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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

El ladrón de tiempo (10 page)

BOOK: El ladrón de tiempo
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—No puedo hacer nada por tus pies —dijo escudriñando el camino desierto mientras oscurecía—, pero, en cuanto al crío, una buena zurra es lo que le daría al oír la primera queja; así se acabarían las tonterías.

Lo miré de reojo, esperando que sonriera para dar a entender que era broma, pero no podía haberlo dicho más en serio. Por suerte, mi medio hermano se había dormido nada más subir al carro, pues no quería ni pensar cómo se habría portado de estar despierto y qué fatales consecuencias nos habría acarreado su conducta.

—¿Está usted casado, señor Furlong? —pregunté tras otro largo silencio durante el cual me devané los sesos buscando posibles temas de conversación.

Para ser un hombre que agradecía la compañía, parecía contento de permanecer sentado a mi lado mirando el camino, como si la mera presencia de otros seres humanos en el carro le bastase. Soltó una carcajada y respondió:

—Todavía no; pero espero estarlo pronto.

—¿Tiene prometida?

Furlong se sonrojó, y me sorprendió su pudor, un rasgo que había visto en muy poca gente.

—Podría decirse que he contraído una especie de compromiso con una joven de mi parroquia —afirmó en tono pausado, como el que emplearía un gentil caballero—, aunque todavía no hemos fijado el día de la boda.

—Vaya. —Esbocé una sonrisa—. Pues les deseo mucha suerte.

—Gracias.

—¿Cuándo cree que se concretará la fecha?

Titubeó y me pareció que se ponía serio.

—Pronto —contestó—. Ha habido… —vaciló en busca de la palabra adecuada— cierta complicación. Pero espero que se solucione muy pronto.

—Todos los idilios son complicados —comenté alegremente, yo, que con sólo diecisiete años y una única experiencia amorosa a cuestas, pretendía comportarme como un hombre de mundo—. Supongo que cuando al final se resuelven las dificultades todo vale más la pena.

—Sí, supongo que sí —repuso.

Abrió y cerró la boca varias veces, como si quisiera añadir algo pero no supiese cómo empezar o tuviese dudas sobre mencionar el asunto. Me quedé callado y miré al frente, cerrando los ojos un instante para descansar, cuando oí su voz de nuevo, ahora mucho más alta y sin rastro del buen humor de antes.

—Jane y yo (se llama Jane, ¿sabes?) nos conocimos hará ocho años y hemos llegado a una especie de acuerdo mutuo. A veces la llevo a pasear o me paso toda la tarde con ella y le doy un regalo, algo bonito, ¿sabes?, que siempre acepta encantada. Una vez, hará dos veranos, construimos un almiar juntos. De casi dos metros. Más alto que yo.

Asentí y lo miré de soslayo con curiosidad. Asentía con la cabeza y al hablar de su enamorada le brillaban los ojos.

—Parece un noviazgo en toda regla —dije con intención de complacerlo.

—Lo ha sido. —Asintió de nuevo enérgicamente—. Sin duda lo ha sido. Es una chica muy capaz, ¿sabes?

Asentí a mi vez, aunque no tenía ni idea de qué había querido decir con ello.

—Ahora trata de distanciarse de un militar que llegó al pueblo. Se tomó muchas confianzas con ella y sé que no le gusta, pero no sabe cómo decirle que la deje en paz. Teniendo en cuenta que él lo sacrifica todo por la patria, el rey, etcétera. Además, sólo está de paso. No se quedará mucho.

—Qué lata —murmuré.

