Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Por eso es que los comerciantes de la Corporación de los Pañeros se asemejan a los santos más antiguos y sabios de Dios.
Pero en ningún lado se nota tan a las claras esa profundidad espiritual como en sus autorretratos. Y sin duda has de saber que de ellos nos dejó alrededor de ciento veinte.
¿Por qué supones que pintó tantos? Fueron su plegaria a Dios para que reparara en el avance de ese hombre que, por haber observado atentamente a otros como él, había sufrido una transformación religiosa total. "Esta es mi visión", le decía a Dios.
Hacia el final de la vida del pintor, el diablo empezó a sospechar. No quería que su esbirro creara obras tan magníficas, tan llenas de amor y bondad. El creía que los holandeses eran personas materialistas y, por ende, mundanas. Pero en esos cuadros llenos de espléndidos atuendos y costosas pertenencias brillaba la prueba innegable de que el ser humano
es completamente distinto de cualquier otro animal del cosmos, que es una mezcla .preciada de carne y fuego inmortal.
Bueno, Rembrandt sufrió todos los ultrajes que le envió el diablo. Perdió su hermosa casa. Perdió a su amante y, al final, perdió incluso a su hijo.
No obstante, siguió pintando sin cesar, sin el menor rastro de amargura o perversidad; y nunca dejó de poner amor en sus obras.
Por último, cuando estaba en su lecho de muerte, el diablo revoloteaba feliz a su alrededor, listo para apoderarse del alma de Rembrandt. Pero ángeles y santos imploraron a Dios que interviniera.
"¿Quién en el mundo sabe de bondad más que él?", pregunta ron, señalando al pintor moribundo. "¿Quién ha mostrado más que este artista? Cuando queremos ver lo divino que hay en el hombre, miramos sus cuadros."
Entonces Dios quebró el pacto entre Rembrandt y el diablo. Se llevó para sí el alma del pintor, y el demonio, al que no hacía mucho tiempo Fausto había engañado de igual manera, enloqueció de indignación. Bueno, entonces enterraría la vida de Rembrandt en la oscuridad. Se encargaría de que todas sus pertenencias y constancias escritas fueran devoradas por el flujo del tiempo. Y por supuesto, es por eso que no sabemos casi nada sobre la verdadera vida del artista, ni qué clase de persona era.
Pero el diablo no pudo decidir la suerte de los cuadros. Por más que lo intentó, no logró que la gente los quemara, que los arrojara a la basura o los hiciera a un lado demostrando preferencia por pintores más nuevos y de moda. De hecho, ocurrió algo curioso: Rembrandt se convirtió en el más admirado, el mejor pintor de todos los tiempos.
Esta es mi teoría sobre él y esos rostros.
Ahora bien: si yo fuera mortal, escribiría una novela sobre Rembrandt centrándola en este tema. Pero no soy mortal. No puedo salvar mi alma mediante obras de arte ni obras de bien. Soy una criatura semejante al demonio, con una diferencia: ¡a mí me encantan los cuadros de Rembrandt!
Sin embargo, me parte el alma mirarlos. Me entristeció mucho verte ahí, en el museo. Y tenías toda la razón en pensar que no hay vampiros con rostros como los santos de la Corporación de los Pañeros.
Por eso te abandoné tan cortesmente. No fue por furia demoníaca; sólo fue por pesar.
Una vez más te prometo que, cuando volvamos a encontrarnos, te dejaré decir todo lo que quieras.
Anoté al pie de la carta el número de mi agente de París junto con el domicilio postal, como hacía siempre que le escribía a David, pero él nunca me contestó.
Luego inicié una especie de peregrinaje con el propósito de volver a ver las obras de Rembrandt en las grandes colecciones mundiales. No vi en mis viajes nada que me quitara mi convencimiento acerca de la bondad del pintor. La peregrinación resultó más bien una penitencia, porque me aferré a mi idea sobre Rembrandt. Pero también renovó mi intención de no molestar a David nunca más.
Después tuve el sueño. Tigre, tigre... David en peligro. Desperté sobresaltado en mi sillón, en la pequeña choza de Louis... como si una mano me hubiera sacudido a manera de advertencia.
En Inglaterra, la noche casi había terminado. Tenía que apresurarme.
Pero por fin encontré a David en una pequeña taberna de un pueblito de los Cotswolds, a la que sólo se puede acceder por un camino angosto y peligroso.
Leyendo la mente de quienes lo rodeaban, muy pronto me enteré de que era su pueblo natal, próximo a su antigua heredad, una aldea diminuta con edificación del siglo XVI y una taberna que en la actualidad dependía de la veleidad de los turistas. David la había restaurado de su propio bolsillo visitándola cada vez más a menudo para escapar de la vida en Londres.
¡Un lugar decididamente misterioso!
Sin embargo, lo único que hacía David era beber sin mesura su amado whisky escocés y dibujar en servilletitas la figura del diablo. ¿Mefistófeles con su laúd? ¿Satanás con cuernos bailando a la luz de la luna?
