Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
—Ese era un antropófago, ¿no?
Vaciló como si no comprendiera del todo la pregunta; después dio la impresión de despertar se y asintió.
—Sí. —Miró primero al tigre, y luego a mí. —No quiero que lo hagas.
Déjalo para más adelante, por el amor del cielo. No lo hagas. Y después de todo, ¿por qué precisamente esta noche? Me hizo reír contra mi voluntad.
—Esta noche es un buen momento para hacerlo—dije—. No; me voy. — ¡De pronto experimenté un enorme júbilo porque me di cuenta de que lo decía en serio! No era sólo una fantasía. De haberlo sido, jamás se lo habría contado. —
Se me ocurrió un método. Voy a ascender lo más que pueda antes de que salga el sol por el horizonte. No habrá manera de encontrar refugio. Allí el desierto es muy severo.
Y moriré en medio del fuego. No del frío, como había estado en aquella montaña cuando me rodearon los lobos. En calor, como había muerto Claudia.
—No, no lo hagas. —Con cuánta convicción lo dijo. Pero de nada valió.
— ¿Quieres la sangre? —le pregunté—. No insume mucho tiempo y el dolor es mínimo. Confío en que los demás no te agredan. Te haré tan fuerte, que mejor que ni lo intenten.
Sinceramente, me estaba pareciendo mucho a Magnus, que me dejó huérfano sin advertirme siquiera que Armand y sus acólitos me iban a perseguir, a maldecir, que querrían tronchar mi vida recién nacida.
Magnus sabía que yo iba a vencer.
—Lestat, no quiero la sangre, pero quiero que te quedes aquí.
Dame nada más que unas pocas noches. En nombre de nuestra amistad, Lestat, quédate ahora conmigo. ¿No puedes concederme esas pocas horas? Después, si todavía deseas hacerlo, no voy a poner reparos.
— ¿Por qué?
Parecía dolido, y demoró unos instantes en responder.
—Déjame hablarte, convencerte para que cambies de parecer.
—Tú mataste al tigre cuando eras muy joven, ¿no? Fue en la India. —Paseé la vista por los otros trofeos. —Vi al tigre en un sueño.
No me respondió. Se lo veía ansioso, perplejo.
—Te he hecho daño —proseguí—. Te traje a la memoria recuerdos de tu juventud. Te obligué a tomar conciencia del tiempo, y antes no reparabas en ello.
Algo ocurrió en su rostro. Era evidente que mis palabras lo habían ofendido. Sin embargo, negó moviendo la cabeza.
—David, ¡toma mi sangre antes de que me vaya! —susurré de pronto, ansioso—. No te queda ni un año. ¡Lo oigo cuando estoy cerca de ti! Alcanzo a percibir la fragilidad de tu corazón.
—Eso no lo sabes, amigo —repuso él, paciente—. Quédate aquí conmigo y te contaré lo del tigre, todo lo de aquella época en la India. También fui de cacería al África, y una vez al Amazonas. Grandes aventuras. En aquel entonces, yo no era un erudito mohoso como ahora...
—Lo sé. —Sonreí. Jamás me había hablado de esa manera; nunca me ofreció tanto. —Demasiado tarde, David. —Una vez más vi el sueño. Vi la cadenita de oro que David llevaba al cuello. ¿Era esa cadenita lo que atraía al tigre? Parecía una insensatez. Lo que quedaba era la sensación de peligro.
Contemplé la piel del animal. Qué expresión maligna la de su cara.
— ¿Fue divertido matarlo?
Dudó; luego se esforzó por contestar.
—Era un tigre antropófago y le encantaban los niños. Sí, supongo que me divirtió.
Solté una risita.
—Bueno, entonces tenemos eso en común, el tigre y yo. Y Claudia está esperándome.
—No me irás a decir que crees eso, ¿verdad?
