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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

El ladrón de tiempo (15 page)

BOOK: El ladrón de tiempo
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En la época en que conocí a James empezaba a cansarme de mi vida ociosa y buscaba nuevas inversiones. No trabajaba desde que había dejado California con Stina, en los años cincuenta, después del asunto de Buddy Rickles, y aunque el saldo de mi cuenta bancaria era más que sustancioso y los ingresos anuales podrían sufragar los gastos de una ciudad como Manchester durante un año, estaba un poco harto de mí mismo y necesitaba insuflar un poco de emoción en mi vida. Había asistido a la cena en el Guildhall a instancias de un amigo banquero que me asesoraba sobre algunas de las vías que podría tomar para volver al mundo de los negocios. Por entonces ya me había presentado a P.W. y a Alan, quienes me habían expresado su intención de fundar un canal de televisión por satélite, una idea que me atrajo desde el primer momento. Mi anterior experiencia en la televisión había sido como productor, y si bien había acabado mal, guardaba muy buenos recuerdos de esa época; ahora me interesaba el papel de directivo desvinculado de la gestión, algo parecido a lo que era Rusty Wilson en la Peacock. El concepto de transmisión vía satélite estaba a la orden del día y representaba un factor determinante a la hora de decidirme por apoyar algún proyecto. No obstante, tanto P. W. como Alan carecían de experiencia en dirigir un gran negocio, y yo rehuía ese tipo de responsabilidad y deseaba mantenerme al margen en la medida de lo posible. Tras consultarlo con mis socios, resolví, después de una pésima cena en San Paolo's, ofrecer el puesto a James.

—Vayamos al grano, James. —Al acabar de cenar, los cuatro nos habíamos desplazado al bar exterior, y en ese momento estábamos sentados en unos sofás de cuero junto a un fuego de leña con sendos puros y copas de brandy—. Tenemos una propuesta que hacerte.

—Ya lo imaginaba, caballeros. —Esbozó una sonrisa y se arrellanó en el sofá al tiempo que daba una chupada al puro, como una estrella de cine a punto de firmar un contrato multimillonario—. No pensaba que me hubieran traído aquí sólo para ver cómo me ponía morado.

Alan se estremeció, y carraspeé para no reírme.

—Los tres —dije señalando a P. W., a Alan y a mí mismo— estamos pensando en emprender un negocio y creemos que tal vez te interesaría participar.

—No tengo dinero —se apresuró a declarar, y una vez más atacó su tema favorito—: No entiendo cómo pueden pensar en mí para invertir cuando esas sanguijuelas me están…

—Espera, James —lo interrumpí—. Escucha primero nuestra oferta, es lo único que te pido. No estamos buscando inversores.

—He puesto los ahorros de toda mi vida en este negocio —declaró P. W., nervioso. Le dirigí una mirada de furia, pues odio perder el hilo de la conversación, sobre todo cuando pretendo obtener un resultado—. De modo que tiene que funcionar como sea —añadió al reparar en mi expresión, y guardó silencio.

—Estamos pensando en emprender un negocio —repetí, alzando la voz para evitar más interrupciones—. El asunto de la financiación ya está resuelto; de hecho, hemos empezado a contratar a gente. Se trata de un canal de televisión vía satélite, especializado en noticias y programas de variedades, con alguna serie estadounidense. De calidad, y para abonados, por supuesto. Y buscamos a un director gerente. Alguien que gestione el día a día, que aporte experiencia al negocio y tome decisiones en la producción, por así decirlo. Los tres queremos mantenernos al margen, aunque no desentendernos por completo, y necesitamos a alguien en quien confiar y que conozca el mundo de la comunicación actual. Alguien capaz de lograr que el canal funcione. Resumiendo, James, nos gustaría que aceptaras ese puesto.

Me recliné en el sofá sonriendo, satisfecho con mi sencilla exposición y feliz al ver la reacción de James. A medida que yo hablaba iba entusiasmándose, sobre todo al oír expresiones como «director gerente», «tome decisiones» y «mantenernos al margen». Se produjo un silencio mientras James se inclinaba con una sonrisa en los labios y se sacaba el puro de la boca.

—Caballeros —dijo al tiempo que se le iluminaban los ojos de pura dicha—, hablemos de números.

Al final, tras un ligero retoque, llegamos a un acuerdo satisfactorio para todos. James hizo una inesperada petición del cinco por ciento de los beneficios brutos en lugar de las primas, cosa que le concedí encantado por un período inicial de tres años. Al cabo de un mes llegaba al trabajo antes que las mujeres de la limpieza y se iba después que los conserjes nocturnos. A lo largo de los dos años siguientes tomó decisiones de enorme trascendencia para el canal. Aprobé varias de esas medidas, otras me produjeron algún quebradero de cabeza; pero en todos los casos se demostró que no me había equivocado al contratar a mi amigo. Incorporó un sólido equipo de presentadores y locutores, entre los que destacaba Tara Morrison —que debe muchísimo a James—, y reorganizó los horarios una y otra vez a fin de promocionar a un presentador u otro poniéndolos y sacándolos de la programación, planeada hasta el último detalle. La cuota de mercado creció considerablemente, y todos ganamos dinero. Juntos, alcanzamos el éxito.

