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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

El ladrón de tiempo (4 page)

BOOK: El ladrón de tiempo
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Aún tenía una posibilidad. Yo era un chaval de dieciséis años, fuerte y en plena forma. El gigantón debía de andar por los cuarenta como mínimo. Tenía suerte de estar vivo. Si era capaz de pasar por su lado sin que me cogiera, seguiría corriendo todo el tiempo que hiciera falta. Él se hallaba casi sin aliento, mientras que yo podría haber corrido otros diez minutos sin sudar siquiera; y reduciendo la marcha, más. El truco estaba en conseguir sortearlo.

Nos miramos a los ojos; me maldijo, me llamó sucio ladronzuelo, rata de alcantarilla, y me amenazó con darme una lección en cuanto me atrapara. Esperé a que se aproximara a la izquierda del callejón y me lancé hacia la derecha al tiempo que soltaba un grito, decidido a burlarlo, pero él se abalanzó en el último instante y chocamos; caí al suelo y él encima de mí con un grito ahogado. Intenté ponerme de pie, pero el otro fue más rápido y me sujetó por el pescuezo con una mano mientras con la otra palpaba mis bolsillos en busca de la billetera del anciano. La sacó, se la metió en el bolsillo y, cuando forcejeé debajo de su corpachón, me soltó un bastonazo en la cara, cegándome y rompiéndome la nariz. Sentí el sabor de la sangre y las mucosidades en la garganta, y ante mis ojos estalló una luz blanca. A continuación se levantó y yo me llevé las manos a la cara para mitigar el dolor, pero entonces volvió a la carga con el bastón y no paró de golpearme hasta que me hice un ovillo en el suelo. Tenía la boca hecha un amasijo de flema y sangre, y sentía el cuerpo como una entidad separada de mi mente; me había pateado y atizado en las costillas, notaba la mandíbula hinchada y magullada. Por el cuero cabelludo me corría un hilo de sangre, y no sé cuánto tiempo permanecí allí acurrucado antes de advertir que el hombretón se había marchado y que al fin podía reunir las partes de mi descoyuntado cuerpo y levantarme.

Pasaron horas antes de que encontrara el camino a casa, medio ciego como estaba por la sangre que anegaba mis ojos. En cuanto entré por la puerta, Dominique se puso a chillar. Tomas rompió a llorar y se escondió debajo de la sábana. Dominique llenó un cubo de agua tibia, me quitó la ropa y me curó las heridas; tenía el cuerpo tan castigado y me sentía tan agotado que sus cuidados no despertaron mi excitación. Dormi tres días seguidos y cuando desperté, limpio pero magullado y dolorido en todas partes, Dominique me comunicó que ya podía dejar atrás mis días de carterista.

—Despídete de Dover, Matthieu —dijo en cuanto abrí mi ojo sano—. Nos iremos cuando puedas levantarte.

Me sentía demasiado débil para discutir, y cuando, al cabo de unas semanas, me repuse por completo, la suerte ya estaba echada.

5
Constance y la estrella cinematográfica

El más efímero de mis matrimonios data de 1921, y, pese a su brevedad, es el que recuerdo con más cariño. Constance fue, sin duda, mi segunda mujer favorita de ese siglo. Justo después de la guerra había vuelto a mudarme a Estados Unidos, dispuesto a olvidarme para siempre del hospital, el Ministerio de Asuntos Exteriores y la horrible Beatrice, viuda de mi sobrino Thomas de entonces, que había fallecido recientemente. Me embarqué en un transatlántico rumbo a América y disfruté de las agradables y revitalizantes semanas de sol y aventuras amorosas que me proporcionó la travesía. Al desembarcar en Nueva York encontré que, para mi desgracia, la ciudad seguía obsesionada con los asuntos europeos y hambrienta de noticias acerca de Versalles y el káiser. Si iba a un bar e identificaban mi acento, los parroquianos se me acercaban para entablar conversación. ¿Conocía al rey personalmente?, me preguntaban. ¿Es verdad lo que cuentan de él? ¿Qué noticias hay de Francia? ¿Cómo eran las trincheras en realidad? Uno de los grandes logros de la era de la televisión global es que los perfectos desconocidos ya no han de preocuparse por pedir información mundana. Sólo por esa razón deberíamos estar agradecidos a la tecnología moderna.