Seguramente lo que percibí a la distancia fue su abatimiento, o más bien la inquietud de quienes lo observaban. Lo que yo había captado era la imagen de él en la mente de los otros.
Sentí deseos de hablarle pero no me atreví por miedo a armar demasiado revuelo en la taberna, donde el preocupado propietario y sus dos robustos sobrinos permanecían despiertos, fumando sus olorosas pipas, sólo como homenaje a la presencia augusta del lord local, ¡que se estaba emborrachando como un beduino!
Me quedé más o menos una hora espiando por la ventanita. Después me fui.
Ahora, transcurridos muchos, muchos meses, mientras caía la nieve sobre Londres, mientras caía en callados copos sobre la fachada de la Casa Matriz de la Talamasca, lo busqué, sumido en un estado de embotamiento, pensando que si a alguien en el mundo tenía que ver, era él. Espié la mente de todos los miembros, los dormidos y los despiertos.
Los despabilé. Los oí. prestar atención con la misma claridad que, si al levantarse de la cama, hubiesen encendido la luz.
Pero pude averiguar lo que quería antes de que cerraran sus mentes.
David se había marchado a la finca de su heredad en los Cotswolds, que quedaba próxima a ese pueblo raro y su extraña taberna.
Bueno, podía ubicar la casa, ¿no? Hacia allí partí en su busca.
La nieve caía más copiosa mientras me desplazaba a ras del suelo, con frío, enojado, borrado ya todo recuerdo de la sangre que había bebido.
Otros sueños acudieron a mi mente, como suele ocurrirme en los inviernos rigurosos: las nieves duras, miserables, de mi infancia humana, las heladas habitaciones de piedra del castillo paterno, el fuego tenue, mis grandes mastines que roncaban a mi lado en la parva de heno, dándome abrigo y calor.
A esos perros se los había asesinado durante mi última cacería de lobos.
No me gustaba recordarla, pero siempre era placentero pensar que estaba nuevamente ahí —con el aroma puro del fuego suave y de esos poderosos perros tumbados contra mí, y que yo estaba vivo, ¡verdaderamente vivo!— y que la cacería nunca había tenido lugar. Yo nunca había ido a París, nunca seduje a Magnus, ese vampiro poderoso y demente.
La pequeña habitación de piedra se hallaba impregnada del agradable olor de los perros y ahora podía dormir al lado de ellos y sentirme seguro.
Por último, me aproximé a una pequeña mansión isabelina, una bellísima construcción de piedra con techos de mucha caída, gabletes angostos y ventanas empotradas de gruesos vidrios, mucho más reducida que la Casa Matriz aunque grandiosa en su escala.
Sólo algunas ventanas se encontraban iluminadas, y al acercarme vi que se trataba de la biblioteca y que allí estaba David, sentado junto a un fuego chisporroteante.
Tenía en la mano su consabido diario íntimo encuadernado en cuero, y estaba escribiendo muy de prisa con una lapicera. No reparaba en absoluto en que alguien lo observaba. De vez en cuando consultaba otro libro forrado en cuero que había a un lado, sobre una mesita. Me resultó fácil darme cuenta de que era la Biblia cristiana, con sus dobles columnas de letras menudas y sus páginas de canto dorado, además de la cinta que obraba de señalador.
Con mínimo esfuerzo noté que era el Génesis lo que leía, del que aparentemente tomaba apuntes. También tenía a mano su ejemplar del "Fausto". ¿Qué diablos le interesaba en esos textos?
La habitación estaba recubierta de libros. Una única lámpara lo alumbraba por encima del hombro. La biblioteca se parecía a muchas similares de los climas nórdicos: confortable y acogedora, de techos bajos con vigas y cómodos sillones antiguos de cuero.
Pero lo que la hacía atípica eran las reliquias de una existencia vivida en otro clima. Estaban ahí los recuerdos de esos años rememorados.
Sobre el hogar encendido, la cabeza de un leopardo a motas y, sobre la pared de la derecha, la enorme cabeza negra de un búfalo. Numerosas estatuillas hindúes de bronce estaban diseminadas por doquier, en repisas y mesas, además de pequeñas alfombritas indias sobre la alfombra marrón, delante de la chimenea, la puerta y las ventanas.
Y el cuero largo y llameante de su tigre de Bengala yacía estirado en el centro mismo de la habitación, la cabeza bien conserva da, con los ojos de vidrio y los inmensos colmillos que yo había visto en el sueño con espantosa nitidez.
A este último trofeo dirigió de pronto David su atención; después, apartando sus ojos de él con dificultad, siguió escribiendo. Traté de leerle la mente, pero no pude. ¿Para qué me habré tomado el trabajo? Ni el menor indicio de los bosques de mangles donde pudo haber asesinado a semejante bestia. Miró una vez más al tigre, hasta que, olvidando la
pluma, quedó abstraído en sus pensamientos.