Además, James y yo nos hicimos buenos amigos. Aunque éramos muy diferentes, nos respetábamos y disfrutábamos de nuestra mutua compañía. Sentados en la sala de juntas, nos enzarzábamos en largas discusiones, pero nunca dejamos de apreciar el punto de vista del otro y de priorizar el bien de la empresa. Una vez al mes quedábamos, a solas, para comer y tomar unas copas; en esas ocasiones conversábamos sobre política, historia y arte, pues establecimos la norma de no mencionar ningún asunto relacionado con el canal de televisión. También hablábamos de nuestras respectivas vidas. (Él era más sincero que yo, claro, pero así son la mayoría de las relaciones humanas aceptables; aparte de eso, uno tiende a ser un poco económicocon la verdad, en especial cuando no se gana nada con revelarlo todo.) James se llevaba bastante bien con P. W. y Alan, aunque no eran amigos; y era precisamente ese hecho el que me confundía más cuando me dirigía en taxi a su casa a través de la fría y brumosa madrugada de marzo. ¿Qué diablos hacía P. W. allí? ¿En qué circunstancias había muerto James? Debería haber esperado lo peor, pero no tenía ni idea de en qué podía consistir. Tras pagar al taxista y bajar del coche, me detuve unos instantes en la calle, desierta y silenciosa. La mayor parte de las casas estaban a oscuras, pero las farolas brillaban con intensidad. El piso de James también permanecía envuelto en sombras, a excepción de las ventanas del salón delantero, pues las pesadas cortinas no estaban echadas del todo y dejaban pasar un resquicio de luz. Respiré hondo y subí corriendo las escaleras.

Dos días más tarde, cuando los agotadores acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas habían quedado atrás, me senté a mi escritorio y marqué el número desconocido con cuidado. Me pareció que tardaban una eternidad en contestar, hasta que por fin alguien lo hizo a viva voz; sonaba como una joven de clase trabajadora que sostuviera alfileres entre los dientes.

—¡Doce! —chilló al auricular; enarqué una ceja sorprendido. ¿Me habría equivocado de número? ¿Se llamaba «Doce» mi interlocutora? ¿Se trataba de la grabación de un contestador automático?—. ¡Plato doce!

—¡Plato doce! —repetí, y extrañamente sonó como si diera una orden.

—¡Plato doce! —confirmó la muchacha—. ¿Quién es?

—Perdón —repuse al darme cuenta de que había una persona al otro lado de la línea—. Me gustaría hablar con Tommy DuMarqué, por favor.

—¿Quién es? —preguntó de nuevo, esta vez con desconfianza—. ¿Cómo ha conseguido este número?

—Me lo dio él, por supuesto —respondí, asombrado por su agresividad—. ¿Cómo quiere que…?

—No estará acosando a DuMarqué, ¿verdad?

Me quedé sin habla. No sabía qué decir.

—¿O es un periodista? —escupió la palabra con la aversión de quien sabe que jamás verá aparecer su propio nombre en un periódico—. En este momento Tommy está rodando —añadió con un tono menos suspicaz, como si de pronto temiera que yo fuese alguien con poder para despedirla—. No acabará hasta dentro de… ah, espere, no… aquí está. Aunque no sé si podrá ponerse al teléfono. ¿Quién es usted?

—Dígale que soy su tío Matthieu —contesté, y de pronto me sentí agotado—. Si es usted tan amable.

La joven dejó de golpe el auricular sobre una mesa y oí un murmullo de fondo y la voz de Tommy destacándose sobre las demás cuando dijo: «De verdad, no pasa nada», y luego, antes de coger el auricular: «Cinco minutos, ¿de acuerdo?»

—¿Tío Matt?

Suspiré aliviado.

—Por fin. Qué chica más desagradable. ¿Quién es?

—Nadie, una auxiliar. Olvídala. Debe de creerse que es la directora. A saber. Además, es el número privado.

—Bien, no pasa nada. Sólo quería darte las gracias por lo que hiciste la otra noche. Estoy en deuda contigo.

Tommy rió como si fuera una nimiedad, como si esa clase de cosas le ocurrieran continuamente, lo que me preocupó.

—No faltaba más, tío Matt; me has ayudado en muchas ocasiones, ¿no? Me alegro de haber podido recompensarte un poco todos tus favores.

—Admito que me remuerde la conciencia. ¿No crees que hicimos algo inmoral?

—Tonterías. —Hizo una pausa y esperé a que fuera él quien rompiera el silencio.

Me habría gustado que me tranquilizara, que me dijese que mi actuación había sido correcta y responsable. He vivido mucho tiempo y, aunque tal vez no siempre haya sido un santo, desearía pensar que, desde Dominique, jamás he hecho daño a nadie de forma intencionada, y menos a un amigo.

—Tal como yo lo veo, el tipo ya estaba muerto, de modo que no hicimos más que solucionar un problema. Nadie podía mejorar o empeorar la situación: ni tú ni yo ni cualquiera de tus siniestros amigos. Te metieron en un lío que no tenía nada que ver contigo. Deberías escoger mejor a tus amigos, tío Matt.

