Hizo un movimiento hacia la ventana. El viento todavía golpeaba los cristales, como si tuviera ganas de volver y llevarse a su pasajero.
—Espere —dijo Harvey.
—¿Para qué?
—Lo siento. No haré más preguntas.
Rictus se detuvo, con la mano en el cerrojo.
—No más preguntas, ¿eh?
—Lo prometo —dijo Harvey—. Ya le dije que lo siento.
—Si, lo dijiste, lo dijiste. —Rictus miró hacia afuera donde persistía la lluvia—. Conozco un lugar donde los días son siempre soleados —dijo— y las noches llenas de maravillas.
—¿Puede llevarme allí?
—Dijiste que no harías preguntas, muchacho. Lo hemos acordado.
—Oh, sí, lo siento.
—Soy de los que perdonan y olvidaré que has hablado. Te lo contaré: si quieres, haré la gestión por ti. Trataré de averiguar si hay habitación para otro huésped.
—Estupendo.
—No te garantizo nada —dijo Rictus, abriendo el cerrojo.
—Lo comprendo.
Una racha de viento abrió de súbito la ventana de par en par. La luz empezó a moverse locamente.
—¡Espérame! —gritó Rictus entre la lluvia y el viento.
Harvey empezó a preguntar si volvería pronto, pero se detuvo a tiempo.
—¡Sin preguntas, muchacho! —dijo Rictus.
Y mientras hablaba, el viento parecía hinchar su chaqueta, que se levantó a su alrededor como un globo negro que fue engullido de golpe por encima de la repisa.
—¡Las preguntas torturan la mente! —gritó mientras se alejaba—. ¡Mantén tu boca cerrada y ya nos veremos cuando sea tu turno!
Y con esto, el viento se lo llevó; el globo de su chaqueta elevándose como una luna negra en el cielo lluvioso.
Harvey no dijo nada acerca de su peculiar visitante, ni a su madre ni a su padre, por si se les ocurriera poner cerraduras en las ventanas a fin de evitar el retorno de Rictus a la casa. Pero el problema, aun manteniendo en secreto la visita, era que, después de unos pocos días, Harvey empezó a dudar de si todo aquello había sido producto de su imaginación. Tal vez se hubiera quedado dormido junto a la ventana, pensó, y entonces Rictus habría sido sólo un sueño.
No obstante, mantuvo la esperanza. «Espérame», había dicho Rictus, y era lo que Harvey hacía. Observaba por la ventana de su habitación. Estaba atento desde su pupitre, en la escuela. Incluso por la noche vigilaba con un ojo mientras su cabeza descansaba en la almohada. Pero Rictus no aparecía.
Y luego, una semana después de la primera visita, precisamente cuando la esperanza de Harvey se iba desvaneciendo, su vigilancia fue recompensada. En su camino a la escuela, una mañana de niebla, oyó una voz por encima de su cabeza, y cuando la levantó vio a Rictus flotando con la chaqueta hinchada a su alrededor, lo que le daba un aspecto más gordo que el de un cerdo premiado.
—¿Qué tal? —dijo, mientras descendía.
—
Ya
empezaba a pensar que te había inventado —respondió Harvey—. Ya sabes, como un sueño.
—Ya he oído eso —dijo Rictus con su sonrisa más ancha que nunca—. Particularmente de las señoras. ¿Eres un hecho o eres un sueño hecho realidad?, dicen. —Pestañeó—. Y ¿quién soy yo para decir lo contrario? ¿Te gustan mis zapatos?
Harvey miró los brillantes zapatos azules de Rictus. Eran todo un espectáculo, y así se lo dijo.
—Me los ha dado mi jefe —dijo Rictus—. Está muy contento de saber que vienes a visitarnos. Entonces, ¿estás dispuesto?
—Bueno...
—No perdamos tiempo —dijo Rictus—. Puede que mañana no haya habitación para ti.
—¿Puedo hacer sólo una pregunta?
—Creí que habíamos acordado...
—Ya lo sé. Pero solamente una.
—Está bien. Una.
—Ese lugar ¿está lejos de aquí?
—No. Al otro lado de la ciudad.
—¿Así que sólo faltaré a la escuela un par de horas?
—Esto son dos preguntas —respondió Rictus.
—No, solamente pensaba en voz alta.
Rictus gruñó.
—Mira —dijo—, no estoy aquí para cantar y bailar a fin de persuadirte. Tengo un amigo llamado Jive que sí lo hace. Yo sólo sonrío. Sonrío y digo: «Ven conmigo a la casa de vacaciones». Y el que no quiera venir... —se encogió de hombros y aclaró—: Bueno, es su problema.
Con esto volvió la espalda a Harvey.
—Espera —protestó Harvey—. Quiero ir. Pero sólo un rato.
—Puedes estar tanto tiempo como quieras —respondió Rictus—. O tan poco como quieras. Yo, lo que quiero es sacar de tu cara esa expresión de malhumor y poner, allí arriba, una como ésta. —Su sonrisa se hizo aún más ancha—. ¿Es esto algún crimen?
