Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
—Te vas! —me gritó.
Me vestí, pero fue como levantar bolsas de ladrillos. Una vergtlenza sorda se apoderó de mí, una sensación de ineptitud, de malestar ante el menor gesto que hacía o la menor palabra que se me ocurría pronunciar; tanto, que sólo quería que me tragara la tierra.
Por último, ya todo correctamente cerrado y abotonado, volví a calzarme las medias mojadas, los zapatos delgados, y estuve listo para partir.
Ella sentada en la cama. Los huesos de la espalda le asomaban bajo la carne blanca y el pelo le caía en montoncitos gruesos sobre la manta que mantenía apretada contra el pecho. Qué frágil parecía.., qué penosamente fea y repugnante.
Traté de verla como si fuese Lestat, pero no pude. Esa mujer me parecía una cosa trivial, inútil, ni siquiera interesante. Me sentí un tanto horrorizado. ¿Habría sido lo mismo en la aldea de mi niñez? Quise hacer memoria, recordar a esas chicas —muertas ya hace siglos—, pero no pude ver sus rostros. Lo que recordaba era felicidad, picardía, una gran exuberancia que durante períodos intermitentes me había hecho olvidar las privaciones y desesperanza de mi vida.
¿Qué significaba aquello en ese preciso momento? ¿Cómo era posible que toda la experiencia me hubiera resultado tan desagradable, al parecer tan inútil? De haber sido yo, esa mujer me habría parecido fascinante como puede serlo un insecto; hasta sus habitaciones pequeñas me habrían parecido peculiares aun en sus peores detalles. Ah, cuánto afecto me despertaba siempre el triste hábitat de los pequeños mortales. ¿Pero por qué era así?
¡Y esa pobre mujer me habría parecido hermosa sencillamente porque estaba viva! No habría sido ensuciado por ella ni aunque la hubiera usado durante una hora para alimentarme En ese momento, en Cambio me sentía inmundo por haber estado con ella y sucio por haberla tratado con crueldad. ¡No me extrañaba el miedo que ella le tenía a la enfermedad! ¡Yo también me sentía contaminado! Pero, ¿dónde residía la perspectiva de la verdad?
—Lo siento muchísimo —volví a decir—. Tienes que creerme. No era eso lo que quería. En realidad, no sé lo que quería.
—Estás loco —musitó amargamente, sin levantar la mirada.
—Una de estas noches vendré a verte y te traeré un regalo, algo muy hermoso que realmente desees. Así tal vez me perdones.
No me respondió.
—Dime algo que de verdad desees. No importa lo que cueste. ¿Qué cosa te gustaría tener y no puedes?
Alzó la vista con aire hosco. Tenía la cara abotagada, enrojecida; luego se limpió la nariz con el dorso de la mano.
—Ya sabes lo que quería —expresó con voz agria, desagradable, casi asexuada.
—No, no lo sé. Dímelo.
Su rostro estaba tan desfigurado, y la voz me sonó tan rara, que me asustó. Aún me sentía aturdido por el vino, pero mi mente no se había alterado con la embriaguez. Me resultaba muy placentero eso de que el cuerpo estuviera ebrio pero yo no.
—j,Quién eres? —preguntó. Se la veía inflexible y amarga.
—Eres alguien importante, ¿no? No un simple... —Su voz se fue apagando.
—Si te lo cuento no lo creerías.
Giró más la cabeza y me observó como si de pronto empezara a comprender todo. No supe qué pasaba por su mente. Sólo sabía que le tenía lástima y que ella no me gustaba. No me gustaba ese cuartito sucio con sus techos bajos, la cama fea, la alfombra color tostado, la luz mortecina y la apestosa caja de los gatos en el baño.
—Te voy a tener presente —dije, sintiéndome desdichado pero con ternura—. Pienso darte una sorpresa. Voy a traerte algo maravilloso, algo que nunca podrás comprar te. Un regalo como de otro mundo. Pero ahora tengo que dejarte.
—Sí, mejor que te vayas.
Me volví para hacer precisamente eso. Pensé en el frío que hacía afuera, en Mojo que me esperaba en el pasillo, en la casa con la puerta de atrás arrancada de sus bisagras, en que no tenía dinero ni teléfono.
Ah, el teléfono.
Ella sí tenía. Se lo había visto sobre el tocador.
Cuando me encaminé hacia el aparato, me gritó y me arrojó algo; un zapato, creo. Me dio en el hombro pero no me dolió. Levanté el tubo, marqué los dos ceros de larga distancia y pedí hablar con mi agente de Nueva York con cobro revertido.
Sonó muchas veces. No había nadie. Ni siquiera estaba puesto el contestador automático. Qué raro, y qué gran inconveniente.
Por el espejo alcancé a ver que ella me miraba en silencio, furiosa, envuelta en la manta que le quedaba como un vestido moderno. Una situación patética, hasta el último detalle.
Llamé a París. Una vez más sonó incansablemente, hasta que por fin me llegó la conocida voz de mi agente, a quien saqué del sueflo. Le informé en francés que me encontraba en Georgetown, que necesitaba veinte mil dólares.., no, mejor que me enviara treinta, y de inmediato.
