Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Había en su semblante un no sé qué de entrega y abstracción por la forma en que asentía y decía que estaba mejorando cada vez que se lo preguntaba.
Parecía eternamente absorta en sus pensamientos. Un largo instante pasó mirándome como si yo la desconcertara; después, muy despacio se agaché y apretó sus labios contra los míos. Una vibrante emoción me recorrió el cuerpo.
Volví a quedarme dormido.
Y no tuve sueños.
Fue como si siempre hubiese sido humano, siempre hubiese estado en ese cuerpo y, ah, tan agradecido por esa cama blanda y limpia.
La tarde. Parches de azul tras los árboles.
Como en trance, la vi avivar el fuego. Observé el resplandor en sus pies descalzos. Mojo tenía el pelo gris cubierto de un polvillo de nieve mientras comía tranquilamente de un plato que sujetaba entre las patas, mirándome de tanto en tanto
Mi pesado cuerpo humano hervía aún de fiebre, pero menos, mejor, con sus dolores menos pronunciados, ya sin temblar. Oh, ¿por qué ella había hecho todo eso por mí? ¿Por qué? ¿Y qué puedo hacer yo por ella? pensé.
Ya no me asustaba la idea de morir. Pero cuando pensaba en lo que me esperaba —aprehender al Ladrón de Cuerpos— sentía una punzada de pánico. Además, durante una noche más iba a estar tan enfermo que no podría irme de allí.
Volvimos a dormitar abrazados, dejando que afuera se oscureciera la luz.
El único sonido era la trabajosa respiración de Mojo. El pequeño fuego ardía vivamente. La habitación estaba cálida y silenciosa. El mundo entero parecía hallarse cálido y en silencio. Comenzó a caer la nieve y muy pronto cayó también la despiadada penumbra de la noche.
Una oleada de sentimientos protectores cruzó por mi interior cuando miré su rostro dormido, cuando pensé en la mirada abstraída que había visto en sus ojos. Hasta su voz estaba teñida de una profunda melancolía.
Algo había en ella que sugería una honda resignación. Pasara lo que pasare, no la iba a abandonar, pensé, hasta que supiera cómo podría retribuirle. Además, ella me agradaba. Me gustaba su tristeza interior, su recóndita calidad humana, la sencillez de sus movimientos y su lenguaje, el candor de sus ojos.
Cuando volví a despertar, había venido de nuevo el médico, el mismo muchacho joven de piel cetrina y cara de agotamiento, aunque lo noté más descansado y con su chaqueta blanca ahora muy limpia. Me había puesto en el pecho un pedacito de metal frío, y evidentemente me auscultaba el corazón o algún otro ruidoso órgano interno para obtener alguna información importante. Tenía en las manos unos horribles guantes plásticos y, como si yo no estuviera allí, en voz baja le hablaba a Gretchen sobre los problemas que continuaban en el hospital.
Gretchen se había puesto un sencillo vestido azul, parecido a un hábito de monja sólo que más corto, y debajo llevaba medias negras. Su pelo bellamente desordenado, lacio y limpio, me hizo pensar en el heno que la princesa hiló y convirtió en oro en el cuento de Rumpelstiltskin.
Una vez más acudió a mi memoria Gabrielle, mi madre, y el momento fantasmal en que la convertí en vampira, cuando le corté el pelo rubio, que le volvió a crecer en el término de un día mientras ella dormía el sueño de muerte en la cripta, cómo casi se volvió loca cuando lo advirtió.
Recuerdo que gritó y gritó hasta que alguien pudo calmarla. No sé por qué me vino ella a la memoria, salvo que fuera porque me encantaba el pelo de Gretchen. No se parecía en nada a Gabrielle. En nada.
Por último, el médico terminó de tocarme, apretarme y auscultarme, y salió para conferenciar con ella. Maldito sea mi oído mortal. Pero sabía que estaba casi curado. Y cuando él volvió y se paró junto a la cama y me dijo que ahora iba a estar “bien”, que sólo necesitaba descansar unos días más, yo le comenté que todo se lo debía a los cuidados de Gretchen.