—No. Supongo que, si lo creyera, tendría miedo de morir. —Vi a Claudia con total nitidez... un diminuto retrato de porcelana, con pelo áureo, ojos azules. Algo impetuoso y veraz en la expresión pese a los colores dulzones y el marco ovalado. ¿Había poseído yo alguna vez un relicario como ése? Porque era, ciertamente, un relicario. Me estremecí al recordar la textura de su pelo y una vez más me invadió la sensación de que la tenía muy cerca. Si giraba la cabeza quizá la viera entre las sombras, con la mano apoyada sobre el respaldo de mi sillón. Me di vuelta, pero no estaba. Iba a perder el temple si no me marchaba de inmediato.
— ¡Lestat! —exclamó David en tono imperioso. Me estaba escrutando, pensando con desesperación qué otra cosa podía decir. Señaló mi abrigo.
— ¿Qué llevas en el bolsillo? ¿Una nota que escribiste? ¿Piensas dejármela?
¿Me permites leerla ahora?
—Ah, este extraño cuentito. Toma, puedes quedártelo. Te lo lego. Debería estar en una biblioteca, calzado tal vez en alguno de esos estantes. —
Saqué el sobre doblado y lo miré. —Sí, lo leí. Es bastante divertido. —Se lo arrojé a la falda. —Me lo dio un mortal muy tonto , una pobre alma trasnochada que sabía quién era yo y tuvo coraje apenas para dejarlo caer a mis pies.
—Explícame eso —dijo David, y abrió las hojas—. ¿Por qué lo llevas contigo? Dios santo... Lovecraft. —Sacudió levemente la cabeza.
—Te lo acabo de explicar. De nada vale, David. No voy a cambiar de idea.
Me voy. Además, la historia es intrascendente. Un pobre tonto...
Ese hombre tenía ojos tan extraños, tan brillantes. ¿Qué tuvo de raro la forma en que vino corriendo hacia mí por la arena, o la torpeza con que huyó dominado por el pánico? ¡Sus modales habían dado a entender tal importancia! Ah, pero eso era absurdo. No me importaba, sabía que no me importaba. Yo sabía lo que quería hacer.
— ¡Lestat, quédate! Me prometiste que la próxima vez que nos encontráramos ibas a permitirme decir todo lo que quisiera. Eso me dijiste por carta, ¿recuerdas? No te retractarás de tu palabra, ¿verdad?
—Voy a retractarme, David. Y tendrás que disculparme, porque me voy.
Tal vez no haya cielo ni infierno y te vea del otro lado.
— ¿Y qué pasará si existen ambos?
—Has estado leyendo demasiado la Biblia. Lee el cuento de Lovecraft. —
Volví a soltar una risita y le señalé las hojas que tenía en la mano. —Será lo mejor para la paz de tu espíritu. Y no toques el "Fausto", por el amor de
Dios. ¿Sinceramente crees que al final vendrán ángeles a llevarnos?
Bueno, a mí no. ¿A ti sí?
—No te vayas —repitió, con una voz tan tenue y suplicante que me quitó el aliento.
Pero ya me estaba yendo.
Apenas si lo oí cuando gritó:
—Lestat, te necesito. Eres el único amigo que tengo.
¡Qué palabras trágicas! Me dieron ganas de decirle que lo lamentaba, que lamentaba todo, pero ya era tarde. Además, creo que él lo sabía.
Me lancé hacia arriba en la fría oscuridad, desplazándome entre la nieve que caía. La vida entera me parecía insoportable, tanto en su horror como en su esplendor. Abajo, la casita parecía cálida; su luz se derramaba sobre el suelo blanco y de su chimenea partía un hilito de humo azul.
Pensé en David, que de nuevo recorrería solo las calles de Amsterdam, pero después evoqué los retratos de Rembrandt. Entonces volví a ver la cara de mi amigo junto al fuego de la biblioteca. Parecía un hombre pintado por Rembrandt. Desde que lo conocí tuvo siempre ese aspecto. ¿Y qué aspecto teníamos nosotros, congelados para siempre con la forma que teníamos cuando la Sangre Misteriosa entró en nuestras venas? Claudia fue durante décadas esa niña pintada en porcelana. Y yo me asemejaba a una de las estatuas de Miguel Ángel, puesto que me volví
blanco como el mármol. E igual de frío.
