Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Me pareció un milagro ese muchacho viviente, lleno de sangre y tejido, y esas hazañas milagrosas que son los ojos, un corazón que late y cinco dedos en cada mano esbelta.
Me vi a mí mismo caminando por París en los viejos tiempos, cuando yo estaba vivo. Llevaba una capa de pana roja, forrada con la piel de los lobos que había matado en mi nativa Auvernia, sin soñar jamás que hubiera cosas acechando entre las sombras, cosas que podían verlo a uno y enamorar se sólo porque uno era joven, cosas que podían quitamos la vida sólo porque nos amaban y por que uno había matado a una manada entera de lobos...
¡David, el cazador! De chaqueta color caqui con cinturón, y ese rifle magnífico.
Lentamente tomé conciencia de que el dolor ya no era tanto. El viejo y querido Lestat, el dios, se curaba con velocidad sobrenatural. El dolor era como un brillo intenso que se asentaba sobre mi cuerpo. Me imaginé a mí mismo despidiendo una luz cálida a toda la habitación.
Percibí el aroma de mortales. Un sirviente había entrado en el cuarto y vuelto rápidamente a salir. Pobre tipo. Me dieron ganas de reírme solo en mi sopor, al pensar en lo que vio: un hombre desnudo, de piel oscura y pelo rubio desordenado, tendido sobre el tigre de David en la habitación a oscuras.
De pronto capté el aroma de David y oí de nuevo el conocido retumbar de sangre en el interior de venas mortales. Sangre. Tenía tanta sed de sangre.
Mi piel quemada clamaba por ella, lo mismo que mis ojos ardidos.
Alguien tendió sobre mí una manta suave, que me resultó liviana, fresca.
Luego hubo una seguidilla de sonidos. David oscurecía el cuarto corriendo las pesadas cortinas de pana, cosa que no se había molestado en hacer en todo el invierno. Estaba maniobrando con la tela para que no quedara ni una hendija de luz.
—Lestat —susurró—, déjame llevarte al sótano, donde estarás a salvo.
—No importa, David. ¿Puedo permanecer aquí?
—Por supuesto que puedes. —Qué solícito.
—Gracias, David. —Volví a dormirne y vi soplar la nieve por la ventana de mi habitación del castillo, pero luego fue algo totalmente distinto. Vi una vez más la camita de hospital, pero la niña no estaba en ella, y gracias a Dios no se encontraba ahí la enfermera sino que había ido a calmar al que lloraba. Oh, qué sonido tan tremendo. Me parecía espantoso. Me habría gustado estar... ¿dónde? En casa, en pleno invierno francés, desde luego.
Esa vez alguien estaba encendiendo, no apagando, la lámpara de aceite.
—Te dije que no había llegado el momento. —El vestido era de un blanco perfecto. ¡Qué minúsculos los botoncitos de perla! Y qué hermosa la corona de rosas que lleva en la cabeza.
—Pero, ¿por qué? —pregunté.
— ¿Qué dijiste? —quiso saber David.
—Hablaba con Claudia —le expliqué. Estaba sentada en el sillón tapizado en petit - point estirando las piernas hacia adelante. ¿Tenía puestos esos escarpines de raso? Le tomé el tobillo y se lo besé, y cuando levanté la mirada vi su mentón y sus pestañas en el momento en que ella echaba la cabeza hacia atrás para reír. Una risa exquisita, ronca.
—Hay otros ahí afuera —me advirtió David.
Abrí los ojos y me dolió, me dolió ver las formas mortecinas de la habitación. Estaba por salir el sol. Sentí las garras del tigre bajo mis dedos. Ah, bestia preciada. Desde la ventana, David espiaba por una hendija abierta entre ambos paños del cortinado.
—Ahí afuera —prosiguió—. Han venido a cerciorarse de que estás bien.
¿Qué les parece?
— ¿Quiénes son? —No alcanzaba a oírlos, no quería oírlos. ¿Era Marius?
