El ladrón de cuerpos (39 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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—Quizá —admitió con una sonrisita. Qué fuerte parecía, sentada allí sobre la manta, las piernas castamente dobladas hacia un lado, el pelo suelto aún, más semejante a un velo de monja ahí en esa habitación que en ninguna de las fotos.

—j,Cómo empezó todo en ti? —quise saber.

—j,Piensas que es importante? No creo que apruebes mi historia si te la cuento.

—Me gustaría conocerla.

Era hija de una pareja católica, la madre maestra y el padre contador en la zona de Bridgepor t, Chicago, y desde pequeña demostró talento para el piano. Toda la familia se sacrificó para pagarle las clases con un famoso profesor.

—Ya ves, el renunciamiento —dijo, con la misma sonrisita de antes— desde siempre. Sólo que en ese entonces era por la música, no por la medicina.

Pero ya en aquella época era sumamente religiosa, leía las vidas de los santos y soñaba con ser santa, con trabajar en misiones en el extranjero.

Le fascinaba principalmente Santa Rosa de Lima, la mística, lo mismo que San Martín de Porres, que había trabajado más en el mundo. Y Santa Rita.

Algún día quería dedicarse a los leprosos, encontrar un trabajo que fuera absorbente, heroico. De niña había construido un pequeño oratorio detrás de su casa, donde pasaba horas arrodillada ante un crucifijo esperando que se abrieran en sus manos y sus pies las heridas de Cristo, el estigma.

—Esas historias me las tomaba muy en serio. Los santos eran reales para mí. Me atrae la posibilidad del heroísmo.

—Heroísmo —repetí. Mi palabra. Pero qué distinta era la definición que y le daba. No quise interrumpirla.

—Me daba la impresión de que el piano se oponía a mi espiritualidad. Yo quería renunciar a todo por el prójimo, lo cual incluía renunciar también al piano, especialmente al piano.

Eso me entristeció. Me pareció que no había relatado esa historia a menudo, y hablaba con voz muy apagada.

—Pero, ¿y la felicidad que producías en otros cuando tocabas?

—le pregunté—. ¿Eso no valía nada?

—Ahora puedo decir que sí —reconoció bajando aún más la voz. Las palabras le salían con penosa lentitud. —Pero en ese entonces... No estaba segura. No era persona para ese talento. No me molestaba que me escucharan, pero no quería que me vieran. —Se sonrojó al mirarme. —A lo mejor, si hubiera tocado en el coro de una iglesia, o detrás de un

biombo, habría sido distinto.

—Entiendo. Hay muchos humanos que sienten lo mismo.

—Pero tú no, ¿verdad?

Le dije que no moviendo la cabeza.

Me explicó cuánto había sufrido cuando la hacían vestirse de encaje blanco para tocar delante de público. Lo hacía para complacer a sus padres y maestros. Participar en los certámenes la mortificaba, pero casi sin excepción ganaba. A los dieciséis años su carrera se había convertido en una empresa familiar.

—Pero, la música misma, ¿la disfrutabas?

Lo pensó un momento.

—Me ponía en éxtasis. Cuando tocaba estando sola.., sin nadie que me mirara, me entregaba totalmente. Era casi como estar bajo la influencia de una droga. Algo... casi erótico. A veces las melodías me obsesionaban, me daban vueltas continuamente por la cabeza. Perdía la noción del tiempo cuando estaba al piano. Hasta el día de hoy no puedo escuchar música sin sentirme transportada. Aquí en esta casa no ves radios ni grabadores. No puedo tener esas cosas ni siquiera hoy.

—Pero, ¿por qué te lo niegas? —Miré en derredor. Tampoco había un piano.

Sacudió la cabeza como para restarle importancia.

—El efecto es demasiado absorbente, ¿no te das cuenta? Soy capaz de olvidarme de todo. Y cuando me ocurre eso, no consigo hacer nada. Dejo la vida en suspenso, por así decirlo.