Me explicó que en París estaba amaneciendo. Tendría que esperar que abrieran los bancos, pero en cuanto pudiera me remitiría el dinero. Quizá fuera el mediodía en Georgetown, cuando lo recibiera Memoncé el nombre de la agencia donde debía ir a retirarlo y le imploré que no se demorara, que no me fuera a fallar pues se trataba de una emergencia me encontraba sin un centavo y debía atender obligaciones. Me aseguró que iba a obrar con la mayor celeridad. Entonces corté.
Ella me miraba fijamente. No creo que haya entendido la conversación, porque no hablaba francés.
—Te voy a recordar —dije——. Perdóname, por favor. Ahora me . voy.
Demasiados trastornos te he causado ya.
No me contestó. Me quedé mirándola, tratando de entender todo por última vez, de saber por qué ella me parecía tan tosca y carente de atractivo. ¿Desde qué perspectiva solía mirar las cosas antes, puesto que la vida me parecía tan bella y todas sus criaturas variaciones sobre el mismo magnífico tema? —Adiós, machére —la saludé—. Lo siento mucho, muchísimo.
Mojo me esperaba pacientemente afuera. Pasé a su lado e hice chasquear los dedos para indicarle que me siguiera, cosa que hizo. Y ahí nomás bajamos la escalerita y nos internamos en la noche helada.
Pese a las ráfagas de viento que se colaban en la cocina y lograban introducirse hasta el comedor, las demás habitaciones de la Casa estaban aceptablemente caldeadas. De unas rejillitas que había en los pisc salían corrientes de aire tibio. Qué amable, James, en no haber apagado la calefacción, pensé. Pero su intención es marcharse no bien reciba los veinte millones, de modo que la cuenta nunca se pagará.
Subí a la planta alta, crucé el dormitorio principal y entré en el baño, un ambiente agradable con cerámicas blancas, elegantes espejos, y la casilla de la ducha cerrada con puertas de reluciente vidrio. Probé el agua: chorro rotundo, caliente. Una delicia. Me quité la ropa húmeda y olorosa, coloqué las medias cerca de la calefacción Y doblé el suéter porque era el único que tenía. Luego me instalé largo rato bajo la ducha.
Apoyé la cabeza contra la cerámica y hasta puede ser que me haya quedado dormido de pie. Pero después empecé a llorar y casi al mismo tiempo, a toser. Sentí un ardor intenso en el pecho, y la misma picazón dentro de la nariz.
Por último salí, me sequé y volví a mirar ese cuerpo en el espejo. No le encontré falla alguna. Los brazos eran robustos pero de músculos planos, lo mismo que el pecho. Las piernas, bien formadas. La cara era realmente bella —la tez oscura casi perfecta—, aunque en su estructura ya no quedaba nada infantil, como en mi propia cara. Era una cara de hombre, rectangular, un poco dura pero bella, muy bella, quizá debido a los ojos grandes. También la noté un poco áspera. Me estaba creciendo la barba.
Debía afeitarme. Qué molestia.
—Esta vivencia tendría que resultar te espléndida —pronuncié en voz alta —. Tienes el cuerpo de un hombre de veintiséis años en perfecto estado.
Pero hasta ahora todo fue un suplicio. Has cometido un error tras otro.
¿Cómo es que no puedes hacer frente al desafío? ¿Dónde quedaron tu fortaleza y tu fuerza de voluntad?
Me sentía helado. Mojo se había dormido al pie de la cama. Voy a hacer eso, pensé; dormir. Dormir como mortal y, cuando me despierte, ya entrará la luz del día en la habitación. Aunque esté nublado será algo maravilloso. Será de día. Podrás ver el mundo de día como lo has añorado todos estos años. No des importancia a esta lucha abismal, a estas trivialidades, al miedo.
Pero una horrible sospecha se apoderó de mí. ¿Acaso mi vida mortal había sido otra cosa que lucha abismal, trivialidades y miedo? ¿No era de esa misma manera para la mayoría de los humanos? ¿No era ése el mensaje de innumerables escritores y poetas modernos: que malgastábamos la vida en vanas preocupaciones? ¿No era todo eso un pésimo lugar común?
Me sentí sumamente conmovido. Traté de argumentar conmigo mismo una vez más, como lo había hecho todo el tiempo. Pero, ¿de qué servía?
¡Estar dentro de ese lerdo cuerpo humano me hacía sentir muy mal! Era espantoso no tener mis dones sobrenaturales. Y el mundo, si se lo miraba bien, era sucio, desprolijo, lleno de accidentes. Y ni siquiera podía ver la mayor parte de él. ¿Qué mundo?
¡Ah, pero mañana! Oh Dios, otro pésimo lugar común. Me reí solo, y al instante me dio un acceso de tos. Esa vez el dolor fue en el cuello y muy intenso, y me saltaron lágrimas. Me conviene dormir, descansar, prepararme bien para mi único y preciado día.
Apagué la lámpara y abrí la cama. Por suerte estaba limpia. Apoyé la cabeza sobre la almohada de plumas, encogí las piernas hasta acercar las rodillas al pecho, me tapé hasta el mentón y me puse a dormir.
