El ladrón de días (4 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico

BOOK: El ladrón de días
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¡Oh! ¡Qué día!

La brisa era cálida y tenía aquel olor de las cosas verdes que crecen; el cielo era perfecto y estaba lleno de pájaros.

Vagó entre la hierba con las manos en los bolsillos, como el gran señor de todo aquello que inspeccionaba. Al aproximarse a los árboles llamó a Wendell.

—¿Puedo subir?

—Sí, si tienes la cabeza a prueba de alturas —advirtió Wendell.

La escalera crujió mientras subía, pero llegó a la plataforma superior sin omitir ni un peldaño. Wendell quedó impresionado.

—No está mal para un chico nuevo —dijo—. Tuvimos aquí a dos chavales que no pudieron llegar ni a medio camino.

—¿Y adonde fueron?

—De regreso a sus casas, supongo. Los chicos vienen y van, ¿sabes?

Harvey miró a través de las ramas que empezaban a brotar.

—No se puede ver mucho desde aquí, ¿verdad? —preguntó—. Quiero decir que no hay ni rastro de la ciudad.

—¿Y a quién le importa? —respondió Wendell—. De todos modos allí todo es gris.

—Y aquí brilla el sol —dijo Harvey mirando la pared de piedras de niebla que separaba los terrenos de la casa del mundo exterior—. ¿Cómo es esto posible?

La respuesta de Wendell fue la misma:

—¿A quién le importa? Sé que yo no lo sé. Ahora vamos a empezar a construir, ¿o qué?

Las dos horas siguientes las pasaron trabajando en la casa del árbol; descendieron una docena de veces para ahondar entre los troncos apilados al lado del huerto, en busca de tablones para terminar la obra. Hacia mediodía, todavía no habían encontrado madera suficiente para construir el tejado, pero cada uno de ellos había encontrado un amigo. A Harvey le gustaban los chistes malos de Wendell, así como lo de «¿a quién le importa?» que aplicaba a cualquier frase.

Y también Wendell parecía feliz de tener a Harvey por compañía.

—Eres el primer chico realmente divertido —dijo.

—Y ¿qué hay de Lulu?

—¿Qué quieres decir?

—¿No es divertida?

—Era estupenda cuando llegué —admitió Wendell—. Quiero decir que lleva aquí muchos meses, fue muy simpática y me enseñó el lugar. Pero últimamente se ha vuelto muy extraña. La veo muchas veces andando como una sonámbula y con la cara muy pálida.

—Probablemente se está volviendo loca —dijo Harvey—. Sus sesos se vuelven gachas.

—¿Tú entiendes de eso? —quiso saber Wendell, iluminándose su cara con vampírico interés.

—Desde luego —mintió Harvey—. Mi papá es cirujano.

Wendell estaba cada vez más impresionado, y durante los minutos siguientes escuchó boquiabierto y con envidia lo que Harvey le contaba acerca de todas las operaciones que había visto: cráneos abiertos y piernas aserradas; pies cosidos donde usualmente están las manos, y un hombre con un forúnculo en su pompis que le creció hasta convertirse en una cabeza que hablaba.

—¿Lo juras?

—Lo juro —dijo Harvey.

—Es tan extraño...

Toda esta charla desembocó en un hambre atroz, y a sugerencia de Wendell bajaron por la escalera y se encaminaron a la casa para comer.

—¿Qué quieres hacer esta tarde? —preguntó Wendell a Harvey mientras se sentaban a la mesa—. Hará mucho calor. Siempre lo hace.

—¿Hay por aquí algún lugar donde podamos nadar?

Wendell frunció el ceño.

—Pues, sí... —dijo dudando—. Hay un lago al otro lado de la casa, pero no te va a gustar mucho.

—¿Por qué no?

—Es tan profundo que ni siquiera puedes ver el fondo.

—¿Hay peces?

—Seguro.

—Quizá podríamos pescar alguno. La señora Griffin podría cocinarlos para nosotros.

Ante esto, la señora Griffin, que estaba junto a la cocina preparando un plato con aros de cebolla, dio un ligero grito y tiró el plato. Se volvió a Harvey, pálida como la ceniza.