Yo sabía que iba a cumplir mi palabra.
Pero hay una mentira terrible en todo esto. En realidad, ya no creía que el sol pudiera matarme. Pero lo mismo me propuse intentarlo.
Desierto de Gobi. Eones atrás, en esa era que los hombres denominaron cauria, enormes lagartos murieron por millares en esta insólita zona del mundo. Nadie sabe por qué vinieron aquí ni por qué perecieron. ¿Era un reino de árboles tropicales y pantanos humeantes? No lo sabemos. Ahora lo único que queda es el desierto y millones de fósiles narrándonos un relato fragmentario acerca de reptiles gigantescos que, con toda seguridad, hacían temblar la tierra cada vez que daban un paso.
Por lo tanto, el desierto de Gobi es un inmenso cementerio y el lugar apropiado para que yo mirara el sol de frente. Largo rato estuve tendido en la arena antes del amanecer, poniendo en orden mis últimos pensamientos.
Lo que haría sería ascender hasta el límite mismo de la atmósfera, internarme en el sol naciente, por así decirlo. Después, cuando perdiera el conocimiento, me desplomaría bajo el calor terrible y mi cuerpo se destrozaría contra el suelo del desierto al caer desde semejante altura.
Imposible, entonces, que este cuerpo mío cavara bajo la superficie, cosa que sí podría hacer —por propia y maligna volición— en caso de estar entero y sobre un terreno blando.
Además, si la descarga de luz tenía fuerza suficiente como para consumirme con su fuego, es probable que, hallándome desnudo y a tal altura sobre la tierra, yo ya estuviera totalmente muerto antes de que mis restos chocaran contra el duro lecho de arena.
Me pareció una buena idea, en su momento, y creo que nada ni nadie habría podido disuadirme. Sin embargo, me preguntaba si los demás inmortales sabían lo que yo planeaba hacer, y si les preocupaba en lo más mínimo. Por cierto no les envié mensajes de despedida; no dejé escapar imágenes aleatorias de mis intenciones.
Finalmente, la gran tibieza del alba fue cubriendo el desierto. Me puse de rodillas, me quité la ropa y comencé a ascender, sintiendo que ya me ardían los ojos hasta con esa luz tan tenue.
Subí y subí hasta mucho más allá del punto donde la tendencia natural de mi cuerpo habría sido la de no impulsarse más y seguir flotando solo. Al final ya no podía respirar, porque el aire era muy poco denso, y me costaba un enorme esfuerzo mantenerme a semejante altura.
Luego llegó la luz. Tan inmensa, tan cálida y enceguecedora que, más que una visión, lo que colmaba mis ojos parecía un ruido rugiente. Vi todo cubierto por un fuego amarillo y naranja. Lo miré de frente, aunque la sensación fue de que me echaban agua hirviendo en los ojos. ¡Creo que hasta abrí la boca como para tragar ese fuego divino! De pronto el sol era mío. Lo estaba viendo, me estiraba para alcanzarlo. Después, la luz me cubrió como plomo fundido, me paralizó y torturó hasta que no pude resistir más, y mis propios gritos llenaron mis oídos. Aún no desviaba la mirada, ¡aún no caía!
¡Así te desafío, cielo! De pronto no hubo palabras ni pensamientos. Yo me retorcía, nadaba dentro de ello. Y cuando la oscuridad y el frío ya subían para envolverme —no fue nada más que el haber perdido el conocimiento —, comprendí que había empezado a caer.
El sonido era el del aire que pasaba zumbando a mi lado; y tuve la sensación de que las voces de otros me llamaban y, en me dio de aquella repulsiva mezcolanza, distinguí una vocecita infantil.
Después, nada...
¿Soñaba, acaso?
Estábamos en un recinto pequeño y cerrado, un hospital con olor a enfermedad y muerte, y yo señalaba la cama. Y sobre la almohada, a la niña que yacía, pequeña, blanca, medio muerta.