—Todas las tardes la saca a pasear —prosiguió sin hacerme caso, como si yo no estuviera allí—. Oí decir que una vez fueron hasta el río. Va a su casa de visita y, no te lo creerás, pero al parecer canta acompañándose al piano, el muy maricón. A mí no me pillarás cantando a Jane, ah, no, señor, eso sí que no. En mi opinión, ese tipo debería hacer las maletas y largarse con viento fresco; que la deje en paz, por favor. Lo malo es que Jane es demasiado educada, ¿sabes?, y no se atreve a mandarlo al cuerno. Le sigue la corriente, sale de paseo con él, le prepara té y lo escucha mientras el tipo le cuenta sus aventuras en Escocia… Hay gente cruel que asegurará que Jane está dándole esperanzas a ese pobre hombre, pero yo digo que lo mejor sería que hiciera las maletas y se marchara. Con quien está prometida ella es conmigo, no con él.

Tenía la cara colorada y parecía muy preocupado mientras sostenía las riendas. Asentí en silencio; lo que sucedía en Bramling no podía resultar más obvio. Lo lamenté por el pobre diablo, pero yo ya tenía la mente en otra cosa. Pensé en lo que iba a ocurrir la mañana siguiente, en el largo viaje que nos esperaba, y en Londres. Anocheció y nos quedamos en silencio. Recordé a las prostitutas de Dover y me dejé llevar por agradables pensamientos, deseando hallarme allí en ese momento con unos peniques en el bolsillo, y estaba a punto de cerrar los ojos para dar rienda suelta a mis felices fantasías cuando, a un grito de Furlong, el caballo se detuvo en seco, provocando que los cuatro nos incorporásemos de golpe. Habíamos llegado al lugar donde pasaríamos la noche.

Era un establo pequeño, pero nos acomodamos sin problemas. Olía a ganado, aunque en ese momento no se veía ningún animal.

—Aquí ordeñan vacas durante el día, una por una —informó Furlong—. Hay una granja a un par de kilómetros camino arriba. Llevan las vacas a pastar a los prados y luego las traen aquí para ordeñarlas. Por eso huele a leche.

Llevaba una cesta con comida, pero sólo había suficiente para él y un poco más. Rehusé su invitación a compartirla, pensando que no sería de buena educación privarlo de su cena después de habernos llevado en su carro durante horas, pero Dominique mordisqueó una pata de pollo que Furlong la obligó a aceptar y la compartió con Tomas, que se la habría comido entera si ella no lo hubiese reprendido. Los observé comer, mientras se me hacía la boca agua; aún me notaba el sabor del tabaco de mascar, pero para no parecer un quejica comenté que estaba mareado por el movimiento del carro. Nos pusimos a hablar, y Dominique se animó y empezó a hacerle preguntas a Furlong sobre su pueblo y las actividades —así las llamó— en veinte kilómetros a la redonda. Ahora que disponíamos de un carro y un caballo para llevarnos a otro lugar no me habría extrañado que estuviese planteándose renunciar a nuestro plan de ir a Londres. Bramling no parecía un sitio del todo desagradable, y la verdad es que no me preocupaba nuestro destino, tan seguro estaba de que la suerte nos sonreiría en cualquier parte, siempre y cuando no nos separáramos. A medida que se consumía la vela, el establo se iba sumiendo en la oscuridad, pero a pesar de la poca luz pude ver la sonrisa de Dominique, que estaba contando que en un espectáculo que había visto una vez en París las chicas no llevaban ropa interior y los hombres tenían que ser atados a los asientos para evitar un motín; me entraron ganas de abrazarla y sentir su cuerpo junto al mío. La deseaba como nunca y me pareció que no podría soportar pasar una noche más sin besarla. Me pregunté si nuestra amistad no se basaría únicamente en mi deseo de acariciarla y de que ella me acariciara, y de pronto me di cuenta de que no estaba escuchándola, pues me había quedado embobado contemplando su rostro y su figura, imaginando nuestros cuerpos unidos. Me moría por expresarle lo que sentía, pero no encontraba las palabras. Mi boca se abría y cerraba y, a pesar de la presencia de Tomas y Furlong, estaba a punto de arrojarme sobre ella protegido por las sombras que habían invadido el granero, y por unos segundos hasta llegué a pensar que estábamos los dos solos. Dominique y Matthieu. Nadie más.

