Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Ese último viaje había sido inesperado, al menos de eso me enteré cuando vine a inquirir por él, antes de que sus astutos compañeros parapsicólogos notaran que yo los espiaba telepáticamente —cosa que hacen con notable eficiencia— y a toda prisa cerraran sus mentes. Al parecer, una diligencia muy importante había requerido la presencia de David en Holanda.
La Casa Matriz holandesa era más antigua que la de Londres y sólo el Superior General tenía llave para acceder a algunas de sus bóvedas. A David se le encomendó que localizara un retrato pinta do por Rembrandt —uno de los tesoros más valiosos en poder de la orden—, lo hiciera copiar y enviara la copia a su amigo íntimo Aaron Lightner, quien la necesitaba para una importantísima investigación paranormal que se estaba llevando a cabo en los Estados Unidos.
Yo había seguido a David hasta Amsterdam y allí lo espié, prometiéndome para mis adentros no molestarlo, como tantas veces había hecho.
Permítaseme relatar ahora esa anécdota.
Cuando, al anochecer, salió a caminar con paso ágil, lo seguí desde una distancia prudencial, disfrazando mis pensamientos con la misma habilidad con que él siempre disfrazaba los suyos. Qué imponente su figura bajo los olmos que flanqueaban el canal Singel cada vez que se detenía para admirar las viejas casas holandesas, angostas, de cuatro pisos, con sus altos gabletes y sus ventanas donde no se ponían cortinas, supuestamente para el placer de los paseantes.
Casi en el acto, detecté un cambio en él. Llevaba como siempre su bastón, aunque era evidente que todavía no lo necesitaba, y con él se daba golpecitos en el hombro. Pero lo noté caviloso; vi en él una profunda insatisfacción. Y siguió caminando hora tras hora, como si el tiempo no tuviera la menor importancia.
Pronto comprendí que iba sumido en sus recuerdos, y de tanto en tanto me las ingeniaba para captar alguna imagen mordaz de su juventud en los trópicos, incluso fogonazos de una jungla lujuriante, tan distinta de esa fría ciudad septentrional donde seguramente nunca hacía calor. Yo aún no había tenido el sueño del tigre. No sabía lo que significaba.
Fue exasperante por lo fragmentario. La capacidad de David de mantener ocultos sus pensamientos era sencillamente extraordinaria.
Sin embargo, siguió caminando, por momentos como si alguien lo impulsara, y yo lo seguí, sintiéndome extrañamente reconfortado con sólo verlo unas cuadras delante de mí.
De no haber sido por las bicicletas que a cada momento pasaban zumbando a su lado, habría parecido un hombre joven. Pero las bicicletas lo sobresaltaban y tenía el típico miedo de los viejos de que alguien los golpee y los haga caer. Miraba con enojo a los jóvenes ciclistas y luego volvía a abstraerse en sus pensamientos.
Regresaba a la Casa Matriz inevitablemente cuando ya casi había amanecido. Y luego, con toda seguridad se echaría a dormir la mayor parte del día.
Otra noche, David ya estaba caminando cuando me puse a la par de él, y una vez más parecía no tener destino fijo. Paseaba por las calles adoquinadas de Amsterdam mostrando el mismo placer que le producía Venecia; y con razón, porque ambas, ciudades densas y de tonos oscuros, han mantenido un encanto similar pese a sus notables diferencias. El hecho de que la una fuera católica, exuberante y plena de una simpática decadencia, y la otra protestante y por ende limpia y eficiente, de vez en cuando me arrancaba una sonrisa.
A la noche siguiente volvió a salir; iba silbando solo mientras cubría los kilómetros a paso vivo y pronto me di cuenta de que estaba esquivando la Casa Matriz. Más aún, parecía ir esquivando todo, y cuando, por casualidad, un viejo amigo suyo —también inglés y miembro de la orden — se encontró inesperadamente con él cerca de una librería, fue evidente, por la conversación, que David venía comportándose de manera extraña desde hacía tiempo.
Los británicos son muy corteses para comentar y diagnosticar esas cuestiones. Pero lo que deduje luego de oír semejante despliegue de diplomacia fue que David estaba descuidando sus tareas de Superior General. Se pasaba el día entero fuera de la Casa Matriz; se le recriminaba que, estando en Inglaterra, fuera cada vez más a menudo a su hogar ancestral ubicado en los Cotswolds. ¿Qué sucedía?
David restó importancia a esas insinuaciones, como si no le interesara la conversación. Hizo una breve alusión a que la Talamasca podía gobernarse sola durante un siglo, que no necesitaba de un Superior General dado lo muy disciplinados, tradicionalistas y abnegados que eran sus integrantes, y luego partió a recorrer la librería, donde adquirió una traducción al inglés del "Fausto" de Goethe. Después cenó solo en un pequeño restaurante indonesio, pero puso el libro parado ante sus ojos y fue leyendo las páginas a medida que consumía su sabroso banquete.
Al verlo ocupado con el cuchillo y el tenedor, yo volví a la librería y compré un ejemplar del mismo título. ¡Qué obra tan extraña!