—No son amigos míos exactamente —señalé.

—No dejes que te remuerda la conciencia. Tú no lo mataste.

—No, supongo que tienes razón.

—Así que cálmate; ya ha pasado todo. Hemos solucionado un problema, no le des más vueltas. Olvídalo y sigamos adelante, ¿de acuerdo?

Hablaba como un personaje de su serie de televisión. Asentí, aunque no del todo convencido.

—Gracias, Tommy —concluí, consciente de que no había nada que añadir sobre ese tema. A partir de entonces me guardaría mis escrúpulos para mí—. Hablamos pronto, ¿vale?

—Espero que sí. Supongo que te alegrará saber que el cáncer de testículos está en fase de remisión. Dentro de poco me darán el alta. De modo que por lo que parece no tendré que buscar otro trabajo durante un tiempo, y menos mal, pues sólo me faltaba un problema de falta de liquidez.

—¿Qué dices? —pregunté incorporándome de un salto—. ¿Cáncer de testículos…? ¡Ah! —Solté una carcajada de alivio y me dejé caer en la silla de nuevo—. Te refieres al tipo de la serie.

—Sam.

—¡Y dale! No deberías identificarte con tu personaje.

—¿Por qué? Toda Inglaterra piensa que soy él. Ayer me atacó una loca en el supermercado y me dijo que me lo tenía merecido por ligar con Tina a espaldas de Carl. Añadió que mi problema en los cojones era un castigo de Dios.

—Un castigo de Dios, caray. —Suspiré—. La verdad es que no sé nada de esa gente. Debería ver tu serie.

—No te molestes —dijo como si diera una respuesta preparada a un periodista—. Cierto, hay en ella un retrato crudo de los barrios bajos que refleja el deterioro del tradicional entorno familiar londinense, es decir, de la memoria histórica compartida, a favor de una búsqueda de placeres y gratificaciones personales propia de la época contemporánea; así que los temas universales para explorar no escasean, pero el argumento es una mierda y en general las interpretaciones son apresuradas y repetitivas, porque no hay tiempo para ensayar y la producción exige que se hagan las menores tomas posibles. Todo el mundo lo sabe.

Me quedé en silencio, impresionado.

—¿Qué has dicho? —pregunté al fin; no podía creer que mi sobrino drogadicto y juerguista hubiera sido capaz de soltar toda esa parrafada—. ¿Qué acabas de decir?

—Olvídalo. No es más que una serie de televisión —adujo entre risas—. Sólo es ficción; pura invención. —Vaciló un instante y esperó por si yo tenía algo que añadir. Pero ¿qué podía decir después de eso?—. Nos vemos, tío Matt —añadió, y acto seguido colgó.

Permanecí unos instantes con el auricular en la mano, escuchando el tono, y después lo coloqué en su base; cerré los ojos e hice memoria. No había duda: ésa era la primera vez que un Thomas me ayudaba. Y había que admitir que no era desagradable del todo.

P. W. abrió la puerta y me agarró por los hombros con dramatismo. El cabello, que normalmente llevaba peinado y pegado al cráneo para tapar la calva, le caía en mechones como una cortina por encima de la oreja izquierda. No estaba muy atractivo que digamos. Llevaba una camisa azul pálido, con sendas manchas de sudor en las axilas, e iba descalzo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó con ansiedad; me arrastró hacia el interior y se apresuró a cerrar la puerta—. No sé cómo ha podido ocurrir una cosa así. Estábamos… sólo estábamos…

—Cálmate. —Me llegó una tufarada de alcohol, y retrocedí—. Dios santo, ¿cuánto has bebido esta noche?

—Mucho. Demasiado. Pero ahora estoy sobrio, te lo juro.

Era verdad. Parecía el hombre más sobrio del país, pero estaba muy pálido y temblaba. Me dirigí hacia la puerta del salón e iba a accionar el pomo cuando me cogió la mano y me detuvo. Lo miré.

—Antes de entrar —dijo atropelladamente— quiero que sepas que no ha sido culpa mía. Te lo juro.

Asentí, sobrecogido. Me aterraba lo que podía haber al otro lado de la puerta. Cuando al fin entré, la escena que encontré, aunque era tan terrible como había imaginado, poseía al mismo tiempo un aspecto familiar. James se hallaba sentado en el suelo, completamente vestido, con la espalda apoyada contra el sillón, las piernas ligeramente separadas y una gran copa de whisky entre ellas. Tenía los brazos extendidos a los costados con las palmas hacia arriba; los ojos, abiertos como platos, miraban a la pared de enfrente. Aunque enseguida supe que estaba muerto, instintivamente eché un vistazo al otro lado de la habitación, para ver a quién estaba mirando. Allí, envuelta en sombras, acurrucada en un sofá y con una copa de whisky como única compañía, había una joven que no tendría más de dieciocho años. Tiritaba con violencia y se abrazaba el cuerpo con los ojos fijos en James; sus miradas se cruzaban como si estuvieran enzarzados en una lucha sin sentido.

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