Se oyó una risa clara. Sentí olor a lámpara de aceite, ese olor típico del momento en que uno sopla y apaga el pabilo.
—Lestat. —Qué hermosa su vocecita.
Traté de explicar lo del castillo de mi padre, lo de que estaba nevando y que mis perros me esperaban allí. A ese lugar quería ir. De repente alcancé a oír los ladridos lastimeros de los mastines que resonaban por las lomas cubiertas de nieve, y casi pude ver las torres mismas del castillo.
Pero luego ella dijo:
—Todavía no.
Era otra vez noche cuando desperté, tendido en el suelo desértico.
Agitadas por el viento, las dunas me salpicaron su arena suave. Sentía dolor en todo el cuerpo, hasta en las raíces del pelo. Era tal el dolor, que no podía juntar voluntad para moverme.
Durante horas, estuve allí tendido. De tanto en tanto dejaba escapar algún gemido que en nada aliviaba mi sufrimiento. Cuando movía las extremidades, aunque fuera un poquito, sentía la arena como partículas de vidrio filoso clavadas en la espalda, las pantorrillas y los talones.
Pensé en todos aquellos a quienes podía haber llamado para pedir ayuda pero no llamé. Sólo poco a poco fui dándome cuenta de que, si me quedaba ahí, volvería el sol, como era natural, y una vez más me consumiría con su fuego. Y aun así era probable que no muriera.
Tenía que quedarme, ¿no? ¿Acaso era un cobarde, para pensar en buscar refugio?
Pero sólo con mirarme las manos a la luz de las estrellas supe que no iba a morir. Estaba quemado, sí; tenía la piel marrón, arrugada, dolorida, pero lejos estaba de morir.
Por último, rodé y traté de apoyar la cara contra la arena, cosa que no me trajo mucho más alivio que mirar de frente a las estrellas.
Luego sentí que salía el sol. Lloré cuando la gran luz anaranjada se derramó sobre el mundo. El primer dolor lo sentí en la espalda; después pensé que mi cabeza se incendiaba, que iba a explotar, que el fuego consumía mis ojos. Cuando me llegó la penumbra del olvido estaba loco, totalmente loco.
A la noche siguiente desperté y sentí arena en la boca, arena que me cubría en mi dolor. Debido a esa locura, al parecer me había enterrado vivo.
Permanecí en la misma posición durante horas, pensando sólo que ese sufrimiento era más de lo que cualquier criatura podía soportar.
Al final llegué esforzadamente a la superficie, gimoteando como un animal ya que cada gesto era un tirón que intensificaba el dolor; luego me induje a ascender y comencé el lento viaje hacia occidente, internándome en la noche.
Mis poderes no habían disminuido. Ah, sólo la superficie de mi cuerpo había sufrido daños profundos.
El viento era infinitamente más suave que la arena. Sin embargo, trajo su propio tormento, semejante a dedos que acariciaban mi piel quemada, que tiraban de las raíces quemadas de mi pelo, me pinchaba en los párpados quemados, me raspaba en las rodillas quemadas.
Viajé con toda calma durante muchas horas. Me había propuesto llegar una vez más a casa de David, y sentí un instante de alivio esplendoroso cuando descendí en medio de la nieve fría y húmeda. Estaba por amanecer en Inglaterra.
Entré por la puerta del fondo como la vez anterior; cada paso que daba era un suplicio. Casi a ciegas encontré la biblioteca, entré, me puse de rodillas y, sin prestar atención al dolor, me desplomé sobre el cuero del tigre.
Apoyé la cabeza junto a la del animal y la mejilla contra sus fauces abiertas. ¡Qué piel suave, tupida! Estiré los brazos sobre sus patas y sentí sus garras duras bajo las muñecas. El dolor me acometió en oleadas. La piel era casi sedosa, y fría la habitación en penumbras. En tenues destellos de visiones silenciosas imaginé los bosques de mangles de la India, vi rostros oscuros y me llegaron voces lejanas. Y por un momento vi nítidamente a David cuando joven, tal como lo había visto en el sueño.