—Matthieu. —Ella me dio un suave codazo en el brazo que me sacó de mi aturdimiento—. Vas a caerte al suelo; pareces agotado.

Sonreí y miré alrededor, parpadeando para fijar la vista en los demás. Tomas dormía en un rincón hecho un ovillo y envuelto de cualquier manera en su abrigo. Furlong siguió con la mirada a Dominique mientras ella salía del granero y se alejaba un poco, pero no lo suficiente para impedir que la oyésemos orinar sobre la hierba, un sonido que me incomodó estando sentado junto a Furlong, ambos en silencio. Cuando volvió a entrar, los dos varones salimos a aliviar nuestra vejiga; intenté alejarme un poco, pero él no se apartó mucho.

—Tienes suerte de tener una hermana como ésta —afirmó, y soltó una carcajada—. Es guapa, ¿eh? ¡Y esas historias que cuenta! ¡Qué chica más descarada! Seguro que tiene una fila de pretendientes de aquí a París.

Algo en su tono me ofendió, y lo miré con severidad mientras se sacudía y abrochaba el pantalón.

—Dominique debe protegerse y cuidar de Tomas y de mí —dije con aspereza—. Aún queda mucho camino por recorrer y no tenemos tiempo para pretendientes ni nada por el estilo —concluí, y decidí que por la mañana tomaríamos la carretera que conducía a Londres y no pensaríamos en ningún otro lugar.

—No quería ofender —se disculpó Furlong al entrar en el granero, antes de acomodarnos en los dos rincones que quedaban libres para pasar la noche—. Hay cosas que uno no puede callarse, ¿sabes? —me susurró al oído; el aliento le apestaba a pollo asado—. Como existen actos que parecen pedir a gritos que alguien los consume, ¿tengo o no tengo razón?

Me dormí enseguida, pues no había tenido un momento de soledad en todo el día, y después de un viaje tan largo, acompañado por los gruñidos de mi estómago vacío, no deseaba otra cosa que dar por terminada la jornada de una vez por todas.

Primero soñé que estaba en París con mi madre; aún era un niño y sostenía una enorme alfombra de colores vivos por un extremo mientras mi madre la golpeaba con un sacudidor. El polvo que salía de la alfombra me entraba por la garganta y me hacía toser y lagrimear, casi igual que unas horas antes me había ocurrido con el tabaco. De pronto París se convertía en una ciudad desconocida, donde un hombre me llevaba de la mano por un bazar y me pasaba una vela que encendía con un mechero de oro. «Aquí tienes una luz que sólo tú puedes ver», me decía en mitad de una conversación. Mientras la vela se consumía, el mercado se convertía en una feria de caballos, donde se oían los gritos de hombres que trataban de pujar cada vez más alto. De pronto se desencadenaba una pelea. Un hombre de rostro furioso se acercaba a mí con el puño levantado y cuando iba a golpearme desperté dando patadas en el aire; por un instante no supe dónde me encontraba.