El hombre reaccionó con un enfático ademán de asentimiento y una serie de murmullos ininteligibles; luego partió, hundiéndose en la nieve. Me llegó el ruido tenue de su auto cuando se alejaba.
Me sentía tan despejado y bien que me dieron ganas de llorar. En cambio, bebí más de ese exquisito jugo de naranja y comencé a pensar en cosas... a evocar cosas.
—Tengo que dejarlo solo un ratito para ir a comprar algunos alimentos.
—Sí, y eso lo pago yo —dije. Apoyé mi mano en su muñeca. Aunque la voz aún me salía ronca y débil, le conté lo del hotel, que todavía estaba mi dinero allí, dentro del sobretodo. Iba a alcanzar para pagarle la atención y la comida y le pedí que fuera a buscarlo. La llave tenía que estar en mi ropa, le expliqué.
Ella había colgado todo en perchas y, efectivamente, la llave estaba en el bolsillo de la camisa.
—Ve? Todo lo que le dije es verdad.
Me sonrió con calidez. Dijo que iría al hotel a buscar el dinero si le prometía que me iba a callar. No era conveniente dejar dinero tirado por cualquier parte, ni siquiera en un hotel elegante.
Quise contestarle, pero estaba muy adormilado. Después, por la ventanita la vi marcharse, cruzar la nieve hacia su auto. Vi que subía. Qué figura fuerte, robusta, pero con piel clara y una suavidad que la volvía encantadora para mirar, y hermosa para abrazar. Sin embargo me dio miedo que me dejara.
Cuando volví a abrir los ojos estaba parada con mi sobretodo en el brazo.
El dinero era mucho, dijo, y lo trajo todo. Jamás había visto tanto todo junto, en fajos. Qué persona rara era yo. En total eran unos veintiocho mil dólares. Había cerrado mi cuenta en el hotel.
Ellos preguntaron por mí. Me habían visto huir en medio de la nieve. Le hicieron firmar recibo por todo. El papelito me lo dio, como si fuera importante. Tenía mis otras pertenencias, la ropa que había comprado, que seguía en sus bolsas y cajas.
Quise darle las gracias pero, ¿dónde estaban las palabras? Le agradecería cuando volviera a mi propio cuerpo.
Después de guardar todas las prendas, preparó una cena simple de caldo, pan y manteca. Comimos juntos, con una botella de vino de la que bebí una cantidad muy superior a la que ella consideraba sensata. Debo decir que ese pan, manteca y vino fueron la mejor comida humana que había probado hasta ese momento, y se lo comenté. Le pedí por favor más vino, porque esa borrachera era absolutamente sublime.
—Por qué me trajo aquí? —le pregunté.
Se sentó en el borde de la cama de frente al fuego, sin mirarme, y jugueteó con su pelo. Empezó a explicarme de nuevo lo de la epidemia y el hospital repleto.
—No. ¿Por qué lo hizo? Había otras personas allí.
—Porque usted no se parece a nadie que yo conozca. Me hace acordar a un cuento que leí alguna vez.., sobre un ángel obligado a bajar a la tierra dentro de un cuerpo humano.
Con súbito dolor recordé lo que Raglan James me había dicho de que yo parecía un ángel. Pensé en mi otro cuerpo, poderoso, que deambulaba por el mundo bajo su odioso dominio.
Lanzó un suspiro y me miró. Estaba intrigada.
—Cuando termine esto, vendré a verla con mi cuerpo verdadero. Me descubriré ante usted. Quizá le interese comprobar que no la engañé. Y como es una mujer tan fuerte, sospecho que la verdad no le hará daño.
—La verdad?
Le expliqué que, cuando nos descubríamos ante algunos mortales, a menudo los volvíamos locos, porque éramos seres antinaturales y no conocíamos la existencia de Dios o del diablo. En suma, éramos como una visión religiosa sin revelación. Una experiencia mística pero sin un núcleo de verdad.