Molesto por esa constante intrusión en mi vida, y sintiéndome un poco perdido en una ciudad donde no tenía amigos ni trabajo, una tarde decidí ir a una sala donde pasaban noticiariosy algunos de los primeros cinescopios. El que escogí era poco más que una pequeña habitación de techo alto con capacidad para unas veinticinco personas. Cuando tomé asiento en el centro de la última fila, lo más lejos posible de la plebe local, la sala ya estaba medio llena. Las butacas eran duras, de madera, y el lugar olía a sudor y alcohol, pero estaba a oscuras y ofrecía intimidad, de modo que me quedé donde estaba, seguro de que tarde o temprano me volvería inmune a los desagradables olores de la chusma. Primero pasaron los noticiarios y mostraron las mismas necedades que había visto en la vida real miles de veces —guerra, pacificación, sufragio universal—, pero las películas me entretuvieron. Proyectaron
Charlot en la calle de la paz
y
Charlot en el balneario
. Al principio el público protestó —seguramente ya las habían visto muchas veces y querían algo nuevo—, pero en cuanto empezaron las payasadas se desató la hilaridad general. Cuando el operador cambiaba las cintas a mitad de la película, me sentía impaciente; deseaba ver más, intrigado por las parpadeantes imágenes en blanco y negro que, además, tenían la virtud de liberar mi mente, al menos por una tarde, de los acontecimientos vividos los últimos años. Al terminar permanecí sentado en la butaca y vi varias veces la misma sesión. Cuando llegó el momento de abandonar el cine —era de noche, me notaba la garganta seca y tenía que beber algo—, había tomado una decisión.

Iría a Hollywood y haría películas.

Los tres días de viaje en tren a través del país iban a proporcionarme la oportunidad de planear mi asalto a lo que ya entonces me parecía un medio de expresión artística en rápido crecimiento. Había mucho dinero en juego: los periódicos incluían crónicas sobre la inmensa riqueza y la vida de
playboy
de Keaton, Sennett, Fairbanks y otros actores. Sus rostros bronceados, tan diferentes del pálido y a menudo empobrecido álter ego que veíamos haciendo el tonto en la pantalla, sonreían resplandecientes en las portadas de los periódicos mientras se pavoneaban vestidos con ropa de tenis en el jardín de alguna lujosa mansión o luciendo esmoquin en el último cumpleaños de MaryPickford, Mabel Normand o Edna Purviance. Al ser rico y apuesto, y, por si eso fuera poco, un francés desmovilizado, supuse que no tendría dificultad en abrirme camino en esa sociedad. ¿Cómo iba a fracasar con semejantes antecedentes? Ya había llamado a un agente inmobiliario y alquilado por seis meses una casa en Beverly Hills; si asistía a algunas fiestas selectas, conseguiría buenos contactos y quizá lo pasara en grande un año o dos. La guerra había quedado atrás; necesitaba diversión. ¿Y dónde podía encontrarla sino en el paraíso emergente que era Hollywood, California?

Al mismo tiempo, me interesaba trabajar en la industria, en producción, por supuesto, pues no soy actor. Al principio pensé en dedicarme a la financiación de películas, o tal vez a su distribución, aspecto del negocio que aún se hallaba en proceso de desarrollo y carecía de una red eficaz. Durante los tres calurosos días que pasé encerrado en el vagón de tren, leí una entrevista a Chaplin, que en ese momento trabajaba para la First National, y aunque daba la impresión de ser un hombre obsesionado con su trabajo, un artista que no quería otra cosa que hacer una película tras otra sin descansar más que algún fin de semana tomando el sol, en sus cautelosos comentarios sobre su relación con la FN percibí un sentido oculto. No es que fuera un mal lugar para trabajar, parecía insinuar Chaplin, pero el artista no disponía del control absoluto de su obra. Él quería ser dueño del lugar, o al menos llevar su propio estudio. Se me ocurrió que yo podría serle de alguna utilidad, de modo que le escribí para proponerle una reunión, anunciando mi interés por invertir en la industria del cine y que me había parecido que él era el bien más preciado de ese negocio. A continuación le pedí consejo sobre dónde invertir; tal vez, añadí, pudiera incluso colaborar con él.

Para mi enorme satisfacción, me telefoneó una noche que me encontraba solo en casa, aburrido de mi propia compañía, harto de hacer solitarios, y me invitó a comer al día siguiente en su casa, un ofrecimiento que acepté gustoso. Allí conocí a Constance Delaney.

En esa época Chaplin vivía en una casa alquilada a unas cuantas calles de la mía. Su turbio divorcio de Mildred Harris era bastante reciente y hacía muy poco que los periódicos habían dejado de hablar del escándalo. Distaba de ser el hombre que yo esperaba: estaba tan acostumbrado a verlo, en películas y fotos, encarnando un mendigo, que, cuando me acompañaron al jardín y distinguí a un hombre menudo y apuesto sentado junto a la piscina leyendo a Sinclair Lewis, al principio lo tomé por un amigo o pariente de la gran estrella de cine. Había oído que Sydney, su hermano, también trabajaba en Hollywood; quizá se tratara de él. Pero en cuanto se puso en pie y se acercó, con una amplia sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes blanquísimos, supe de inmediato quién era. Curiosamente, sin embargo, no tuve esa extraña sensación que a veces nos asalta cuando nos encontramos ante una persona a la que con anterioridad hemos visto en el cine, a un tamaño muy superior al real, como una secuencia de líneas y puntos dando saltos en la pantalla. Mientras hablábamos, busqué en la cara del hombrecillo rasgos del conocido personaje de las películas, pero con su constante sonrisa, la ausencia de bigote y sombrero, y esa forma de toquetearse el pelo con una mano, tenía poco en común con el álter ego al que yo conocía tan bien, y no pude por menos de asombrarme de su habilidad para transformarse tan completamente. Tenía treinta y un años pero parecía de veintitrés. Yo había cumplido ciento setenta y siete y aparentaba ser un hombre rico y respetable de cuarenta largos. Aunque lo distinguían de los demás hombres muchos aspectos de su personalidad, había uno que compartía con los habitantes del país que había escogido para vivir: sólo quería hablar de la guerra.

