El ladrón de cuerpos (35 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Se imaginan! ¡Una niña vampiro! Una las nuestras.

—Comprendo.

¿Quién habló? Me sobresaltó, pero no era Louis sino David, David, que estaba ahí cerca con su ejemplar de la Biblia. Louis levantó lentamente la mirada. No sabía quién era David.

—Nos parecemos a Dios cuando creamos algo de la nada, cuando fingimos ser la llamita y producimos otras llamas?

David meneó la cabeza.

—Craso error —sentenció.

—Entonces el mundo también es un error. Ella es nuestra hija...

—No soy tu hija. Soy hija de mi mamá.

—No, querida, ya no. —Alcé los ojos hacia David. —Bueno, Contéstame

—Por qué alegas tan altos fines para justificar lo que hiciste? —preguntó, pero era tan compasivo, tan bueno. Louis seguía Contemplándola horrorizado, mirando sus piececitos blancos. Piececitos tan seductores.

—Entonces resolví hacerlo. No me importó qué haría él con mi cuerpo, con tal de que me pusiera dentro de esta forma humana durante venticuatro horas, ya que eso me permitiría ver la luz del sol, sentir Como sienten los mortales, conocer sus puntos débiles, su dolor.

“—Al hablar, le apretaba la mano.

Ella asintió, volvió a enjugarme la frente, me tomó el pulso con sus dedos firmes y tibios.

…..entonces decidí hacerlo, sin más. Sí, sé que me equivoqué, que fue un error cederle todas mis facultades, pero usted se imagina... y ahora no puedo morir en este cuerpo. Mis compañeros no deben ni saber qué fue de mí. Si lo supieran, vendrían...

—Los demás vampiros —murmuró.

—Sí. —Entonces le conté todo lo de ellos, le hablé de cómo había buscado a los otros largo tiempo atrás, pensando que, si conocía la historia de las cosas, eso aclararía el misterio... Le hablé y le hablé, le expliqué lo que éramos, mi viaje a través de los siglos, después la tentación que fue la música de rock, perfecto teatro para mí, lo que quise hacer, le mencioné a David, a Dios y el diablo en el bar de París, David junto al fuego del hogar con la Biblia en la mano asegurando que Dios no es perfecto. A veces mantenía los ojos cerrados, a veces los abría, y todo el tiempo ella me sostenía la mano.

Entraba y salía gente. Los médicos discutían. Una mujer lloraba. Afuera volvía a haber luz. La vi cuando se abrió la puerta y una ráfaga de aire cruel se precipitó por el pasillo. “j,Cómo vamos a bañar a todos estos pacientes?”, preguntó una enfermera. “A esa mujer habría que aislarla.

Llama al doctor y dile que tenemos un caso de meningitis en el piso.”

—De nuevo es de mañana, ¿verdad? Debe estar muy cansada... ha estado conmigo toda la tarde y la noche. Tengo mucho miedo, pero también sé que usted se tiene que ir.

Estaban trayendo más enfermos. El médico se le acercó para avisarle que debían devolver todas esas camillas, de modo que sus cabezas se recortaban contra la pared. También le aconsejó que se fuera a su casa, que le convenía descansar. Además, habían entrado de servicio varias enfermeras más.

¿Estaba llorando yo? La agujita del brazo me hacía doler; qué seca tenía la garganta... y los labios.

—No podemos siquiera dar entrada oficial a todos esos enfermos.

—Me oye, Gretchen? —le pregunté—. ¿Entendió lo que le estuve

contando?

—No hace más que preguntármelo y todas las veces le he dicho que sí, que le entiendo. Le presto atención. No lo voy a dejar.

—Dulce Gretchen. Hermana Gretchen.

—Quiero sacarlo de aquí y llevármelo.

—j,Qué dijo?

—Llevármelo a mi casa. Ahora está mucho mejor, le bajó bastante la fiebre. Pero si se queda en este lugar... —Confusión en su rostro. Volvió a acercarme el vaso y bebí varios sorbos.