No puedo decir que la haya entendido, ni que sepa por qué la estaba leyendo David. De hecho, me daba miedo que la razón pudiera ser obvia y quizá por eso rechacé la idea en el acto.
Sin embargo, me gustó; sobre todo el final, por supuesto, cuan do Fausto se va al cielo. No creo que haya ocurrido eso en las leyendas más antiguas. Fausto siempre se iba al infierno. Yo se lo atribuyo al optimismo romántico de Goethe y al hecho de que hubiera sido tan viejo cuando escribió el final. El trabajo de los muy ancianos siempre es vigoroso y fascinante, extremadamente digno de ser analizado, tanto más porque muchos artistas pierden su fibra creativa antes de llegar a la senectud.
Al amanecer, cuando David desaparecía dentro de la Casa Matriz, yo deambulaba solo por la ciudad. Quería conocerla porque él la conocía, porque Amsterdam era parte de su vida.
Recorrí el inmenso Rijksmuseum, contemplé los cuadros de Rembrandt, pintor que siempre me encantó. Me introduje como un ladrón en la casa de Rembrandt de la calle Jodenbree, convertida ahora en un pequeño mausoleo abierto al público durante el día, y caminé por las callecitas angostas de la ciudad sintiendo el resplandor de antiguas épocas. Amsterdam es un lugar cautivante, poblado de gente joven proveniente de toda la nueva Europa homogeneizada, una ciudad que nunca duerme.
Es probable que, de no ser por David, nunca hubiera ido allí. Esa ciudad nunca había gozado de mis preferencias. Ahora, en cambio, me resultaba agradable, ideal para vampiros a causa de sus nutridas muchedumbres nocturnas, pero, desde luego, era a David a quien quería ver. Comprendí que no podía irme sin cambiar al menos unas palabras con él.
Por último, al cabo de una semana de mi arribo lo encontré en el vacío Rijksmuseum poco después del anochecer, sentado en un banco frente al gran cuadro de los Síndicos de la corporación de los pañeros de Amsterdam.
¿Sabía de alguna manera David que yo habría de estar ahí? Imposible; sin embargo, ahí estaba.
Y por la conversación que mantuvo con el guardia —que en ese momento se despedía de él— era evidente que su venerable orden de retrógrados entremetidos había colaborado con las artes en gran medida, en las diversas ciudades donde se asentaban. Por eso les resultaba fácil entrar en los museos a contemplar sus tesoros cuan do el ingreso al público no estaba permitido.
¡Y pensar que yo tenía que entrar en esos lugares como un malviviente!
Cuando llegué adonde estaba mi amigo, reinaba un silencio total en las salas de mármol de altos techos. Lo vi sentado en un banco largo de madera, sosteniendo con aire indiferente el ejemplar del Fausto, ya con las puntas muy dobladas y lleno de señaladores.
Tenía la mirada clavada en el cuadro, ese donde aparecen varios holandeses característicos que, reunidos ante una mesa, tratan sin duda sus asuntos comerciales y, al mismo tiempo, observan serenamente al espectador bajo el ala ancha de sus grandes sombreros negros. Esto que digo no es en absoluto el efecto total del cuadro. Los rostros son de una gran belleza, llenos de sabiduría, bondad y una paciencia casi angelical.
Casi podría decir que esos personajes se parecen más a ángeles que a hombres del común.
Dan la impresión de poseer un gran secreto, y que si todo el mundo lo supiera, no habría más guerras ni maldad sobre la tierra. ¿Cómo fue que esas personas se hicieron miembros de la corporación de pañeros de Amsterdam en los años 1600? Pero me estoy adelantando en el relato...
Cuando lentamente salí de las sombras y me acerqué a él, David dio un respingo. Me senté en el banco, a su lado.
Mi atuendo era el de un vagabundo, porque en realidad no tenía alojamiento en Amsterdam y el viento me había despeinado.
Me quedé muy quieto largo rato, abriendo mi mente con un acto de voluntad semejante a un suspiro humano, y traté de hacerle saber cuánto me preocupaba su bienestar y cómo, por su propio bien, había tratado de dejarlo en paz.
El corazón le latía de prisa. Su rostro, cuando me volví para mirarlo, en el acto se llenó de bondad.
Extendió la mano derecha y me tomó el brazo.
—Me alegro mucho de verte, como siempre.
—Oh, pero te he hecho daño. Sé que es así. —No quería decir le que lo había seguido, que había escuchado la conversación con su compañero, ni tampoco mencionar lo que había visto con mis propios ojos.
Juré no atormentarlo más con mi eterna pregunta. Y sin embargo, vi la muerte cuando lo miré, quizá más aún a causa de su inteligencia y su jovialidad, a la fuerza de sus ojos.
Me dirigió una larga, pensativa mirada; acto seguido retiró su mano y sus ojos volvieron a posarse en el cuadro.