Evidentemente quedó subyugada. Una luz sutil entró en sus ojos. Me pidió que le explicara cómo fue que aparecí en mi otra forma.
Le describí cómo me había hecho vampiro a los veinte años. Yo era alto para aquella época, rubio, de ojos claros. Le conté de nuevo que me había quemado la piel en el Gobi. Temía que el Ladrón de Cuerpos planeara quedarse con mi cuerpo para siempre seguramente se había marchado a alguna parte, ocultándose del resto de la tribu, y estaba tratando de perfeccionar el uso de mis poderes.
Me pidió que le contara cómo era volar.
—Se parece más a flotar. Uno simplemente asciende a voluntad, se autoimpulsa en una dirección o en otra. Es un desafío a la gravedad que no se parece al vuelo de los seres naturales. Da miedo. Es la más atemorizante de nuestras facultades; creo que nos hace más daño que ninguna otra, nos llena de desesperanza, pues es la prueba definitiva de que no somos humanos. Tenemos miedo de que algún día nos vayamos de la tierra y nunca más volvamos a tocarla.
Imaginé al Ladrón de Cuerpos usando ese don. Yo lo había visto usarlo.
—No sé cómo cometí la tontería de permitirle llevarse un cuerpo tan potente como el mío. Me encegueció el deseo de ser humano.
Ella me miraba, con las manos entrelazadas y una gran serenidad en sus grandes ojos.
—i,Usted cree en Dios? —le pregunté, y señalé el crucifijo de la pared—. ¿Cree en esos filósofos católicos, los de los libros de la biblioteca?
Lo pensó un largo instante.
—No de la manera en que me lo pregunta.
Sonreí.
—,Cómo, entonces?
—He llevado una vida sacrificada desde que tengo memoria. En eso creo.
Creo que debo hacer todo lo que esté a mi alcance para aliviar el sufrimiento. Eso es lo único que puedo hacer, y es algo inmenso. Se trata de un gran don, como el suyo de volar.
Me desconcertó. Nunca había pensado que el trabajo de enfermera tuviera que ver con poder alguno. Pero la entendí perfectamente.
—Tratar de conocer a Dios puede tomarse como un pecado de orgullo, o una falla de la imaginación —dijo—. Pero cuando vemos el sufrimiento, todos sabemos lo que es. Conocemos el hambre, la privación. Yo trato de aliviar esos males. Ese es el meollo de mi fe. Pero para responderle con sinceridad.., sí, creo en Dios y en Jesucristo. Igual que usted.
—No, yo no creo.
—Cuando estaba con fiebre hablaba sobre Dios y el diablo como nunca oí hablar a nadie.
—Hablaba de aburridos argumentos teológicos.
—No; decía que no eran pertinentes.
—iDe veras?
—Sí. Usted, cuando ve el bien, sabe reconocerlo. Al menos eso dijo. Yo también. Dedico mi vida a tratar de hacerlo.
Suspiré.
—Comprendo. Dígame, ¿me habría muerto si no me sacaba del hospital?
—Puede ser. Sinceramente no lo sé.
Me daba mucho placer el solo hecho de mirarla. Su rostro era amplio, de pocos contornos y sin nada de belleza elegante ni aristocrática. Pero belleza tenía en abundancia. Y los años habían sido generosos con ella.
No estaba desgastada por las preocupaciones.
Presentí que anidaba en su interior una tierna sensualidad, sensualidad en la que ella no confiaba, como tampoco alimentaba.
—Explíquemelo de nuevo. ¿Dijo que quería ser cantante de rock para hacer el bien? ¿Pretendía ser bueno convirtiéndose en símbolo del mal?
Cuénteme un poco más sobre eso.