—No —respondió Harvey—. No es un crimen. Me alegro de que me hayas encontrado.
De manera que, aun faltando a la escuela toda la mañana, pensó, no perdería gran cosa. Puede que incluso pudiera coger una o dos horas de la tarde; siempre que estuviera de vuelta a casa hacia las tres, o las cuatro. En todo caso, antes de oscurecer.
—Estoy dispuesto a ir contigo —dijo a Rictus—. Condúceme.
Millsap, la ciudad en que Harvey había vivido toda su vida, no era muy grande, y él creía haberlo visto todo de ella a lo largo de los años. Pero las calles que conocía quedaron pronto detrás de ellos, y aunque el paso de Rictus era normal, Harvey procuró hacerse una lista mental de varios puntos de referencia durante el camino, por si tuviera que regresar solo. Una carnicería con dos cabezas de cerdo colgando de unos ganchos; al lado, una iglesia con un patio lleno de tumbas antiguas; la estatua ecuestre de algún general muerto, cubierta de excrementos de paloma, de la gorra a los estribos. Todas estas señales, y más, fue anotándolas y archivándolas.
Y mientras andaban, Rictus no cesó de hablar de cosas fútiles.
—¡Odio la niebla! ¡La detesto de verdad! —dijo—. Y por la noche va a llover. Nosotros estaremos libres de esto, desde luego... —Prosiguió hablando de la lluvia y del estado de las calles—. Mira esta basura. ¡Todo el suelo está igual! ¡Es una vergüenza! ¡Y el barro! ¡Me está dejando los zapatos hechos un asco!
Tenía muchas más cosas de que hablar, pero ninguna de ellas muy ilustrativa; de modo que, al cabo de un rato, Harvey decidió no escucharle. ¿Estaba muy lejos aquella casa de las maravillas?, empezó a pensar. La niebla helaba su cuerpo y las piernas le dolían. Si no iban a llegar pronto, se volvería.
—Ya sé lo que estás pensando —dijo Rictus.
—Apuesto a que no.
—Estás pensando que todo esto es una trampa. Estás pensando que Rictus te lleva a un viaje misterioso y que al final no hay nada de lo dicho. ¿No es verdad?
—Puede que un poco.
—Pues bien, amigo mío; tengo noticias para ti. Mira al frente. —Señaló con el dedo y allí, no muy lejos de donde estaban, había una pared alta y tan larga que desaparecía en la niebla, tanto a derecha como a izquierda—. ¿Qué es lo que ves? —preguntó Rictus.
—Una pared —respondió Harvey, aunque cuanto más la miraba menos cierto estaba de ello.
Las piedras, completamente sólidas a primera vista, ahora parecían desplazarse y ondear, como formadas de la misma niebla; como puestas allí para mantener alejados a los curiosos.
—Parece una pared —aclaró Harvey—, pero no es una pared.
—Eres observador —respondió Rictus con admiración—. La mayor parte de la gente ve un camino sin salida y gira en redondo para tomar otra calle.
—Pero no nosotros.
—No, no nosotros. Nosotros seguimos andando. ¿Y sabes por qué?
—¿Porque la casa está al otro lado?
—¡Qué chico tan asombroso eres! —respondió Rictus—. Esto es exactamente. Por cierto, ¿tienes hambre?
—Estoy a punto de caerme.
—Bien; pues hay una mujer esperándote en la casa, la señora Griffin, y permíteme decirte que es la mejor cocinera del mundo. Lo juro sobre la tumba de mi sastre. Cualquier cosa que te apetezca comer puede preparártela. Todo lo que tienes que hacer es pedirlo. Sus huevos a la diabólica... —chasqueó los labios como saboreando—. ¡Suculentos!
—No veo ningún portal —observó Harvey.
—Es porque no hay ninguno.
—Pues, ¿cómo vamos a entrar?
—Tú sigue andando.
En parte por el hambre y en parte por curiosidad, Harvey hizo lo que Rictus le había dicho y cuando estuvo a tres pasos del muro, una ráfaga de viento balsámico con fragancia de flores se deslizó entre las trémulas piedras, como besando sus mejillas. Su calor se agradecía después de tan largo y frío camino. Harvey acortó el paso tratando de tocar la pared al acercársele ésta. Las piedras de niebla parecían acogerle, abrazándole con sus suaves y grises brazos e introduciéndole al recinto a través del muro.
Miró hacia atrás, pero la calle que había pisado antes, con su pavimento gris y sus nubes grises, ya se había esfumado. Bajo sus pies, la hierba era alta y poblada de flores. Por encima de su cabeza, el cielo era de color veraniego y frente a él, en la cima de una pendiente, estaba la casa que con toda seguridad había sido antes imaginada en un sueño.
No esperó a comprobar si Rictus venía tras él ni preocuparse de cómo había sido muerta la gran bestia gris de Febrero, ya que este cálido día había aparecido en su lugar. Simplemente soltó una risa de la que Rictus habría estado orgulloso y se apresuró a subir la pendiente, introduciéndose en la sombra de la casa de los sueños.