— ¿Existen vampiros con esas caras? —preguntó, al tiempo que señalaba con un gesto a los hombres que nos observaban desde la tela—. Me refiero a la sabiduría y la comprensión que se advierte en esos rostros, algo más indicativo de inmortalidad que un cuerpo preternatural anatómicamente dependiente de la posibilidad de beber sangre humana.
— ¿Vampiros con esas caras? —repetí—. David, no seas injusto. Ni siquiera hay hombres con tales caras. Jamás los hubo. Fíjate en cualquiera de las obras de Rembrandt. Es un absurdo suponer que puedan haber existido personas así, y más aún que Amsterdam haya estado lleno de ellas en esa época, que todo hombre o mujer con que se topaba fuera un ángel. No; esos rostros son los del propio Rembrandt; y Rembrandt, por supuesto, es inmortal.
David sonrió.
—No es verdad lo que dices. Y qué soledad extrema emana de tu persona.
¿No comprendes que no puedo aceptar, tu don? Y si lo aceptara, ¿qué pensarías de mí? ¿Seguirías anhelando mi compañía? ¿Anhelaría yo la tuya?
Casi no oí esas últimas palabras. Estaba mirando el cuadro, esos hombres que realmente parecían ángeles. Me invadió un enojo sordo y no quise quedarme más ahí. Yo había jurado solemnemente no atacarlo y, a pesar de ello, él se había defendido de mí. No, no debí haber ido.
Espiarlo sí, pero no quedarme más de lo debido. Y una vez más hice ademán de irme.
Eso la enfureció. Oí retumbar su voz en el amplio espacio vacío.
— ¡No es justo que te marches de esta manera! ¡Es decididamente grosero que lo hagas! ¿Es que no tienes honor? ¿Y además del honor has perdido los modales? —De pronto se interrumpió, porque yo no estaba cerca — fue como si me hubiese evaporado—, y quedó hablando solo, en voz alta, en el museo inmenso y frío.
Sentí vergüenza, pero me había ofendido mucho, aunque no sé bien por qué. ¿Qué le había hecho a ese ser? ¡Cómo me regañaría Marius por eso! Deambulé por Amsterdam durante horas. Hurté papel de escribir grueso, del tipo pergamino, que es el que más me gusta, y una lapicera automática de punta fina, de ésas que arrojan tinta todo el tiempo; después busqué, en el antiguo barrio de prostitutas y jóvenes drogados, una taberna ruidosa y siniestra donde poder escribir una carta a David, un lugar donde nadie repararía en mí siempre y cuando conservara un jarro de cerveza a mi lado.
No sabía lo que iba a ponerle; lo único que quería era pedirle perdón por mi conducta y decirle que algo había afectado mi alma al contemplar el cuadro de Rembrandt; por eso, en un estilo presuroso, compulsivo, escribí esta suerte de narración: Tienes razón. Te abandoné de manera despreciable. Peor aún, cobarde. Te prometo que, cuando volvamos a encontrarnos, te dejaré decir todo lo que quieras.
Tengo una teoría propia sobre Rembrandt. He pasado largas horas estudiando los cuadros suyos que hay en varias partes —en Amsterdam,
Chicago, Nueva York o dondequiera que encuentre uno— y creo haberte dicho que no pueden haber existido tantas almas buenas como las obras de Rembrandt nos quieren hacer creer.
Esta es mi teoría y, cuando la leas, por favor ten presente que da cabida a todos los elementos involucrados. Y esta característica de darles cabida solía ser la medida de la elegancia de una teoría... antes de que la palabra "ciencia" adquiriera el significado que tiene hoy.
Creo que, de joven, Rembrandt vendió su alma al diablo. Fue un acuerdo sencillo. El diablo le prometió convertirlo en el pintor más famoso de su época, y le envió hordas de mortales para sus cuadros. Le concedió fortuna, le dio una hermosa casa en Amsterdam, una mujer y luego una amante, porque sabía que a la larga se iba a quedar con el alma del pintor.
Pero el encuentro con el diablo cambió a Rembrandt. Después de ver pruebas tan innegables de la existencia del mal, se obsesionó con la pregunta: "¿Qué es el bien?". Rastreó en el semblante de sus sujetos su divinidad interior y, azorado, creyó ver la chispa de esa divinidad en los hombres más indignos.
Fue tal su destreza —compréndeme, por favor, que la destreza no la obtuvo del diablo sino que la tenía de antes—, que no sólo vio esa bondad sino que pudo pintarla; pudo dejar que su conocimiento de ella, su fe en ella, afluyera en toda su obra.
Con cada retrato que hacía, iba penetrando más y más hondo en la gracia y bondad del ser humano. Comprendió la capacidad de compasión y sabiduría que habita en toda alma. A medida que continuaba, su destreza iba en aumento; el fogonazo del infinito se volvió cada vez más sutil; su índole, más particular; y más grandiosa, serena y magnífica cada una de sus obras.
Ninguno de los rostros que pintó eran de carne y hueso. Eran semblantes espirituales, retratos de lo que hay dentro del cuerpo del hombre o la mujer; visiones de lo que era esa persona en su momento más sublime, en qué estaba destinada a convertirse.