Tenía una leve idea de que, si se incendiaba la casa, iba a morir. Si había algun escape de gas por las rejillas de la calefacción, iba a morir Más aun, podía entrar alguien por la puerta abierta del fondo y matarme Todo tipo de catástrofes podía ocurrir Pero ahí estaba Mojo, ¿no? Y yo me sentía tan, pero tan cansado!
Horas más tarde, desperté
Tenía otro ataque de tos y sentía un frío tremendo. Necesitaba un pañuelo, encontré una caja de pañuelitos de papel y me soné la nariz unas cien veces Después, cuando pude volver a respirar, caí otra vez en un extraño agotamiento febril que me dio la sensación engañosa de estar flotando, cuando en realidad me hallaba tendido firmemente sobre la cama No es más que un resfrío, pensé. No tendría que haber tomado tanto frío. Esto me va a estorbar, pero también es experiencia, experiencia que debo investigar.
A la segunda vez que me desperté, el perro estaba parado al lado de la cama lamiéndome la cara. Estiré la mano, sentí su hocico peludo y me reí; luego volví a toser pese al ardor de la garganta y me di cuenta de que había estado haciéndolo largo rato.
La luz era muy clara, maravillosamente clara. Gracias a Dios, encontraba por fin una lámpara de luz intensa en ese mundo tenebroso. Me incorporé. Por un momento me sentí tan deslumbrado que no pude darme cuenta cabal de lo que veía El cielo que se vislumbraba por las ventanas era de un azul perfecto, vibrante, el sol se derramaba sobre los pisos encerados y el mundo : entero parecía glorioso en SU luminosidad: las ramas peladas de los árboles con su festón nevado, el techo de enfrente nevado, la habitación misma, llena de blanco y de color lustroso, la luz que se reflejaba desde el espejo, desde el cristal del tocador, desde el picaporte de bronce de la puerta del baño.
—Dios mío, mira, Mojo —susurré. En el acto pateé las mantas, Corrí a la ventana y la levanté hasta arriba. El aire frío era cortante, pero ¿qué importaba? Qué hermoso el color intenso del cielo, las altas nubes blancas que corrían hacia el oeste, el verde vivo del pino de la casa vecina.
De pronto eché a llorar sin consuelo, y a padecer con otro acceso de tos.
—Este es el milagro —musité. Mojo me tocó con delicadeza y dejó escapar un gemido agudo. Los dolores y molestias mortales no importaban Esta era la promesa bíblica que durante doscientos años no se había cumplido.
A los pocos instantes de salir de la casa, e internarme en la gloriosa luz del día, supe que esa experiencia iba a valer todas las tribulaciones y el padecidos. Y que un simple resfrío, pese a los síntomas de debilitamiento que producía, no me impediría retozar bajo el sol de la mañana.
Nada importó que me estuviera enloqueciendo una gran debilidad física, que al ir caminando con Mojo sintiera el cuerpo como de plomo, que, por más que lo intentara, no lograra dar saltos en el aire, ni que abrir la puerta de la carnicería fuese un esfuerzo sobrehumano; tampoco importó que me estuviera poniendo cada vez peor del resfrío.
Una vez que Mojo hubo devorado las sobras que le regaló el carnicero, salimos juntos a deleitamos con la luz y tuve la sensación de que me emborrachaba al ver el sol que caía sobre las ventanas y las calles húmedas, sobre los charcos vidriosos en los lugares donde se había derretido la nieve, sobre los cristales de los escaparates y sobre la gente, los miles y miles de personas felices que alegremente se encaminaban a realizar las tareas de la jornada.
Qué distintas eran de las personas de la noche, porque era evidente que se sentían seguras a la luz del día, porque caminaban y hablaban abiertamente, porque encaraban las numerosas transacciones del día, que rara vez se efectúan con tal vigor al caer la noche.
¡Ah, ver a las mamás que, con sus hijitos a la rastra, guardaban la fruta en la bolsa de las compras; observar los enormes y ruidosos camiones de reparto estacionados en las calles fangosas mientras hombres de robusta contextura bajaban la mercadería y la entraban por las puertas de servicio! Ver a hombres sacando la nieve a paladas Y limpiando ventanas, ver los bares llenos de seres que consumían con placentera expresión grandes cantidades de café y olorosos desayunos fritos al tiempo que leían el diario, se preocupaban por el tiempo o conversaban sobre el trabajo del día. Fascinante ver grupitos de escolares de uniforme que, desafiando el viento helado, organizaban sus juegos en una cancha de piso duro bañada por el sol.
Una gran energía, un gran optimismo unía a todos esos seres, y basta se lo podía percibir como emanando de los estudiantes que corrían entre los edificios del campus universitario o se reunían a almorzar en cálidos restaurantes.
Esos humanos, ante la luz se abrían como flores, apuraban el paso, aceleraban su dicción. Y cuando sentí el calor del sol sobre cara y manos, yo también me abrí como una flor. Sentí, así, la alquimia de ese cuerpo mortal que respondía, con toda su vitalidad, pese a la congestión del resfrío y al molesto dolor de manos y pies congelados.