—Pero, Gretchen, ¿acaso es verdad? ¡Para algunos de nosotros, esos sentimientos tan intensos son la vida! Nosotros buscamos el éxtasis, En esos momentos.., trascendemos todo el dolor, la mezquindad, . la lucha. Así sentía yo cuando estaba vivo. Así siento ahora.

Se quedó cavilante, el rostro sereno, relajado. Cuando habló, lo hizo con convicción.

—Quiero más que eso —dijo- —. Quiero algo más palpable y constructivo.

Para decirlo de otro modo, no puedo disfrutar ese placer si sé que hay otros que sufren hambre y enfermedades.

—Pero en el mundo siempre habrá padecimientos. Y la gente necesita la música, Gretchen, de la misma manera que necesita el alimento.

—No sé si concuerdo contigo. De hecho, estoy segura de que no. Tengo que dedicar mi vida a aliviar el dolor. Créeme que todos estos argumentos ya los he analizado muchas veces.

—Oh, pero preferir cuidar enfermos antes que la música —dije—. No lo puedo entender. Claro que la labor de la enfermera es loable. —Estaba tan apesadumbrado que me costaba continuar.

—¿Cómo fue que tomaste la decisión? ¿No se opuso tu familia? Siguió contando. Cuando tenía dieciséis años, la madre cayó enferma durante meses y se ignoraba la causa. La madre estaba anémica, vivía con fiebre y llegó un momento en que ya fue obvio que se estaba consumiendo. Se le hicieron estudios, pero los médicos no daban en la tecla. Todos estaban seguros de que iba a morir. El clima de la casa estaba infectado de dolor, incluso de encono.

—Le pedí un milagro a Dios —dijo—. Le prometí que, si salvaba a mi madre, jamás iba a volver a tocar las teclas de un piano. Prometí entrar en un convento apenas me lo permitieran así podría dedicar mi vida a cuidar enfermos y moribundos.

—Y tu madre se curó.

—Sí. Al cabo de un mes se había recuperado totalmente. En la actualidad vive. Se jubiló y da clases a alumnos particulares... en un barrio de negros de Chicago. Desde entonces nunca tuvo la más mínima enfermedad.

—Y tú cumpliste la promesa?

Asintió.

—Entré en la orden de las Hermanas Misioneras a los diecisiete, y ellas me hicieron seguir estudios terciarios.

—También cumpliste la promesa de no volver a tocar el piano?

—Así es —se limitó a decir, sin manifestar nostalgia ni arrepentimiento alguno. Tampoco parecía ansiosa por contar con mi comprensión o aprobación. En realidad, yo sabía que captaba mi tristeza, y además estaba un poco preocupada por mí.

—¿Fuiste feliz en el convento?

—Oh, sí. ¿No lo ves? Las personas como yo no pueden llevar una vida común. Tengo que hacer algo difícil, tengo que correr riesgos. Entré a esa orden porque tenían misiones en los lugares más remotos y peligrosos de Sudamérica. No te puedo decir lo que me gustaron esas selvas! —Su voz se hizo más baja, casi apremiante.

—No me importan el calor ni los peligros. Hay momentos en que estamos todos sobrepasados de trabajo, con el hospital abarrotado, y tenemos que acostar a los enfermitos afuera, bajo un cobertizo y en hamacas, ¡y yo siento tanta vida interior! No te das una idea. Me interrumpo apenas para secarme el sudor de la cara, lavarme las manos y quizá beber un vaso de agua, pienso: estoy viva, estoy aquí, haciendo cosas importantes.

Nuevamente sonrió.

—Es otro tipo de intensidad —sostuve—, algo totalmente distinto que hacer música. Veo la diferencia fundamental.

