residual para que expulse al intruso y haga volver a la vieja alma.

—Pero con el enfoque cooperativo, ambas almas tienen cuerpos nuevos.

—Precisamente. Créame; si piensa que puede meterse dentro de un humano sin ayuda mía, bueno, inténtelo y ya va a ver lo que le digo.

Jamás podrá experimentar a fondo los cinco sentidos de un mortal mientras adentro se libre una batalla.

Su tono se volvió aún más cauteloso, confidencial.

—Mire este cuerpo de nuevo, señor de Lioncour t —dijo con engañosa dulzura—. Puede ser suyo, absolutamente suyo. —Su pausa de pronto me resultó tan precisa como sus palabras. —Hace un año lo vio por primera vez en Venecia. Durante todo este tiempo, sin interrupción, ha albergado a un intruso. Lo albergará a usted.

—De dónde lo sacó?

—Ya le dije que lo robé. Su antiguo dueño murió.

—Quiero datos más concretos.

—Le es necesario? No me gusta quedar comprometido.

—No soy un mortal funcionario de la ley, señor James. Soy vampiro.

Hábleme con palabras que me resulten comprensibles.

Soltó una risita irónica.

—El cuerpo fue elegido con sumo cuidado —dijo—. A su antiguo dueño ya no le quedaba mente. Oh, no tenía nada de malo en lo orgánico, porque, como le dije, se le habían practicado exámenes exhaustivos. Se había convertido en una especie de gran animal de laboratorio. No se movía nunca. No hablaba. Había perdido irremediablemente la razón, por más que las neuronas sanas continuaran reproduciéndose, como suelen hacer.

Logré hacer el cambio por etapas. Expulsarlo a él de su cuerpo fue fácil.

Lo que requirió una gran habilidad fue tentarlo para que ingresara en mi antiguo cuerpo y luego dejarlo allí.

—Dónde está ahora su viejo cuerpo?

—Señor de Lioncourt, es del todo imposible que la vieja alma venga nunca a golpear las puertas, se lo garantizo.

—Quiero ver una foto de su viejo cuerpo.

—Para qué?

—Porque me va a decir cosas sobre su persona, quizá más de lo que me dice con palabras. Se lo exijo; no pienso seguir sin ver una foto.

—Ah, no? —Conservaba su sonrisa amable. —Y si me levanto y me voy?

—Mataré su espléndido físico nuevo no bien lo intente, y nadie se dará cuenta. Creerán que está borracho, que por eso lo sostengo entre mis brazos. Esas cosas las hago todo el tiempo.

Se quedó callado, pero noté que hacía cálculos febriles. Luego caí en la cuenta de lo mucho que él saboreaba la situación, cómo la había disfrutado desde el principio. Se asemejaba a un gran actor, inmerso por completo en el personaje más importante de su carrera.

Me sonrió, asombrosamente seductor; luego se quitó el guante derecho, sacó algo del bolsillo y me lo puso en la mano. Una foto vieja de un hombre delgado, de pelo canoso, ondulado. Le calculé unos cincuenta años. Llevaba una especie de uniforme blanco y corbata negra de moño.

En realidad tenía un aspecto agradable, mucho más fino que David aunque con el mismo estilo británico de elegancia, y una linda sonrisa.

Estaba apoyado contra una barandilla que parecía de barco. Sí, era un barco.

—Usted sabía que le iba a pedir una foto, ¿no?

—Tarde o temprano...

—Cuándo fue tomada?

—No tiene importancia. ¿Para qué diablos lo quiere saber?

—Dejó traslucir algo de impaciencia, que de inmediato disimuló.

—Fue hace diez años —precisó, bajando un tanto la voz—. ¿Le basta Con eso?

—Quiere decir que andaría por los..., sesenta y tantos?

—Digamos que sí —aceptó, con una ancha sonrisa.

—Cómo hizo para enterarse de esto? ¿Por qué no hubo otros que perfeccionaran la técnica?

Me miró de arriba abajo con cierto desagrado y me pareció que Podía llegar a perder la compostura. Luego volvió a asumir los modales corteses.

—Muchos lo han hecho —repuso, adoptando un tono confidencial—. Eso se lo podía haber dicho su amigo David Talbot, pero no quiso. El miente, como todos los brujos de la Talamasca. Son religiosos. Creen que pueden dominar a las personas; usan sus conocimientos para dominar.

—Cómo es que los conoce?

—Porque fui miembro de la orden —explicó con picardía, y volvió a sonreír—. Me expulsaron acusándome de utilizar mis poderes en mi propio provecho. ¿Para qué, si no? Por ejemplo usted, señor de Lioncour t, ¿para qué usa sus facultades si no en su propio beneficio?

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