No los más antiguos, con toda seguridad. ¿Por qué habría de importarles semejante cosa?
—No sé —me contestó—. Pero están.
—Ya sabes lo que se suele decir: no les hagas caso y se marcharán. —De todos modos ya era casi el amanecer. Tienen que irse. Y por cierto que no te harán daño, David.
—Lo sé.
—No me leas la mente si no me dejas leer la tuya.
—No te enojes. No entrará nadie en esta habitación a molestarte.
—Sí; puedo ser un peligro aun en reposo... —Quise decir algo más, transmitirle otra advertencia, pero me di cuenta de que David era el único mortal que no precisaba de tal advertencia. Talamasca. Estudiosos de lo paranormal. El sabía.
—Duerme, ahora.
No pude menos que reírme al oír eso. ¿Qué otra cosa puedo hacer cuando sale el sol? Aun cuando me dé de lleno en la cara. Pero sus palabras fueron firmes, tranquilizadoras.
Pensar que en los viejos tiempos yo siempre tenía el ataúd, y a veces lo lustraba hasta dejar bien brillosa la madera; después lustraba el minúsculo crucifijo que había sobre la tapa y sonreía para mis adentros al pensar en el esmero con que pulía el pequeño cuerpo retorcido de Cristo, el hijo de Dios, asesinado. Me encantaba el forro de raso del cajón. Me encantaba la forma, y el acto crepuscular de elevarme de entre los muertos. Pero ya no más...
Realmente estaba saliendo el sol, el sol del frío invierno inglés. Lo sentía con certeza, y de pronto me dio miedo. Sentí la luz que avanzaba a hurtadillas fuera de la casa y golpeaba contra las ventanas. Pero de este lado de las cortinas reinaba la oscuridad.
Vi que la llamita en la lámpara de aceite subía. Me asusté, sólo porque sentía tantos dolores y porque eso era una llama. Los deditos femeninos sobre la llave dorada, y ese anillo que le regalé, con un pequeño brillante engarzado en perlas. ¿Y el relicario? ¿Debo preguntarle por él? Claudia, ¿alguna vez hubo un relicario de oro?
La llama crecía, crecía. Otra vez el olor. Su manita con hoyuelos. Todo a lo largo del departamento de la calle Royale se podía percibir el aroma del aceite. Ah, el viejo empapelado de la pared, los bellos muebles hechos a mano, Louis sentado a su escritorio, escribiendo... Y el olor áspero de la tinta negra, el rasgueo de la pluma...
La pequeña mano femenina, tan deliciosamente fría, tocaba mi mejilla y sentí esa emoción incierta que me recorre cuando alguno de los demás me toca, nuestra piel.
— ¿Por qué habría de querer nadie que yo viviera? —pregunté. Al menos eso fue lo que empecé a preguntar... porque después me desvanecí.
Crepúsculo. No quería moverme, ya que el dolor seguía siendo intenso. En el pecho y las piernas la piel empezaba a ponérseme tensa, y el hormigueo constituía apenas una variación del dolor.
Ni la sed de sangre, con toda su furia, ni su olor en los sirvientes de la casa lograron que me moviera. Sabía que David estaba ahí, pero no le hablé. Pensé que, si intentaba hablar, me iba a echar a llorar de dolor.
Dormí y sé que soñé, pero al despertar no recordaba los sueños. Veía de nuevo la lámpara de aceite y la luz seguía dándome miedo. Lo mismo que la voz de Claudia.
En una oportunidad desperté hablándole en la oscuridad. "¿Por qué tú, nada menos? ¿Por qué tú en mis sueños? ¿Dónde está tu puñal ensangrentado?"
Agradecí la llegada del alba. A veces, con un gran esfuerzo cerraba deliberadamente la boca para no gritar de dolor.
Cuando desperté, la segunda noche, el dolor ya no era tanto.
Tenía todo el cuerpo inflamado —lo que los mortales llaman en carne viva—, pero lo más insoportable había pasado. Estaba muy quieto, tendido sobre la piel del tigre, y sentí la habitación fría por demás.
