Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
—No lo sé.
—No me respondas tan de prisa. Busca la verdad en tu interior. Claro que lo sabes. Usa tu asquerosa imaginación. Claro que lo sabes. ¿Me habrías rechazado?
— ¡No sé la respuesta!
— ¡Te desprecio! —reaccioné con un murmullo áspero—. Tendría que destruirte... terminar eso que empecé cuando te hice. Reducirte a cenizas y zarandearlas entre mis dedos. ¡Sabes que lo podría hacer! ¡Así de fácil! ¡Como chasquear los dedos para los humanos! Quemar te como te quemé la casa. Y nada te podría salvar, nada.
Miré con ojos furibundos los planos agraciados de su rostro imperturbable que resaltaba, con algo de fosforescencia, contra las sombras más oscuras de la iglesia. Qué hermosa la forma de sus ojos, con sus espesas pestañas negras. Qué perfecta la curva de su labio superior.
La furia era un ácido que corroía las mismas venas por las que fluía, que consumía mi sangre preternatural.
Sin embargo, no podía hacerle daño. No podía siquiera concebir la idea de cumplir tan terribles y cobardes amenazas. Jamás podría haberle hecho daño a Claudia. Oh, hacer toda una cuestión por algo sin importancia, sí. Pero pensar en venganza... ¿qué es para mí la venganza repugnante y árida?
—Medítalo —dijo—. ¿Podrías crear otro, después de todo lo que pasó? —Con serenidad ahondó más en el tema: — ¿Volverías a ejecutar el Truco Misterioso? Tómate tú el tiempo antes de responder. Busca las verdades en tu interior, como me dijiste a mí. Y cuando las encuentres, no necesitas decírmelas.
Luego se inclinó hacia adelante acortando la distancia entre ambos, y apretó sus labios sedosos contra el costado de mi cara. Mi intención fue retroceder, pero él usó toda su fuerza para sujetarme y yo lo permití, permití ese beso frío, desapasionado, hasta que fue él quien por fin se apartó, como una cantidad de sombras que caen una dentro de la otra. Sólo dejó su mano en mi hombro, y yo seguía con la mirada puesta en el altar.
Al final me levanté sin prisa, pasé a su lado, desperté a Mojo y le hice señas de que me siguiera.
Caminé por el pasillo central en dirección a las puertas del frente.
Encontré el rinconcito oscuro donde arden las velas votivas bajo la estatua de la Virgen, un sitio lleno de bella luz titilante.
Me vinieron a la memoria el aroma y el sonido de la selva tropical, la oscuridad impenetrable de esos árboles imponentes. Luego la imagen de la capillita blanca en el claro del bosque con sus puertas abiertas, el sonido fantasmal de la campana en la brisa vagabunda. Y el olor a sangre que partía de las manos heridas de Gretchen.
Tomé la larga mecha que había para encender las velas, la acerqué a una llamita, di vida a otra, amarilla y movediza, que finalmente se estabilizó al tiempo que despedía un fuerte olor a cera quemada.
Estuve a punto de decir: "Por Gretchen", cuando me percaté de que no era por ella que la había encendido. Levanté mi rostro hacia la Virgen.
Recordé el crucifijo que había sobre el altar de Gretchen. Una vez más me sentí inundado por la paz de la selva tropical y vi ese pequeño pabellón con cainitas. ¿Por Claudia, mi preciosa Claudia? No, tampoco por ella, por mucho que la amara...
Sabía que esa vela era por mí.
Era por el hombre de pelo castaño que había amado a Gretchen en Georgetown. Era por el triste demonio de ojos azules que fui antes de transformarme en aquel hombre. Era por el muchacho mortal de siglos atrás, que huyó a París con las alhajas de su madre en el bolsillo y sólo la ropa que llevaba puesta. Era por el ser impulsivo y malvado que había sostenido en sus brazos a la Claudia agonizan te.