_Comprendo. Sí, lléveme, por favor. —Traté de incorporarme. —Tengo miedo de quedarme.

—Todavía no —dijo, instandome a volver a tenderme en la camilla. Luego me quitó la cinta adhesiva del brazo y extrajo la perversa aguja. ¡Dios santo, tenía ganas de orinar! ¿Es que no terminarían nunca esas repugnantes necesidades físicas? ¿Qué demonios era la condición de mortales? Cagar, mear, comer, ¡y de nuevo todo el ciclo! ¿Vale la pena pasar por esto sólo para poder ver la luz del sol? No era suficiente con estar muriéndome. Además, tenía que orinar. pero no sopor taba la idea de tener que usar nuevamente ese frasco, aunque casi ni recordaba cómo era.

—j,Por qué no me tiene miedo, hermana? ¿No cree que estoy loco?

—Hace daño a la gente solamente cuando es vampiro —dijo con sencillez —, cuando está en su verdadero cuerpo, ¿no es así?

—Sí, es cierto. Pero usted es como Claudia. No le tiene miedo a nada

—La estás tomando por tonta —dijo Claudia—. Vas a hacerle daño a ella también.

—Tonterías. Ella no lo cree —repuse. Me senté en el diván de la sala del hotelito, examiné la habitación sintiéndome muy cómodo con esos viejos muebles dorados. El siglo XVII!, mi siglo. El siglo del pícaro y del hombre racional. Mi época más perfecta.

Flores en petit - point. Brocato. Espadas doradas y risas de borrachos abajo, en la calle.

David estaba de pie junto a la ventana, mirando por sobre los techos bajos de la ciudad colonial. ¿Alguna vez había estado en este siglo?

—No, nunca! —exclamó azorado—. Todas las superficies están trabajadas a mano; todas las medidas son irregulares. Qué tenue el asidero que tienen las cosas creadas sobre la naturaleza, como Si ese asidero pudiera volver fácilmente a la tierra.

—Vete, David —dijo Louis—. Tu lugar no está aquí. Nosotros tenemos que quedarnos. Nada podemos hacer.

—Eso si que es melodramático —opinó Claudia. Tenía puesto el Sucio camisón del hospital. Bueno, eso yo lo solucionaría pronto. Saquearía las tiendas para conseguirle cintas y encajes. Le compraría sedas, pulseritas de plata y anillos de perlas.

La rodeé con mi brazo.

—Oh, qué hermoso oír que alguien dice la verdad —sostuve - un pelo tan fino, que ahora será fino para siempre.

Intenté volver a incorporarme pero me pareció imposible. Por el pasillo estaban entrando de prisa a un paciente de emergencia, con dos enfermeras a cada lado; alguien golpeó la camilla y la vibración la sentí dentro de mí. Luego hubo silencio, y las manos del reloj avanzaron dando un saltito. El hombre que tenía al lado se quejó y volvió la cabeza. Le vi

un enorme vendaje blanco sobre los ojos. Qué desnuda me pareció su boca.

—Tenemos que confinar a estas personas —dijo una voz.

—Vamos, lo llevo a casa.

¿Y Mojo? ¿Qué habra pasado con Mojo? ¿Y si vinieron a reclamarla? Este era un siglo en que se encarcelaba a los perros sólo por ser perros. Tuve que explicárselo a Gretchen. Ella me estaba incorporando, o tratando de hacerlo, pasándome el brazo bajo los hombros. Mojo ladrando en la casa de Georgetown. ¿Estaría allá, encerrado?

Louis estaba triste.

—Hay una peste en la ciudad —dijo.

—Pero eso a ti no te puede hacer daño, David —repuse.

—Tienes razón. Pero hay otras cosas...

Claudia se rió.

—Sabes una cosa? Está enamorada de ti.

—Te habrías muerto por la peste —le dije.

—A lo mejor no me había llegado la hora.

