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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

El ladrón de tiempo (11 page)

BOOK: El ladrón de tiempo
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Durante años yo había trabajado como administrador de fondos municipales, un cargo muy bien retribuido. Había existido un proyecto de construir unos teatros en los alrededores de París, y sobre mí había recaído la responsabilidad de seleccionar las ubicaciones adecuadas y calcular los costes y el tiempo de construcción. De las ocho propuestas detalladas que presenté, sólo se llevaron a cabo dos, pero ambas fueron muy celebradas, y mi nombre llegó a despertar admiración en la sociedad parisina. Por otra parte, llevaba una vida disoluta y, ahora que mi condición de soltero me permitía frecuentar a las damas de la ciudad sin escandalizar a nadie, salía casi todas las noches.

De algún modo las noticias de mis habilidades administrativas habían cruzado la frontera, y en la carta se me ofrecía un puesto de administrador de las artes en Roma. La misiva, que firmaba un funcionario ministerial de alto rango, era imprecisa y sugería grandes planes para el futuro, aunque apenas explicaba la naturaleza de los mismos. En cualquier caso, la proposición despertó mi interés, por no hablar de la cantidad de dinero que mencionaba, en lo referente no sólo al presupuesto sino también a mis honorarios, y dado que hacía tiempo que quería alejarme de París, decidí aceptar. Una noche hablé con Thomas y le dije que, si bien estaba en su derecho de quedarse en París, me alegraría mucho que me acompañase a Roma. Como tras mi marcha se vería obligado a buscar un nuevo alojamiento, eso inclinó la balanza a mi favor, al tiempo que trazó el destino de todo un linaje; el caso es que el joven decidió recoger sus escasas pertenencias y emprender el viaje conmigo.

A diferencia de la primera vez que había dejado París, unos noventa años atrás, ahora era un hombre rico y más o menos exitoso, lo que me permitió alquilar un coche privado que nos conduciría de una capital a otra en no más de cinco días. Era un dinero bien gastado, pues las alternativas no podían ser más espantosas. Aun así, el viaje resultó fatigoso; hizo muy mal tiempo, recorrimos caminos salpicados de baches y tuvimos que soportar a un cochero maleducado y arrogante a quien parecía ponerle de mal humor la mera idea de tener que llevar a alguien a alguna parte. Cuando al fin llegamos a Roma juré que ése sería mi hogar en adelante, aunque llegara a cumplir mil años, a tal punto me horrorizaba pensar en emprender otro viaje tan espantoso.

Nos alojaríamos en un apartamento en el centro de la ciudad, y allí fuimos. Comprobé con satisfacción que había sido amueblado con gusto, y me encantó la vista que se dominaba desde mi habitación sobre la plaza y el pintoresco mercado, que me trajo recuerdos de mi niñez en Dover, donde para mantener a mi familia había tenido que robar a tenderos y viandantes.

—Nunca he pasado tanto calor —se quejó Thomas al tiempo que se dejaba caer sobre una silla de mimbre, en el salón—. Y yo que pensaba que París era muy caluroso en verano… Esto no hay quien lo aguante.

—Bueno, qué remedio nos queda —repuse encogiéndome de hombros; no quería empezar nuestra nueva vida en Roma de una forma tan negativa, menos aún tratándose de un asunto que escapaba a nuestro control como la meteorología—. Nunca llueve a gusto de todos, ya se sabe. Además, pasas demasiado tiempo en casa y estás más pálido que un muerto; un poco de sol te sentará bien.

—La palidez está de moda, tío Matthieu —replicó de forma pueril—. ¿No lo sabías?

—Lo que está de moda en París no tiene por qué estarlo en Roma. Sal, descubre la ciudad, conoce gente. Busca trabajo.

—Vale, vale, lo haré.

—Ya que estamos aquí, debemos aprovechar las oportunidades que se nos presenten. No esperarás que te mantenga toda la vida, ¿verdad?

—Pero ¡si acabamos de llegar! ¡No hace ni un segundo que hemos entrado por la puerta!

—Pues sal por esa misma puerta y busca trabajo —insistí con una sonrisa.

No pretendía fastidiarlo, al fin y al cabo le tenía cariño, pero no quería verlo holgazanear en casa un día tras otro, confiado en que yo le traería la cena y la cerveza, mientras se le escapaba la juventud y la belleza. A veces pienso que mi generosidad ha sido perjudicial para los Thomas. Tal vez si hubiese sido menos caritativo, si me hubiese mostrado menos dispuesto a echarles una mano cuando caían, quizá alguno de ellos habría superado los veinticinco años de edad.

—Descubre el encanto de ser autosuficiente —le rogué siete años después de Emerson.