Había leños en el hogar de piedra, retirados del frente, bien apoyados contra los ladrillos ennegrecidos del fondo. Todo estaba listo para ser encendido; incluso había un bollo de diario preparado. Hmmm. Alguien se me había acercado peligrosamente mientras dormía. Esperaba de verdad no haber extendido los brazos, como solemos hacer cuando estamos en trance, para sujetar a esa pobre criatura.
Cerré los ojos y presté atención a los sonidos. Nieve que caía sobre el techo, nieve que entraba por la chimenea. Volví a abrirlos y noté los trocitos de humedad en los leños.
Después me concentré, y la energía brotó de mí en forma de una larga lengua que llegó a tocar los troncos. En el acto se encendieron las Mamitas danzarinas. La corteza gruesa de los leños comenzó a calentarse, a ampollarse. La fogata venía en camino.
A medida que la luz se hacía más intensa, sentí que un dolor exquisito surgía en mis mejillas y sobre mi frente. Interesante. Me incorporé de rodillas, me levanté. Estaba solo en el cuarto. Miré la lámpara de bronce que había junto al sillón de David. Con una orden mental hice que se encendiera sola.
Sobre el sillón había ropa: un pantalón de franela gruesa, una camisa blanca de algodón, una chaqueta algo deforme de vieja lana. Todas las prendas me quedaban un poco grandes, pues habían sido de David. Hasta las pantuflas forradas en piel me iban grandes. Pero yo quería estar vestido. Había también ropa interior de esa que todo el mundo usa en el siglo XX, y un peine.
Me tomé mi tiempo para todo, notando tan sólo un ardor al calzarme la ropa sobre la piel. Cuando me peiné, me dolió el cuero cabelludo y opté por sacudirme el pelo hasta quitarle todo el polvo y la arena, que cayeron sobre la gruesa alfombra y desaparecieron discretamente de la vista.
Ponerme las pantuflas fue un placer. Lo que quise entonces fue un espejo.
Encontré uno en el pasillo, de grueso marco dorado. Por la puerta abierta de la biblioteca llegaba luz suficiente, o sea que pude verme bastante bien.
En un primer momento, no pude creer lo que contemplaban mis ojos.
Tenía la piel suave, inmaculada como antes, sólo que ahora poseía un tono ámbar, el mismo color del marco del espejo, y un brillo tenue, semejante al de cualquier mortal que pasa una larga temporada en los mares tropicales.
Brillaban mis cejas y pestañas, como ocurre siempre con los pelos rubios de esos individuos bronceados, y las pocas arrugas de la cara que el Don Misterioso me dejó se notaban un poquito más marcadas que antes. Me refiero a dos pequeñas comas en las comisuras de los labios, producto de sonreír tanto cuando estaba vivo, unas patas de gallo mínimas, y una o dos arrugas en la frente. Me gustó tenerlas de nuevo, pues hacía mucho que no las veía.
Mis manos habían sufrido más. Estaban más oscuras que el rostro y con numerosas arruguitas que les daban un aspecto más humano, lo cual enseguida me hizo pensar en las numerosas arrugas finas que tienen las manos de los mortales.
Las uñas aún brillaban de una manera que podía alarmar a los mortales, pero sin duda bastaría con frotármelas un poco con ceniza. Los ojos, desde luego, eran otra cosa. Nunca los había visto tan brillosos e iridiscentes, pero para eso lo único que me hacía falta eran unas gafas apenas ahumadas. Ya no necesitaría la otra máscara (los anteojos totalmente negros) para cubrir la piel blanca.
"Oh, dioses, qué maravilloso", pensé, admirando mi imagen. ¡Pareces casi humano! ¡Casi un hombre! Sentía un dolor mortecino en los tejidos quemados pero me gustó, porque lo tomé como algo que me recordaba la forma de mi cuerpo, sus límites humanos.