Era por todos esos seres y por el demonio que en esos instantes estaba allí, porque a él le gustaban las velas, y le gustaba crear lumbre a partir de la lumbre. Porque no había un Dios en quien creyera, no había santos ni Reina del Cielo.
Porque pudo dominar su mal genio y no aniquiló al amigo.
Porque estaba solo, pese a lo cercano que pudiera ser ese amigo.
También porque le había vuelto la felicidad como si fuera una dolencia que nunca pudo vencer del todo, porque la sonrisa traviesa ya se le dibujaba en los labios, porque el corazón brincaba dentro de su pecho, porque surgía en su interior el deseo de volver a salir, de pasear por las refulgentes calles de la ciudad.
Sí, la velita prodigiosa y minúscula, que aumenta en esa misma cantidad la luz existente en el universo, es por Lestat. Y quedará» encendida toda la noche junto a las demás. Continuaría encendida a la mañana siguiente, cuando llegaran los fieles, cuando entrara la luz del sol por esas puertas.
Mantén tu vigilia, pequeña vela, en las tinieblas y a la luz del día.
Por mí, sí.
Creía usted que aquí termina el relato? ¿Que la cuarta entrega de las Crónicas de Vampiros había llegado a su fin? Sí, el libro debería concluir. Honestamente debería haber concluido cuando encendí la velita, pero no fue así. De eso me di cuenta a la noche siguiente, apenas abrí los ojos.
Si quiere enterarse de lo que pasó después, siga por favor hasta el capítulo treinta y tres. Pero si lo desea, puede abandonar aquí. Quizá hasta lamente no haberlo hecho.
Barbados. Fui a buscarlo y lo encontré aún allí, en un hotel frente al mar.
Habían transcurrido varias semanas, aunque no sé por qué dejé pasar tanto tiempo. Por amabilidad no fue; tampoco por cobardía, pero lo cierto es que esperé. Pude ir viendo, paso a paso, cómo restauraban el espléndido departamento de la calle Royale hasta que estuvieron elegantemente acondicionadas por lo menos algunas habitaciones,
donde podía rememorar todo lo sucedido y pensar en lo que todavía podía suceder. Louis había regresado para instalarse conmigo, y andaba muy ocupado buscando un escritorio igual al que había en la salita hace más de cien años.
David había dejado muchos mensajes a mi representante de París: que estaba por viajar al carnaval de Río, que me extrañaba, que por qué no nos reuníamos en Brasil.
El tema de sus bienes se había resuelto muy bien. Ahora él era pavid Talbot, primo del señor mayor muerto en Miami, y nuevo propietario de la mansión ancestral. Los miembros de la Talamasca le restituyeron la fortuna que él les había dejado y le acordaron una generosa jubilación. Si bien no era más el Superior General, seguía teniendo sus aposentos en la Casa Matriz y contaría siempre con el amparo de la organización.
Tenía un regalo para mí, si es que yo lo quería: el relicario con la miniatura de Claudia. Un retrato muy delicado, con una fina cadena de oro. Lo había encontrado, lo tenía consigo y estaba dispuesto a enviármelo si ése era mi deseo, salvo que prefiriera ir a visitarlo y recibirlo de sus propias manos.
Barbados. Evidentemente se había sentido obligado a volver al lugar del crimen, por así decirlo. Me escribió contándome que el clima era una maravilla, que estaba leyendo el "Fausto". Tenía muchas preguntas que hacerme, y quería saber cuándo iba yo a ir.
No había vuelto a ver a Dios ni al diablo, pese a que antes de marcharse de Europa había recorrido diversos bares de París. Tampoco estaba dispuesto a pasarse la vida buscándolos. "Sólo tú puedes saber el hombre que soy ahora —decía—. Te extraño, quiero charlar contigo.