Al día siguiente me dirigí a las oficinas de la agencia ministerial para hablar con el
signor
Alfredo Cariati, el caballero que me había escrito a París invitándome a llevar a Italia cualquier conocimiento que yo pudiera atribuirme. Localizar el sitio donde trabajaba Cariati me costó lo mío, y cuando por fin di con el ruinoso edificio, ubicado en uno de los barrios menos prósperos de la ciudad antigua, me quedé de piedra. La puerta principal colgaba abierta de par en par —sin duda, el hecho de que el gozne superior hubiera perdido todos los tornillos que lo sujetaban al quicio tenía algo que ver con el asunto—, y al cruzar el umbral oí nítidamente, procedente de una oficina a mi derecha, una fuerte discusión que mantenían un hombre y una mujer en lo que para mí era una cháchara sin sentido. Como es natural, hablo un francés fluido, pero en ese momento mi conocimiento del italiano dejaba mucho que desear y pasarían unos meses antes de que me sintiera seguro con ese idioma. La inclinación natural de los nativos a hablar a toda velocidad tampoco ayudaba. Me acerqué a la puerta con intención de averiguar lo que me esperaba al otro lado y apliqué el oído a la hoja para saber de qué iba aquel alboroto. Fuera lo que fuese, parecía que la mujer tenía las de ganar; mientras seguía gritando a un ritmo de cien palabras por minuto, el tono del hombre había ido menguando de forma audible y todo lo que lograba emitir era un lánguido «sí» cuando la mujer hacía una pausa para respirar. Por su parte, la voz femenina se oía cada vez más clara, hasta que caí en la cuenta de que se había acercado a la puerta y se encontraba a pocos pasos de mí. De pronto abrió de golpe y enmudeció en mitad de una frase al verme dar un saltito hacia atrás, sonriendo como un besugo.

—Perdón —me apresuré a decir.

—¿Quién es usted? —preguntó, y se inclinó para rascarse de un modo impropio de una dama mientras yo sostenía el sombrero humildemente ante ella—. ¿Ricardo?

—No, señora, no soy Ricardo —hube de admitir.

—Entonces, ¿Pietro?

Me encogí de hombros y miré a su interlocutor, un hombre bajo y grueso que llevaba el oscuro y engominado cabello peinado con raya en medio, que se acercó a mí en actitud nerviosa.

—Cara
, por favor —dijo al tiempo que la apartaba suavemente y cruzaba el umbral; la actitud deferente de la mujer, que lucía un vestido rojo intenso, ahora que había un desconocido presente, me sorprendió. Retrocedió unos pasos y lo dejó hablar—. ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó muy sonriente, sin duda encantado de que hubiera aparecido alguien para detener la tremenda invectiva que estaba recibiendo de la mujer.

—Perdón, no quería molestar…

—Molestia ninguna —me interrumpió, dando una palmadita—, Estamos encantados de verlo. Es usted Ricardo, ¿no?

—No soy Ricardo ni Pietro —repuse encogiéndome de hombros—. Estoy buscando a…

—Ah, entonces lo ha mandado alguno de ellos.

Negué con la cabeza.

—Soy nuevo en la ciudad. Estoy buscando al
signor
Alfredo Cariati. ¿Es usted? —pregunté, con la esperanza de que no lo fuera.

—Aquí no hay ningún Cariati —replicó con desdén mientras la sonrisa desaparecía de su rostro, ya sabedor de que no estaba ante Ricardo ni Pietro, sus esperados socios—. Se ha equivocado de sitio.

—Pero es esta dirección, ¿no?

Echó un vistazo a la carta y acto seguido señaló las escaleras.

—Será el piso de arriba. No conozco a ningún Cariati, pero quizá lo encuentre ahí, es posible.

—Gracias. —Di media vuelta y me alejé.

El hombre cerró la puerta bruscamente y acto seguido la mujer reanudó su griterío. En ese momento pensé que Roma no iba a gustarme.

En la puerta del piso superior había una placa de cobre que rezaba «Oficina ministerial», y al lado una reluciente campanilla de plata. La hice sonar una vez mientras me alisaba el cabello con la mano izquierda. En esta ocasión abrió la puerta un hombre alto y delgado de pelo entrecano y nariz prominente. Me miró con cara de angustia, y el esfuerzo de preguntar «¿Qué desea?» pareció agotarlo por completo. Por un momento pensé que se desmoronaría allí mismo.

—¿Señor Cariati? —pregunté, procurando sonar franco y educado.

—Yo mismo —respondió tras soltar un suspiro, y se masajeó las sienes.

—Soy Matthieu Zéla. Recibí una carta suya sobre…

—¡Hombre, señor Zéla! —exclamó, y de repente el rostro se le iluminó; me estrechó entre sus brazos y me plantó tres besos con sus labios resecos y agrietados, primero en la mejilla izquierda, luego en la derecha y de nuevo en la izquierda—. Claro, no podía ser otro. ¡Cuánto me alegra que haya venido!

—Es difícil dar con usted —comenté mientras me hacía pasar a su despacho—. No esperaba encontrarlo en un lugar tan… —iba a decir «mísero» pero lo pensé mejor— tan informal.

—Querrá usted decir que esperaba un ministerio espléndido —sugirió con amargura—, con sirvientes por todas partes, vino y bella música interpretada por una orquesta de cuerda con los músicos encadenados entre sí en un rincón, ¿no es así?