—No querrás hacer eso —dijo.

—¿Por qué no? —respondió Harvey—. Pensé que podíamos hacer lo que quisiéramos.

—Bueno, sí, podéis —aclaró—. Pero no quiero que os pongáis enfermos. Los peces son... venenosos, ¿sabéis?

—Ah —musitó Harvey—. Bueno, después de todo, no es necesario que los comamos.

—¡Mira qué desastre! —exclamó la señora Griffin, tratando de disimular su nerviosismo—. Necesito un nuevo delantal.

Se fue corriendo a buscar otro, dejando a Harvey y a Wendell cruzándose miradas interrogantes.

—Ahora quiero realmente ver esos peces —dijo Harvey.

Mientras hablaba, el siempre refitolero gato
Clue
saltó encima del mostrador de la cocina, junto a los quemadores, y antes de que ninguno de los dos muchachos pudiera detenerle, ya tenía las uñas en el borde de una de las ollas.

—¡Eh, sal de ahí! —le gritó Harvey.

El gato no admitía órdenes. Se subió del todo al borde de la olla para oler su contenido, con la cola ondeando de un lado a otro. Al momento siguiente, el gran desastre. La cola danzaba demasiado cerca de uno de los quemadores y el fuego prendió en ella. El animal dio un maullido desesperado y tiró el recipiente. Una ola de agua hirviendo lo bañó, echándole del hornillo, y cayó al suelo como un cúmulo humeante. Ya fuera ahogado, escaldado o incinerado, el final iba a ser el mismo. Cayó al suelo, muerto.

El incidente atrajo a la señora Griffin, que volvió corriendo.

—Creo que voy a salir y comer fuera —dijo Wendell cuando la mujer apareció en el portal. Cogió un par de perritos calientes y se fue.

—¡Oh, Dios mío! —gritó la señora Griffin, fijando sus ojos en el gato muerto—. ¡Oh! ¡Insensato!

—Fue un accidente —aseguró Harvey, impresionado por lo que había visto—. Se había subido encima de la cocina...

—¡Insensato, insensato! —era todo lo que la señora Griffin parecía saber decir. Se arrodilló y miró el triste aspecto de aquel pedazo de piel quemada—. Se acabaron los problemas contigo —murmuró finalmente.

La triste expresión de la señora Griffin ante la desgracia hizo que los ojos de Harvey se inundaran, pero detestaba que alguien le viera llorar y se enjugó las lágrimas lo mejor que pudo, diciendo:

—¿La ayudo a enterrarlo? —preguntó Harvey con voz entrecortada.

La señora Griffin, agachada, parecía redonda.

—Eres muy amable —dijo suavemente—. Pero no es necesario. Vete a jugar.

—No quiero dejarla así —dijo Harvey.

—Oh, mira, tienes lágrimas en las mejillas.

Harvey se sonrojó y se las quitó con el dorso de la mano.

—No te avergüence llorar, hijo —dijo la mujer—. Es algo maravilloso. Desearía poder soltar aunque fuera una lágrima o dos.

—Usted está triste —aseguró Harvey—. Puedo verlo.

—Lo que siento no es precisamente tristeza —respondió la señora Griffin— ni tampoco solaz. Tengo miedo.

—¿Qué quiere decir solaz? —preguntó Harvey.

—Es algo sedante —dijo ella, levantándose—. Algo que cura las heridas de tu corazón.

—¿Y usted no tiene nada de eso?

—No, no tengo —respondió. Luego extendió su brazo y tocó la mejilla de Harvey—. Excepto, quizás, en esas lágrimas tuyas. Ellas me reconfortan. —Suspiró y siguió los trazos con sus dedos—. Tus lágrimas son dulces, muchacho. Y así eres tú. Ahora sal y juega. Hay sol afuera y no lo habrá siempre, créeme.

—¿Está usted segura?

—Estoy segura.

—Entonces la veré luego —concluyó Harvey, mientras iba a encontrarse con la tarde.

V

La temperatura había estado subiendo durante la comida de Harvey. Una calima cubría el césped (que era más fresco y más denso de flores de lo que recordaba) y hacía rielar los árboles que rodeaban la casa.