¿Por qué no recuerdas que te ayudé y me perdonas todo lo demás?" Me escribía desde el hotel playero del que me había hablado, ése que estaba pintado de rosa, tenía grandes bungalows con techos de paja, bellos jardines fragantes, y una vista panorámica de la arena blanca y el mar transparente.
Antes de ir allí pasé por los vergeles de las montañas y me paré en los mismos acantilados que daban a las montañas boscosas, donde había estado él, escuchando el rumor del viento en las ramas de los ruidosos cocoteros.
¿Me había mencionado las montañas? ¿Había dicho que al mirar hacia abajo se veían los valles apacibles, y que las laderas vecinas parecían tan cercanas que daba la impresión de que se podía tocarlas, aunque en realidad estaban muy, pero muy lejos?
Creo que no, pero me describió muy bien las flores, las "tenazas de langostas" y sus capullos, las orquídeas, las azucenas, sí, esas azucenas de pétalos suaves, palpitantes; los helechos acurrucados en los claros del bosque, la "flor pájaro" y los altos sauces, los pimpollos diminutos de jazmín.
Tenemos que caminar por ahí, había dicho.
Sí, claro que lo íbamos a hacer. Suave el crujido de la grava. Ah, nunca vi ramas oscilantes de cocoteros más hermosas que las de esos barrancos.
Aguardé hasta medianoche para descender al hotel. El jardín era como me lo había pintado, con azaleas rosadas y grandes macizos de begonias.
Atravesé el comedor desierto y bajé hasta la playa. Me interné en la zona no muy honda, para poder girar y mirar desde allí las habitaciones con sus galerías techadas. Enseguida lo localicé.
Las puertas que daban al patiecito estaban abiertas de par en par, y la luz amarilla se derramaba sobre el pequeño lugar y sus sillones pintados. Adentro, como en un escenario iluminado, David se hallaba sentado a un escritorio, de frente a la noche y al mar, escribiendo en una computadora portátil de reducidas dimensiones. El golpeteo de las teclas se oía en el silencio y hasta tapaba el susurro indolente de las suaves olas espumosas.
Llevaba puesto un pantaloncito corto y nada más. Por el dorado bronce de su piel parecía que pasaba los días durmiendo al sol. Tenía unas vetas amarillas en el pelo oscuro, y cierto brillo en sus hombros desnudos y en su pecho lampiño. Músculos muy firmes en la cintura.
Noté también la pátina dorada que creaba el vello en sus muslos y piernas, y una leve pelusita en el dorso de las manos.
Yo no me había fijado en ese pelo cuando estuve vivo. O quizá no me gustó; no sé. Ahora sí me gustaba. También me agradó verlo más esbelto de lo que había sido yo dentro de ese físico. Sí, se le notaban más los huesos, lo cual acataba, supongo, los dictados de un estilo moderno de salud: la moda de ser elegantemente desnutrido. A él le sentaba, y al cuerpo también.
A sus espaldas, la habitación muy prolija y rústica en el estilo típico de las islas, con techo de vigas a la vista y piso de baldosas rosadas. La sobrecama era de una tela alegre, con diseños geométricos indígenas.
El ropero y la cómoda eran blancos, con flores pintadas. Las lámparas, sencillas, daban abundante luz.
Tuve que sonreír, sin embargo, al verlo en medio de ese lujo, escribiendo en su computadora. David el intelectual, de mirada vivaz producto de las ideas que poblaban su mente.
Al aproximarme noté que estaba bien afeitado, que sus uñas se hallaban prolijamente cortadas y pulidas, quizá por obra de una manicura. El pelo, abundante y ondulado, seguía siendo el mismo que tuve yo cuando habité ese cuerpo, pero también se lo había recortado, por lo que ahora tenía más forma. A su lado se hallaba el ejemplar del "Fausto", abierto, y sobre él una lapicera. Muchas de sus hojas estaban dobladas, o marcadas con pequeños clips metálicos.