—Crees que cada cual tiene su hora?

—No, en realidad no —me respondió—. Quizá lo más fácil fue echarte la culpa de todo. Confieso que nunca supe la diferencia entre lo bueno y lo malo.

—Tuviste tiempo de aprenderlo—le dije.

—También tú, mucho más del que jamás tuve yo.

—Gracias a Dios que me lleva —murmuré. Estaba de pie.

—Tengo miedo, lisa y llanamente miedo.

—Una carga menos para el hospital —dijo Claudia con una risa tintineante, mientras sus piececitos se balanceaban sobre el borde de la silla. De nuevo tenía puesto el vestido de los bordados. Ahora sí estaba mejor de aspecto.

—Gretchen la hermosa —dije—. Se le arrebolan las mejillas cuando se lo digo.

Sonrió al calzar mi brazo izquierdo sobre su hombro mientras con el suyo derecho me sostenía de la cintura.

—Yo lo. cuidaré —me susurró al oído—. No es muy lejos. Junto a su automóvil, bajo el viento inclemente, tuve que sostener aquel apestoso miembro, y observé cómo el amarillo arco de pis producía vapor cuando caía sobre la nieve ya blanda.

—Dios santo —dije—. ¡Me causa una sensación casi agradable! ¿Qué es el ser humano que puede encontrar placer en cosas tan inmundas?

14

En algún momento empecé a entrar y salir del sueño, tomé conciencia de que íbamos en un auto pequeño, que Mojo venía con nosotros, jadeando al lado de mi oreja, y que recorríamos colinas boscosas cubiertas de nieve. Yo estaba envuelto en una manta y me sentía terriblemente descompuesto por el movimiento del coche. Y además, estaba temblando.

Apenas si recordaba que habíamos ido a la casa de Georgetown, donde encontramos a Mojo aguardando pacientemente. Tuve la vaga certidumbre de que podía morir en ese vehículo si otro nos chocaba. Lo sentí como algo peligroso y real, tan real como el dolor que me oprimía el pecho. Y el Ladrón de Cuerpos me había engañado.

Gretchen tenía la mirada fija en el camino sinuoso. El sol formaba una aureola alrededor de su cabeza con todas esos pelitos que escapaban de su grueso rodete y el cabello suavemente ondeado que le crecía desde la sien. Era una hermosa monja, pensé, al tiempo que mis ojos se abrían y cerraban como por propia voluntad.

Pero, ¿por qué es tan buena conmigo? ¿Porque es monja?

Todo era quietud en nuestro derredor. Había casas entre los árboles, sobre colinas, en pequeños valles, muy cerca unas de otras. Un barrio rico, quizá, con esas mansiones de madera en pequeña escala que a veces prefieren los mortales adinerados en lugar de las residencias palaciegas del siglo pasado.

Finalmente, nos internamos por el sendero de acceso próximo a una de tales casas, pasamos por un bosquecillo de árboles pelados y nos detuvimos junto a un pequeño chalet, sin duda una casa para sirvientes o para huéspedes, ubicada a cierta distancia de la residencia principal.

Las habitaciones eran acogedoras y estaban caldeadas. Quería tirarme en la cama limpia, pero estaba demasiado sucio e insistí en que se me permitiera bañar este desagradable cuerpo. Gretchen se opuso tenazmente aduciendo que estaba enfermo, que no debía bañarme Pero yo no quise hacerle caso. Encontré el baño y no salí de allí en un rato largo.

Después volví a quedarme dormido, apoyado contra los azulejos mientras Gretchen llenaba la bañera. El vapor me resultó placentero. Alcanzaba a ver a Mojo junto a la cama, esa esfinge lobuna que me observaba por la puerta abierta. ¿Creía ella que Mojo se parecía al diablo?

Pese a que me sentía extremadamente débil hablaba con Gretchen, trataba de explicarle cómo fue que llegué a encontrarme en esa situación, por qué tenía que ir a Nueva Orleáns a buscar a Louis para que me brindara la sangre potente.