Le conté, claro. Le dije cómo lo había hecho, que reuní a una pequeña banda, “La noche de Satanás”, y convertí a sus integrantes en profesionales. Le dije que fracasé, que hubo conflictos entre los de mi especie, que yo mismo había sido retirado por la fuerza y toda la debacle había sucedido sin desgarrarse la tela racional del mundo mortal. Me había visto forzado a volver a la invisibilidad.
—No hay lugar para nosotros sobre la tierra. Tal vez antes lo hubo, no sé.
El hecho de que existamos no es ninguna justificación. Los cazadores erradicaron a los lobos del mundo. Pensé que, si daba a conocer nuestra existencia, los cazadores nos erradicarían también a nosotros. Nadie cree en nosotros. Y así debe ser. Quizá sea necesario que muramos en la desesperanza, que nos esfumemos del mundo muy lentamente, sin producir sonido alguno.
“Sólo que no puedo soportarlo. No soporto est4r callado y no ser nada, quitar la vida con placer, yerme rodeado por todas partes por las creaciones y los logros de los mortales y no poder ser uno de ellos, sino ser Caín. El solitario Caín. Ese es el mundo para mí, lo que los mortales hacen y han hecho. No es en absoluto el grandioso mundo natural. Si fuera el mundo natural, quizá, siendo inmortal, lo habría pasado mejor de lo que lo pasé. Son las proezas de los mortales. Los cuadros de Rembrandt, los mausoleos en la ciudad capital bajo la nieve, las grandes catedrales. Y nosotros estamos eternamente alejados de esas cosas —y con toda razón—, aunque las vemos con nuestros ojos de vampiros.
—¿Por qué intercambió su cuerpo con un humano?
—Para poder caminar al sol durante un día. Para pensar, respirar y sentir como mortal. Tal vez para poner a prueba una creencia.
—i,Cuál?
—Que lo único que queremos es volver a ser mortales, que lamentamos haber renunciado a ello, que no valía la pena perder nuestra alma humana para alcanzar la inmortalidad. Pero ahora sé que estaba equivocado.
De repente pensé en Claudia. Recordé las pesadillas. Un enorme sosiego se apoderó de mí. Cuando volví a hablar, fue un callado acto de voluntad.
—Prefiero toda la vida ser vampiro. No me gusta ser mortal. No me agrada sentirme débil, enfermo, frágil ni sentir dolor. Es horrible. Quiero recuperar cuanto antes mi cuerpo.
La noté un tanto espantada.
—A pesar de que cuando está en el otro cuerpo mata y bebe sangre; aunque lo odia y se odia a sí mismo.
—No lo odio. Tampoco me odio a mí mismo. ¿No ve? Esa es la contradicción. Jamás me odié.
—Usted me dijo que era el diablo, que cuando yo lo ayudaba estaba ayudando al demonio. No diría esas cosas si no lo odiara.
No le respondí.
—Mi mayor pecado —dije luego— ha sido siempre que me divierto mucho conmigo mismo. Siempre siento culpa, aversión moral hacia mí mismo, pero así y todo lo paso bien. Soy fuerte; soy una criatura de grandes pasiones y muy voluntariosa. Precisamente ése es el núcleo del dilema que se me presenta: ¿cómo puedo disfrutar tanto siendo vampiro, si es algo malo? Ah, es una vieja historia. Los hombres lo resuelven cuando van a la guerra. Se convencen de que existe una causa. Luego experimentan la emoción de matar, como si fueran meras bestias. Y las bestias la conocen, claro que sí. Los lobos la conocen. Conocen la fascinación pura de despedazar a su presa. Yo la conozco.
Durante largo rato pareció perdida en sus pensamientos. Estiré un brazo y le toqué la mano.
—Venga, acuéstese y duerma. Acuéstese de nuevo a mi lado. No le haré daño. No puedo. Estoy demasiado enfermo. —Solté una risita. —Usted es muy hermosa —dije—. Jamás se me ocurriría hacerle daño. Sólo quiero tenerla cerca. Está volviendo la noche y quiero que se tienda aquí al lado.