Recordé las palabras de David cuando me contó su vida, cómo había buscado la emoción en el peligro. Ella estaba buscando la emoción en el renunciamiento total. El buscó el peligro de lo oculto en Brasil. Gretchen buscó el duro desafío de restablecer la salud de miles de seres anónimos, eternamente pobres. Eso me perturbó hasta lo más hondo.

—Hay también algo de vanidad en ello, desde luego —reconoció—. La vanidad siempre es enemiga. Eso era lo que más me molestaba de mi... mi castidad: el orgullo con que la vivía. Pero hasta el hecho de volver de este modo a los Estados Unidos constituía un riesgo. Estaba aterrada cuando bajé del avión, cuando me di cuenta de que estaba aquí, en Georgetown, y nada me impediría estar con un hombre si lo deseaba. Creo que fue el miedo lo que me llevó al hospital a trabajar. Dios sabe muy bien que la libertad no es fácil.

—Esa parte la comprendo. Pero, ¿cómo reaccionó tu familia ante tu promesa de renunciar a la música?

—En el primer momento no se enteraron, no se lo conté a nadie. Anuncié mi vocación y me mantuve firme. Hubo muchas recriminaciones. Después

de todo, mis hermanos habían tenido que vestirse con ropa de segunda mano para que yo pudiera tomar clases de piano. Pero eso pasa con frecuencia. Ni siquiera en una buena familia católica se recibe con bombos y platillos la noticia de que una hija quiera hacerse monja.

—Sufrieron por el talento que tenías.

—Sí, sí —dijo, enarcando levemente las cejas. Qué sincera y tranquila parecía. No decía nada con dureza, con frialdad. —Pero yo tenía una visión de algo infinitamente más importante que tocar el piano en un concierto o levantarme del taburete para recibir un ramo de rosas. Pasó mucho tiempo hasta que por fin les conté lo de la promesa.

—¿ Años?

Asintió sin palabras.

—Lo entendieron —dijo luego—. Vieron el milagro. No podían menos. Les hice notar que me sentía más afortunada que todas las que habían entrado al convento. Había recibido una señal evidente de Dios. El nos había resuelto los conflictos a todos.

—Crees en eso.

—Sí, lo creo. Pero en cierto sentido no importa que sea cierto o no. Y si hay alguien que debería comprenderlo, eres tú.

—¿Por qué?

—Porque hablas de verdades religiosas e ideas religiosas y sabes que importan aunque sólo sean metáforas. Eso fue lo que te oí cuando delirabas.

Lancé un suspiro.

—,Nunca te dan ganas de volver a tocar el piano? ¿No quieres... digamos, encontrar un salón vacío, con un gran piano en el escenario, y sentarte a...?

—Claro que sí, pero no lo puedo hacer y no lo haré. —Su sonrisa era verdaderamente hermosa.

—Gretchen, esta historia tiene algo tremendo. ¿Por qué, siendo una chica católica, no podías tomar tu talento musical como un don de Dios, un don que no debía desperdiciarse?

—Yo sabía que me lo mandaba Dios, pero vi una bifurcación en mi camino. Sacrificar el piano fue la oportunidad que Dios me dio de servirlo de una manera especial. Lestat, ¿qué podía significar la música en comparación con el hecho de ayudar a personas, a centenares de personas?

Meneé la cabeza.

—Creo que se puede considerar igualmente importante a la música.

Meditó largo rato antes de responder.

—Yo no podía continuar. Es posible que haya usado la enfermedad de mi madre... Tenía que ser enfermera. No veía otro camino para mí. La pura verdad es que... no puedo vivir cuando me enfrento con la miseria del mundo. No puedo justificar el confort o el placer cuando hay otra gente que sufre. No sé cómo otros pueden.

—No pensarás que puedes cambiar todo, Gretchen.

—No, pero puedo vivir mi vida produciendo un efecto sobre muchas, muchas vidas individuales. Eso es lo que cuenta.

La historia me afectó tanto, que no pude quedarme ahí sentado. Me levanté para estirar las piernas entumecidas y fui hasta la ventana a mirar el campo de nieve.