Tuve deseos de gritar; en cambio, oré. Que esto dure, y si no dura, con gusto repetiría todo el proceso.
Luego me puse a pensar que en realidad yo no estaba perfeccionando mi aspecto para poder desplazarme mejor entre los hombres, sino destruyéndome. Tenía que estar muriéndome Y si no me había matado el sol del desierto... si no lo había conseguido tendiéndome todo un día al sol, ni luego con el segundo amanecer...
Ah, cobarde, pensé, ¡podrías haber encontrado la forma de mantener te sobre la superficie y no esconder te, ese segundo día! ¿O no?
—Bueno, gracias a Dios elegiste volver.
Giré y vi que David se acercaba por el pasillo. Acababa de regresar a casa, pues tenía el abrigo húmedo por la nieve y ni siquiera se había sacado las botas.
Se detuvo en seco y me inspeccionó de pies a cabeza, esforzándose por ver en la penumbra.
—La ropa está bien —aprobó—. Pareces uno de esos muchachos que hacen surf, esos que viven eternamente en la playa.
Sonreí.
Extendió un brazo —gesto bastante audaz, pensé—, me tomó de la mano y me condujo a la biblioteca, donde el fuego ya ardía con bríos. Una vez más estudió mi semblante.
—Ya no hay dolor —dijo, como si dudara.
—Hay sensación, pero no exactamente lo que se dice dolor. Voy a salir un rato. Oh, no te preocupes; regresaré. Me muero de sed. Tengo que cazar.
Su rostro palideció, pero no tanto, ya que de todos modos pude ver la sangre de sus mejillas, las venitas de sus ojos.
—Bueno, ¿qué pensabas? —dije—. ¿Qué ya no lo iba a hacer más?
—No, no, claro.
— ¿Quieres venir a ver?
No dijo nada, pero noté que lo había asustado.
—No olvides lo que soy. Cuando me ayudas, estás ayudando al diablo. —
Señalé el ejemplar del "Fausto", que seguía sobre la mesa. También estaba ese cuento de Lovecraft. Hmmm.
—No es indispensable que quites la vida, para hacerlo, ¿no? —preguntó, serio.
Pero qué pregunta grosera.
Solté un ruidito desdeñoso.
—Me gusta quitar la vida. —Con un ademán señalé al tigre. —Soy cazador, como lo fuiste tú en una época. Me resulta divertido.
Me miró un largo rato con la perplejidad pintada en el rostro, y luego asintió lentamente, como con aceptación. Pero lejos estaba de aceptarlo.
—Aprovecha para comer, ahora que me voy —le dije—. Me doy cuenta de que tienes hambre y siento el olor a carne que están cocinando en la casa. Y puedes estar seguro de que cenaré antes de volver.
—Te has propuesto que te conozca como realmente eres, ¿en?, que no haya el menor error o sentimentalismo.
—Exacto. —Estiré los labios y le mostré los colmillos un instante. En realidad son muy pequeños, ínfimos en comparación con los del leopardo y el tigre, cuya compañía buscaba él obviamente por gusto. Pero esa mueca siempre atemoriza a los mortales. Más que atemorizarlos, los espanta. Creo que les produce en el organismo una reacción primitiva de alarma que nada tiene que ver con el coraje racional.
Se puso blanco y, sin hacer el menor movimiento, permaneció unos segundos mirándome, hasta que su rostro recobró su expresión de calidez.
—Muy bien —dijo—. Voy a estar aquí cuando vuelvas. ¡Y si no vuelves, me pondré furioso! Juro que nunca más te dirigiré la palabra. Si esta noche desapareces, jamás volveré tan siquiera a saludar te. Consideraré que has despreciado mi hospitalidad. ¿Entendido?
— ¡De acuerdo, de acuerdo! —exclamé, encogiéndome de hombros, aunque en el fondo me emocionaba que quisiera tenerme allí. Yo no había estado tan seguro. Por otra parte, me había mostrado muy descortés hacia él. —