En voz baja, le conté muchas cosas en inglés; usaba el francés sólo cuando, por alguna razón, no me salía la palabra que quería; me explayé sobre la Francia de mi época, sobre la pequeña colonia de Nueva Orleáns donde residí después, sobre lo maravillosa que me parecía la era actual y la decisión que tomé aquella vez de ser músico de rock durante un tiempo, porque creía que, al presentarme como símbolo del mal, podría hacer algún bien.

¿Era humano ese deseo de que me comprendiera, el miedo a morir en sus brazos, a que nadie se enterara jamás de quién había sido yo ni lo que había sucedido?

Ah, pero mis compañeros lo sabían, y no habían acudido en mi ayuda.

También le hablé de eso. Le describí a los antiguos y su desaprobación.

¿Qué quedó sin contarle? Pero ella tenía que entender, monja exquisita como era, cuánto había querido yo hacer el bien mientras fui cantante de rock.

—Esa es la única manera que tiene el diablo literal de hacer el bien —dije

—. Representar se a sí mismo en un escenario para dejar el mal al descubierto. A menos que uno crea que está haciendo el bien cuando está haciendo el mal, pero entonces Dios sería un monstruo, ¿no? El diablo simplemente es parte del plan divino.

Ella daba la impresión de escucharme con atención crítica. Pero no me sorprendió cuando me respondió que el demonio no formaba parte del plan de Dios. Su voz era baja y estaba llena de humildad. A medida que hablaba me iba quitando la ropa húmeda, y no creo que haya querido hablar en absoluto sino que sólo trataba de tranquilizarme. El diablo había sido el más poderoso de los ángeles, dijo, y rechazó a Dios por soberbia. El mal no podía formar parte del plan divino.

Cuando le pregunté si conocía todos los argumentos que se oponían a esa teoría, y lo ilógica que era, lo ilógico que era todo el cristianismo, me contestó muy serena que no importaba. Lo importante era hacer el bien.

Eso era todo. Muy sencillo.

—Ah, entonces comprende.

—Perfectamente —me dijo.

Pero me di cuenta de que no entendía.

—Usted es muy buena conmigo —dije. Le di un beso suave en la mejilla cuando me ayudó a entrar en el agua caliente.

Me tendí en la tina, observé cómo me bañaba y noté lo bien que me 3entía, cómo me gustaba el agua tibia contra el pecho, el suave roce de la esponja sobre mi piel, quizá lo mejor de todo lo que había soportado hasta ese momento. Pero, ¡qué largo me parecía el cuerpo humano! Qué extrañamente largos los brazos. Me vino a la memoria una imagen de una vieja película, del monstruo Frankenstein caminando con torpeza, agitando las manos como si su lugar no fuese el extremo de esos brazos.

Me sentí como ese monstruo. De hecho, decir que como humano me sentía totalmente monstruoso era la pura verdad.

Creo que dije algo al respecto. Ella me pidió que me callara. Dijo que mi cuerpo era bello, fuerte y natural. Parecía muy preocupada. Yo me sentí algo avergonzado de que me lavara el pelo y la cara, pero ella dijo que las enfermeras vivían haciendo esas cosas.

Me contó que se había pasado la vida cuidando enfermos en misiones en el extranjero, en lugares tan sucios y carentes de todo que, en comparación, hasta el más abarrotado hospital de Washington era un paraíso.

Vi que sus ojos recorrían mi cuerpo, que se ruborizaba, y noté la forma en que me miraba, llena de vergüenza y confusión. Qué extrañamente inocente era.

Sonreí para mis adentros, pero me dio miedo de que sufriera debido a sus propios deseos camales. Qué broma cruel para ambos que este cuerpo le resultara tentador. Pero no cabía duda de que así era, lo cual, agotado y febril como estaba, me revolvió la sangre, la sangre humana. Oh, ese cuerpo siempre estaba peleando por algo.

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