Se dirigió hacia ellos, llamando a Wendell mientras avanzaba. No hubo respuesta. Miró hacia atrás, en dirección a la casa, pensando que podría ver a Wendell en alguna de las ventanas, pero todas reflejaban el azul prístino del cielo. Miró al cielo. No había ninguna nube a la vista.

Entonces le asaltó una sospecha, que se hizo cierta cuando su mirada retrocedió hacia los trémulos matorrales y las flores que crecían debajo de ellos. Durante la hora transcurrida en la fresca cocina, la estación había cambiado. El verano, en efecto, se instaló en la casa de vacaciones del señor Hood; un verano tan mágico como la primavera que le había precedido.

Ésta era la razón por la que el cielo era tan falsamente azul y los pájaros ofrecían aquella música. Las ramas cargadas de hojas no eran menos convincentes; ni la floración en la hierba, ni las abejas que zumbaban de flor en flor disfrutando de la generosidad de la estación. Todo era maravilloso.

Harvey pronosticó que no sería una estación larga. Si la primavera se había extinguido en una mañana, lo más probable era que aquel perfecto verano no pasara de aquella tarde.

Era preciso aprovecharlo, pensó, y se fue corriendo en busca de Wendell. Finalmente descubrió a su amigo sentado a la sombra de unos árboles, con un fajo de tebeos a su lado.

—¿Quieres sentarte a leer? —propuso.

—Puede que más tarde —respondió Harvey—. Ante todo, quiero ir a ver ese lago de que me hablaste. ¿Quieres venir?

—¿Para qué? Ya te dije que no es nada divertido.

—Está bien. Iré yo solo.

—No tardes mucho —remarcó Wendell. Luego siguió leyendo.

Aunque Harvey tenía una idea general de las características del lago, los arbustos en aquella parte de la casa eran gruesos y espinosos, por lo que tardó varios minutos en encontrar un camino para atravesarlos. Cuando tuvo el lago a la vista, el sudor que cubría su cara y su espalda era pegajoso, y sus brazos habían sido arañados y ensangrentados por las espinas.

Tal como Wendell había predicho, el lago no valía la pena. Eran grande. Tan grande que la parte más alejada era difícilmente visible; pero brumoso y lúgubre. Tanto el lago como las piedras de su orilla estaban cubiertos de una capa de espuma verde. Había una legión de moscas zumbando por encima en busca de algo podrido para alimentarse, y Harvey sabía que no tendrían ninguna dificultad en encontrar su festín. Era el lugar a donde pertenecían las cosas muertas.

Estaba a punto de marcharse cuando un movimiento en las sombras atrajo su atención. Había alguien de pie un poco más allá, en el extremo de un banco, casi eclipsado por la densa maleza. Dio unos pocos pasos, acercándose al lago, y vio que era Lulu. Estaba sobre las viscosas piedras del banco mirando hacia el fondo.

Casi con un susurro, por temor a asustarla, Harvey dijo:

—Parece fría.

Ella se volvió hacia él con gran confusión en su cara, y luego, sin una sola palabra por respuesta, se fue brincando a través de la vegetación.

—¡Espera! —gritó Harvey, corriendo tras ella.

Lulu, sin embargo, había desaparecido, dejando las matas moviéndose. Pudo haberla seguido, pero el sonido de las burbujas del lago, al romperse, atrajo su mirada hacia el agua; y allí, moviéndose debajo de la película de espuma, vio los peces. Eran casi tan grandes como él, con sus escamas sucias y encostradas, y sus bulbosos ojos vueltos hacia la superficie como ojos de prisioneros en un foso pantanoso.

Le estaban observando; estaba cierto de ello y su escrutinio le hizo estremecerse. Pensó que posiblemente tenían hambre y rogaban a sus dioses pez que le hicieran resbalar y caerse dentro. ¿O tal vez deseaban que viniera con una caña y un hilo para sacarlos de las profundidades y
acabar
con su miseria?

«¡Qué vida! —pensó—. Sin sol que los ilumine, sin flores para oler ni juegos para jugar. Sólo el fondo, aguas oscuras para recorrer en círculo, dando vueltas y más vueltas.»

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