Por supuesto, me reconfortó el sólo mirarlo, como siempre. Divisé en la penumbra varias fotos en sus marcos: tomas de David cuando era joven y muchas que a todas luces le habían sido sacadas en la India, frente a un bello bungalow de anchas galerías y techos altos. Retratos de su madre y su padre. Retratos de él con los animales que había matado. ¿Explicaba eso mi sueño?
No presté atención a la nieve que caía a mí alrededor, cubriéndome el pelo y los hombros e incluso los brazos que tenía plegados. Por último, me moví. Quedaba apenas una hora para el amanecer.
Di la vuelta por el otro lado de la casa, encontré una puerta en el fondo, ordené al cerrojo que se abriera, y entré en el pequeño vestíbulo de techos bajos. Había allí viejas maderas con capas de laca o aceite. Apoyé las manos sobre los tableros de la puerta y se me presentó la imagen de un gran bosque de robles bañado en luz de sol. Luego, sólo me rodearon las sombras. Me llegó el aroma del fuego lejano.
Noté que David estaba parado en la otra punta del pasillo, haciéndome señas de que me acercara. Pero hubo algo en mi aspecto que lo sobresaltó. Claro, yo estaba cubierto de nieve y de una delgada capa de hielo.
Entramos juntos en la biblioteca y me ubiqué en el sillón frente a él. Se marchó un instante, y me quedé ahí mirando el fuego, sintiendo que derretía la nievecilla que me cubría. Pensaba yo en el motivo de mi visita y cómo haría para decírselo. Mis manos estaban blancas como blanca era la nieve.
Cuando David regresó, traía un toallón tibio que usé para secarme la cara, el pelo y por último las manos. Qué agradable sensación.
—Gracias —le dije.
—Parecías una estatua.
—Sí, ahora tengo ese aspecto, ¿no? Sigo viaje.
—No te entiendo. —Se sentó frente a mí. —Explícate.
—Me voy a un sitio desértico. Creo haber encontrado la forma de terminar con todo. No es nada sencillo.
— ¿Por qué quieres hacerlo?
—No quiero estar más con vida. Esa parte es fácil. No ansió la muerte, como haces tú; no es eso. Esta noche... —Me interrumpí. Vi la imagen de la anciana en su cama prolija, vestida con su bata floreada contra el nylon acolchado. Después vi al extraño hombre de pelo castaño que me observaba, el que se me acercó en la playa y me dio el cuento que aún llevaba, todo arrugado, dentro del abrigo-
Una insensatez. Llegas demasiado tarde, quienquiera que seas.
¿A qué molestarme en explicar?
De repente vi a Claudia como si estuviera contemplándome desde otro reino, esperando que yo la viera. Qué ingenioso que nuestras mentes puedan evocar una imagen de apariencia tan real. Bien podía ella estar ahí, junto al escritorio de David, en la penumbra. Claudia, que me había clavado un puñal en el pecho. "Te mandaré a tu ataúd para siempre, padre." Pero también era cierto qué últimamente la veía de continuo, en sueño tras sueño...
—No vayas —dijo David.
—Llegó la hora —le respondí en un susurro, pensando en forma vaga lo desilusionado que quedaría Marius.
¿Me habría oído David? A lo mejor hablé en voz demasiado baja. Se oyó un crepitar del fuego, algún trozo de madera encendida que se caía o savia húmeda que chisporroteaba dentro del inmenso leño. Volví a ver ese dormitorio frío de mi infancia y de pronto rodeé con mi brazo a uno de los perros enormes, esos perros indolentes y cariñosos. ¡Es terrible ver que un lobo mata a un perro!
Debí haber muerto, aquel día. Ni el mejor cazador debería ser capaz de matar a una manada de lobos. Y tal vez fue ése el error cósmico. Mi destino era marcharme, si de hecho existe tal continuidad, y por excederme atraje la atención del diablo. "Asesino de lobos", había dicho el vampiro Magnus con mucho cariño, al tiempo que me llevaba a su cueva.
David volvió a hundirse en su sillón; con ademán distraído apoyó un pie sobre el guardafuego y clavó sus ojos en las llamas. Estaba profundamente perturbado, hasta un tanto desequilibrado, aunque lo ocultaba muy bien.
— ¿No te va a doler? —preguntó, mirándome.
Por un momento no supe qué me quería decir. Después recordé.
Solté una risita.
—Vine a despedirme de ti, a preguntar te si estás seguro de tu decisión. Me pareció que lo correcto era avisarte que me marchaba, que ésta era tu última oportunidad. Pensé que correspondía. ¿Me comprendes o crees que es sólo un pretexto más? En realidad, no importa.
—Como el Magnus de tu historia. Dejarías a tu heredero y luego desaparecerías dentro del fuego.
—No era una simple historia —repuse, sin ganas de ponerme polémico pero preguntándome por qué sonaba como si lo fuera—. Y en efecto, quizá sea así. Sinceramente, no sé.
— ¿Por qué quieres autodestruir te? —Le noté un tono desesperado.
Cómo había herido a ese hombre.
Miré el tigre del piso con sus magníficas rayas negras y su piel de un naranja intenso.