Me habría sido fácil desechar todo si ella hubiese sido una persona quejosa o minusválida mental, o bien una persona abrumada por los conflictos y la inestabilidad. Pero nada más lejos de la verdad. Gretchen me resultaba casi insondable.

Era lo contrario de mí, como tantas décadas atrás lo había sido mi amigo mortal Nicolás. No porque se pareciera a él sino porque en el cinismo de Nicolás, en su eterna rebelión, había cierta renuncia de sí mismo que jamás pude comprender. Mi Nicki, tan lleno de aparente exceso y excentricidad.., que sin embargo disfrutaba con lo que hacía, pero sólo porque causaba escozor a otros.

Renunciar a uno mismo: en eso se resumía todo.

Me volví. Ella estaba mirándome. Una vez más tuve la sensación de que no le importaba mucho lo que yo dijera. No me pedía comprensión. En cierto sentido, era una de las personas más fuertes que había conocido en mi larga vida.

Con razón me sacó del hospital; otra enfermera no habría querido semejante carga.

—Gretchen, ¿nunca temes haber derrochado tu vida? ¿Nunca : piensas que el sufrimiento y la enfermedad seguirán existiendo mucho tiempo después de que te vayas de esta tierra, y que tu obra no significará nada en el designio general?

—El designio general es lo que no significa nada. El acto pequeño lo es todo. Por supuesto que el sufrimiento continuará cuando yo ya no esté, pero lo importante es que hice todo lo que pude. Ese es mi triunfo, mi vanidad. Esa es mi vocación y mi pecado de orgullo. Esa es mi clase de heroísmo.

—Pero, chérie, estarías en lo cierto sólo si hubiera alguien que llevara la cuenta, algún Ser Supremo que ratificara tu decisión, si se te recompensara por tus obras o al menos se las defendiera.

—No. Nada más lejos de la verdad —me contradijo, eligiendo con cuidado las palabras—. Piensa un poco: esto que te he dicho evidentemente es nuevo para ti. A lo mejor es un secreto religioso.

—j,Por qué lo dices?

—Muchas noches me quedo despierta pensando que tal vez no exista un Dios personal, que siempre van a existir niños que sufren, como se ve a diario en nuestros hospitales. Pienso en los eternos dilemas, como por ejemplo, por qué Dios permite que un niño sufra. Dostoievski planteó ese interrogante, lo mismo que Albert Camus, el escritor francés.

Nosotros mismos lo estamos planteando. Pero en definitiva no importa.

“Dios puede existir o no, pero la miseria es real, totalmente real e innegable y mi compromiso es para con esa realidad: ése es el nudo de mi fe. ¡Tengo que hacer algo por solucionarla!

—Y cuando te llegue el momento de la muerte, si no existe Dios...

—No importa. Sabré que hice lo que estaba a mi alcance. La hora de mi muerte podrá ser este instante. —Se encogió de hombros. —No me haría cambiar mi manera de pensar.

—Por eso es que no sientes culpa de que hayamos tenido relaciones ayer.

Lo pensó.

—Culpa? Siento alegría cuando pienso en ello. ¿No te das cuenta de lo que has hecho por mí? —Lentamente sus ojos se llenaron de lágrimas. —Vine aquí a conocerte, a estar contigo. Ahora ya puedo volver a la misión.

Inclinó la cabeza unos instantes hasta que recobró la compostura. Luego levantó la mirada y retomó la palabra.

—Cuando me contabas que a esa niña, Claudia, la habías hecho... cuando hablabas de haber hecho entrar a Gabrielle, tu madre, en tu mundo... dijiste estar buscando algo. ¿Podrías llamarlo trascendencia? Cuando yo trabajo en la misión hasta quedar exhausta, trasciendo. Trasciendo la duda y algo... algo quizá sombrío e irremediable que llevo en mi interior.

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