Yo seguía inspeccionando todo sin prisa —tomé nota de la botella de whisky que había a su lado, del pesado vaso de cristal y el paquete de cigarrillos—, cuando de pronto él levantó la cabeza y me vio.
Me hallaba en la arena, lejos del pequeño porche con su baranda de cemento, pero totalmente visible.
—Lestat —susurró, y se le iluminó la cara. Al mismo tiempo se puso de pie y vino hacia mí con su elegante andar de siempre. —Gracias a Dios que viniste.
— ¿Te parece? —dije. Rememoré el momento en que había visto al Ladrón de Cuerpos escabullirse del Café du Monde, en Nueva Orleáns, y pensé que ese cuerpo, ahora que tenía adentro a otra persona, podía moverse como una pantera.
Quiso tomarme en sus brazos, pero como yo me quedé tieso y retrocedí un paso, permaneció inmóvil con los brazos plegados contra el pecho, gesto que en mi opinión pertenecía a ese cuerpo nuevo, ya que antes de encontrarnos en Miami no se lo había visto nunca. Esos brazos eran más gruesos que los anteriores. El pecho, más ancho también.
Qué desnudo me pareció. Qué oscuras sus tetillas. Qué ardientes y claros sus ojos.
—Te extrañé —confesó.
— ¿Ah, sí? Me imagino que aquí no habrás llevado vida de recluso.
—No, he visto a otros con excesiva asiduidad. Demasiadas cenas en Bridgetown. Y mi amigo Aaron vino varias veces a visitarme, lo mismo que otros miembros de la organización. —Hizo una pausa. —No soporto estar rodeado por ellos, Lestat. No soporto estar en Talbot Manor, con los sirvientes, y fingir que soy un primo de mi antiguo yo.
Hay algo escalofriante en lo que pasó. A veces no tolero mirarme en el espejo. Pero no quiero hablar de ese aspecto.
— ¿Por qué no?
—Este es un período de adaptación. Con el tiempo, ya no me va a impresionar tanto. Y tengo muchas cosas que hacer. Cuánto me alegro de que hayas venido. Tenía la sensación de que ibas a venir. Esta mañana, estuve a punto de partir a Río, pero no me fui porque tuve el presentimiento de que esta noche te iba a ver.
—No me digas.
— ¿Qué te pasa? ¿A qué se debe esa expresión sombría? ¿Por qué estás enojado?
—No sé. Últimamente me enojo sin mucho motivo. Y debería estar contento. Pronto lo voy a estar. Me ocurre a menudo; al fin y al cabo, es una noche importante.
Me miró fijo tratando de desentrañar el significado de mis palabras o, más bien, qué debía responder a ellas.
—Ven, entremos —dijo por fin.
— ¿Por qué no nos quedamos aquí, en la penumbra de la galería? Me gusta la brisa.
—Como quieras.
Fue a la habitación, se sirvió un whisky y lo trajo a la mesa de afuera.
Yo acababa de sentarme en uno de los sillones y contemplaba el mar.
— ¿Y bien? ¿Qué has andado haciendo, David?
— ¿Por dónde empiezo? Estuve escribiendo sin cesar, tratando de explicar hasta las sensaciones más pequeñas, todo lo que voy descubriendo.
— ¿Acaso te queda alguna duda de que estás firmemente arraigado dentro de ese cuerpo?
—No. —Bebió un largo sorbo de whisky. —Y al parecer no hay ningún menoscabo físico. De eso tenía miedo, incluso cuando eras tú el que lo habitaba, pero no quería decirlo. Demasiado teníamos ya para preocuparnos, ¿verdad? —Se volvió para observarme, y sonrió. —Estás mirando a un hombre al que conoces del derecho y del revés.
—No, no tanto —repliqué—. A ver, dime, ¿cómo te perciben los extraños... los que no saben nada? ¿Las mujeres te invitan a sus dormitorios? ¿Y los hombres jóvenes?