—Bueno, tampoco es eso. Sólo que…

—Al contrario de lo que parece pensar todo el mundo, señor Zéla, Roma no es una ciudad rica. Los fondos que administra el gobierno no están para despilfarrarlos en ridículas ornamentaciones. En la actualidad, la mayor parte de los ministerios se encuentran en pequeños edificios como éste repartidos por toda la ciudad. No son perfectos, pero de este modo estamos más concentrados en nuestro trabajo que en lo que nos rodea.

—Por supuesto. —Ese punto de vista filantrópico me conmovió sinceramente—. No pretendía ofenderlo, de verdad.

—¿Le apetece una copa de vino? —preguntó para cambiar de tema.

Tomé asiento en una butaca frente a su escritorio, donde una torre de Pisa de papeles se erguía amenazadora, y respondí que tomaría lo mismo que él. Me sirvió una copa de vino con mano temblorosa y derramando unas gotas en la bandeja de la botella. Acepté la bebida con una sonrisa y el señor Cariati se sentó al otro lado de la mesa y se puso y se quitó las gafas sin dejar de observarme; aún no tenía claro si le gustaba o no mi aspecto.

—Qué raro —dijo al cabo de un momento, y negó con la cabeza—. Me esperaba a alguien mayor.

—Soy más viejo de lo que aparento.

—Por lo que oí decir de su trabajo, me imaginaba a un hombre muy distinguido.

Hice amago de protestar, pero Cariati me detuvo con un ademán.

—No quiero parecer ofensivo. Para decirlo lisa y llanamente: dada su reputación cualquiera habría pensado que se había pasado toda la vida consagrado al estudio de las artes. ¿Qué edad tiene? ¿Cuarenta años? ¿Cuarenta y uno?

—Ya me gustaría —respondí sonriendo—. Pero a lo largo de mi vida he acumulado mucha experiencia, se lo aseguro.

—Creo que debería saber —continuó Cariati— que la idea de invitarlo a Roma no surgió de mí.

—Entiendo…

—En mi humilde opinión, la administración de las artes en Italia debería estar en manos de italianos, igual que la administración de los fondos gubernamentales en Roma tendría que ser supervisada por un romano.

—¿Como usted? —pregunté educadamente.

—La verdad es que soy de Ginebra —repuso, enderezándose para tirarse suavemente de la chaqueta.

—De modo que no es usted italiano…

—Eso no significa que no tenga mis principios. Pensaría lo mismo de un extranjero que tomara decisiones de gobierno en mi país. ¿Ha leído usted a Borsieri?

—No demasiado. Algunas cosas aquí y allá. Nada importante.

—Según Borsieri, los italianos deberían abandonar sus inclinaciones artísticas y fijarse en la literatura y el arte de otras naciones para adaptarlas a su país.

—Lo que dice no me parece muy exacto —murmuré, puesto que estaba simplificando las ideas de Borsieri de forma considerable.

—Quiere convertirnos en un país de traductores, señor Zéla —continuó Cariati, dirigiéndome una mirada de incredulidad—. A Italia, el país que ha dado al mundo un Miguel Ángel, un Leonardo, los grandes escritores y artistas del Renacimiento. Y nos pide que olvidemos nuestra idiosincrasia y nos limitemos a importar ideas del resto del mundo. Lo mismo que Madame de Staël. —Tras pronunciar ese nombre escupió al suelo, acto que me sorprendió tanto que corrí la butaca hacia atrás—.
¡L'Avventure Litterarie di un Giorno!
—añadió a gritos—. Usted,
signore
, no es sino la encarnación de esa obra. Ésa es la razón de su presencia aquí. Ha venido a privarnos de nuestra cultura a fin de introducir la suya. Todo ello forma parte del imparable proceso tendiente a denigrar al italiano y desposeerlo de su autoestima y su talento natural. Así Roma se convertirá en un pequeño París.

Medité unos instantes y me planteé si valía la pena señalar la inconsistencia de su argumento. Después de todo, él mismo constituía un claro ejemplo de aquello que desaprobaba. No había nacido en Italia sino en Suiza. Sus ideas, en teoría discutibles, no merecían una defensa tan apasionada por su parte, pues en caso de ponerse en práctica habría tenido que trasladarse al otro lado de los Alpes y dedicarse a montar relojes o dirigir alguna asociación consagrada al canto tirolés. Tenía todo aquello en la punta de la lengua, pero al final opté por callar. Yo no le gustaba. Acabábamos de conocernos, pero no le había caído en gracia, de eso estaba seguro.

—Me encantaría que me hablara un poco más de mis responsabilidades —dije para cambiar de tema—. El cometido que menciona en la carta, aunque parece fascinante, no deja de ser un poco impreciso. Supongo que ahora podrá profundizar al respecto. Dígame, por ejemplo, quién es mi superior; quién me dará instrucciones; de quién son los proyectos que debo llevar a cabo.

El
signor
Cariati se reclinó en su asiento y sonrió con amargura mientras juntaba las puntas de los dedos ante la nariz, creando una figura triangular. Se tomó su tiempo antes de contestar y esperó ver mi sorpresa cuando me aclaró quién había propuesto mi nombre al gobierno de Roma y de quién iba a recibir instrucciones en adelante.

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