—¿Cuántas batallas presenció? —preguntó cuando nos sentamos, retrepándose en la silla, con un brillo de fascinación en los ojos; su mirada saltaba de una cosa a la otra: de mi rostro pasaba a los árboles de detrás, de ahí a la casa más allá y al cielo—. ¿Fue tan horrible como contaban los periódicos?

—Estuve en varias —contesté a regañadientes—. No es que fuera muy agradable, la verdad. Conseguí evitar las trincheras, exceptuando un breve y deprimente período. La mayor parte de la guerra la pasé en un campamento en Burdeos.

—¿Y qué hacía?

—Descifraba claves —respondí, encogiéndome de hombros—. Trabajo en inteligencia, sobre todo.

Se echó a reír.

—¿Fue ahí donde amasó su fortuna? —preguntó con la mirada fija en la piscina y moviendo la cabeza como si me hubiera retratado en cuatro palabras—. Supongo que en la guerra se puede ganar dinero a espuertas.

—Recibí una herencia —mentí, ofendido por su insinuación—, Créame, en ningún momento de los últimos años he pensado en sacar provecho de las circunstancias. Fue… muy desagradable —murmuré intentando quitar hierro al asunto.

—Me hubiera gustado alistarme, ¿sabe? —Su acento londinense estaba cuidadosamente sepultado bajo el tono nasal estadounidense. Sólo se le escapaba alguna palabra que delataba sus orígenes. Luego me enteré de que durante una época había ido todas las semanas a un logopeda para mejorar su dicción, una extraña pretensión tratándose de una estrella del cine mudo—. Sin embargo, los jefazos me aconsejaron quedarme.

—Le creo —repuse sin intención de parecer sarcástico, a la vez que abarcaba con un ademán el lujoso entorno y me llevaba a los labios la copa de cóctel, un margarita con excesiva lima para mi gusto, pero en cualquier caso frío y refrescante—. Es un lugar espléndido.

—Me refería a mi trabajo —aclaró con un deje de irritación—. Ya sabe, las películas. Han dado la vuelta al mundo. Se pasaban gratis a los militares, mientras que cualquier distribuidor que quiera comprarlas al estudio tiene que pagar una fortuna. Creo que el ejército quería algo para levantar la moral de los soldados en sus días libres. Podría decirse que gané muchas medallas como oficial animador del ejército británico —añadió con una sonrisa.

Era extraño, pensé. En cuatro años no había visto ninguna película excepto cuando fui a la ciudad de permiso y pagué la entrada. Tampoco recordaba que los militares tuvieran muchos «días libres». Intenté cambiar de tema, pero Chaplin no parecía muy dispuesto a renunciar a una fuente de información tan valiosa como yo.

—Me gustaría hacer una película sobre la guerra, ¿sabe usted? —dijo—, pero me da miedo resultar trivial. ¿Qué le parece?

—Supongo que todavía hay mucho que decir sobre el asunto. Quizá se tarde cien años en llegar al meollo de la cuestión.

—Sí, pero dentro de cien años estaremos todos muertos, ¿no?

—En su caso, lo más probable es que sí.

—Por algún lado habrá que empezar, ¿no cree? —insistió, y se inclinó con una sonrisa tan amplia que tuve miedo de que se le descoyuntara la mandíbula—. En cualquier caso, no es más que una idea —agregó tras una pausa, quitándole importancia con un ademán y reclinándose de nuevo—. Quizá la lleve a cabo, quizá no. Hay tanto tiempo y tengo tantas ideas… todavía soy muy joven. Soy un hombre con suerte, señor Zéla.

—Llámeme Matthieu, por favor.

—Imagino que a usted también le gustaría tener suerte, ¿no es así?

En ese momento percibí cierta actividad detrás de él y vi salir de la casa a dos jóvenes que llevaban lo que supuse el último grito en ropa de baño y gorros. También tenían puestas gafas de natación y en general iban tan tapadas que ofrecían un aspecto ridículo. Se acercaron a grandes zancadas y sin abrir la boca, aunque la primera chica, que iba de negro y era la más baja de las dos, rozó con la mano el hombro de Chaplin al pasar por su lado. Él no dio señales de reparar en su presencia, excepto por el hecho de acariciarse el hombro que la muchacha había tocado y mirarme fijamente a los ojos con la sonrisa más perturbadora que había visto hasta la fecha, tan cargada de intención conspiradora y manipuladora que sentí escalofríos. Oí un chapoteo detrás de mí, y a continuación el silencio de las dos nadadoras bajo la superficie, deslizándose suavemente hacia el extremo opuesto de la piscina, lo invadió todo. Chaplin se llevó la copa a los labios y bebió un trago largo, relamiéndose después en señal de aprobación.

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