Todavía era de noche —a pesar del largo sueño, sólo había dormido unos quince minutos—, estaba helado y me dolía el estómago. Oí unos fuertes golpes procedentes del extremo opuesto del granero y confié en que no me impidieran conciliar el sueño de nuevo. A continuación me llegaron otros sonidos: una respiración agitada y una queja apagada, como si alguien intentase gritar y unas manos le apretaran la boca para impedírselo. Me incorporé y agucé el oído; al comprender lo que estaba ocurriendo, di un brinco y parpadeé para acostumbrarme a la oscuridad. En un rincón estaba Tomas, que se agitaba un poco en sueños; se había metido un dedo en la boca y suspiraba de satisfacción. El rincón contiguo, el de Furlong, se hallaba vacío. Y frente a mí se desarrollaba un forcejeo entre una figura masculina tendida sobre otra femenina: él estaba vestido, pero una de sus manos se abría paso, al parecer con éxito, entre la ropa de la mujer. Me arrojé sobre Furlong, que jadeó pero se recobró enseguida y de un manotazo me lanzó por tierra. Era un hombre robusto y más fuerte de lo que parecía; por un instante permanecí en el suelo, aturdido e intentando recuperar las fuerzas para volver al ataque. Dominique soltó un grito desgarrador y una vez más el carrero le tapó la boca para amortiguar sus sollozos, mientras le susurraba algo al oído y continuaba hurgando bajo su vestido. Conseguí ponerme en pie y vacilé; no sabía qué hacer. Cualquier intento de quitárselo de encima podía costarme la vida, y posiblemente también a Dominique y Tomas. De modo que cambié de idea y salí a toda prisa a la noche fría; la luna arrojaba un delgado prisma de luz sobre el carro. Corrí hasta éste y cogí el cuchillo; a continuación regresé al granero y me detuve detrás de Furlong, quien, a juzgar por los movimientos relajados de una mano y el hecho de que ya no tapaba la boca de Dominique con la otra, parecía estar más cerca de su objetivo. Se separó un poco de ella y se echó atrás, dispuesto a penetrarla. En ese momento dejé caer las dos manos a la vez. El filo dentado del cuchillo que Furlong me había enseñado unas horas antes se hundió entre sus omóplatos igual que en mantequilla tierna. Soltó un jadeo profundo, como el de una bestia, dio una tremenda sacudida y agitó los hombros mientras manoteaba en el aire intentando en vano arrancarse el cuchillo. Retrocedí hasta la pared del granero, consciente de que la suerte estaba echada, que la única oportunidad para acabar con Furlong había pasado y que si no surtía efecto lo pagaríamos en breve. Dominique se deslizó trabajosamente de debajo de su agresor y también se pegó a la pared del granero. Furlong se levantó despacio y empezó a girar sobre sí mismo, mirándonos con los ojos muy abiertos, y en ese instante cayó de espaldas; el cuchillo emitió un ruido espeluznante al penetrar en la carne unos centímetros más.

Se hizo el silencio. Instantes después nos acercamos temblando al cuerpo sin vida; de sus labios brotaba un hilo de sangre y sus ojos nos miraban con rabia congelada. Me estremecí y vomité; de algún modo, mi estómago vacío encontró algo que arrojar encima de la cara de Furlong, cubriendo aquellos ojos espantosos para siempre. Di un paso atrás, horrorizado, y miré a Dominique.

—Lo siento —dije tontamente.

8
El teatro de la ópera

En 1847, unas semanas antes de cumplir ciento cuatro años, recibí una carta sorprendente que me indujo a abandonar mi casa de entonces en París —adonde había vuelto un par de años antes tras una breve temporada en los países escandinavos— y viajar a Roma, ciudad que no conocía. Estaba pasando por una época especialmente tranquila de mi vida. Carla había muerto por fin de tisis, librándome del tormento que nuestro tortuoso y duradero matrimonio me había infligido. Mi sobrino Thomas (IV) se había reunido conmigo unas semanas después del funeral —dando pie a un alegre reencuentro en el que me emborraché con brandy y me deshice en elogios a
La feria de las vanidades
, de Thackeray, que ese año aparecía por entregas mensuales— y yo había aceptado que permaneciese un tiempo en casa, ya que su aprendizaje de tramoyista en un teatro local apenas le daba para comer y el cuchitril que alquilaba era indigno de un ser humano. Su compañía no era del todo desagradable; con diecinueve años cumplidos, era el primer Thomas rubio de la saga, un rasgo heredado de la familia de su madre. Algunas noches volvía a casa tarde con amigos y se quedaban hablando sobre las últimas obras de teatro. Se servían alegremente de mis provisiones de alcohol, y, aunque no se me escapaba la atracción que Thomas ejercía sobre un par de actrices del grupo, me parecía que sus jóvenes compañeros se arrimaban a él más por la riqueza de su pariente que por el placer de su compañía.

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