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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

El ladrón de tiempo (13 page)

BOOK: El ladrón de tiempo
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—El que sea necesario. Todavía no sé en qué consiste vuestro encargo, Santidad. Quizá si vos…

—Me gustaría hacer tantas cosas… —De pronto se dirigió a mí como si estuviera hablando a un concilio de cardenales—. Sabrás por los periódicos que me acusan de promover ciertas reformas. Tarde o temprano pretenderán involucrarme en la guerra con Austria y, sinceramente, las consecuencias políticas del asunto no me hacen ninguna gracia. Pero también quiero crear algo de lo que estar orgulloso. Aquí, en Roma. Algo que el ciudadano corriente pueda visitar, disfrutar y celebrar. Algo que sacuda a la ciudad. Quiero que Roma vuelva a sentirse viva. La gente es más feliz si su ciudad posee un centro de interés. ¿Has estado en Milán o en Nápoles?

—La verdad es que no.

—Milán tiene el gran teatro de la ópera, la Scala; en Nápoles está el San Carlo. Incluso la pequeña ciudad de Venecia posee La Fenice. Mi intención es construir un teatro aquí, en Roma, capaz de rivalizar con esas maravillas y que traiga de nuevo un poco de cultura a la ciudad. Y ésa es la razón por la que te he mandado llamar. Asentí lentamente con la cabeza y bebí un trago de vino.

—No soy arquitecto —dije tras una pausa.

—Ya lo sé; eres administrador —repuso, y, señalándome con el dedo, añadió—: Me han hablado de la labor que desempeñaste en París; la gente se deshace en elogios al hablar de ti. Tengo amigos en todas las ciudades de Europa, y más lejos, y estoy bien informado. Dispongo de cierta cantidad de fondos y, dado i|iie carezco del tiempo y el talento para buscar a los mejores artistas y arquitectos italianos, he pensado encargarte a ti ese trabajo. A cambio de una generosa recompensa, por supuesto.

—¿Cómo de generosa? —inquirí con una sonrisa.

Por más que se tratase del papa, pero entonces yo todavía era joven y tenía que trabajar para ganarme la vida. Mencionó una suma más que cuantiosa y señaló que recibiría la mitad al inicio del proyecto y el resto en sucesivos pagos que se efectuarían durante la construcción del teatro, que duraría alrededor de I res años.

—Bueno —dijo al cabo de un rato, sonriendo—, ¿puedo contar con tu aprobación? ¿Aceptas mi encargo de construir el teatro de la ópera de Roma? ¿Qué me dices,
signor
Zéla? La decisión es tuya.

¿Qué podía decir? Ya me habían advertido que no se me ocurriera llevarle la contraria.

—Acepto.

Ese verano mi idilio con Sabella llegó a su punto culminante, (untos asistíamos a fiestas, al teatro y a conciertos de salón. Nos dedicaron una crónica en un periódico de la corte y todas las miradas estaban puestas en Sabella, una belleza de orígenes inciertos y talento envidiable que había aparecido en la sociedad romana de repente. Nos convertimos en amantes cuando la ciudad se sumió en el calor abrasador del verano y los jóvenes empezaron a abandonarla discretamente rumbo a la guerra con Austria, de la que Pío IX se mantenía al margen. Corrían rumores de que había estallado una insurrección y que el mismo papa había tenido que abandonar la ciudad; los comentaristas estaban divididos entre los que pensaban que el pontífice debía involucrarse en el motín —y en consecuencia involucrar a la Santa Sede— y los que no.

La situación no despertaba el menor interés en mí. Hacía décadas que no vivía una guerra y en ese momento sólo deseaba disfrutar de Roma, de Sabella y de mi encargo. Desde que acepté construir la ópera de Roma me convertí en un hombre acaudalado y, aunque me propuse vivir bien conforme a mis posibilidades, pronto descubrí que en ocasiones éstas tendían al despilfarro.

Sabella estaba encantada con mi compañía y aprovechaba cualquier oportunidad para declarar lo mucho que me amaba. Al poco tiempo de nuestro primer encuentro ya estaba diciéndome que era el hombre de su vida, el único amor verdadero que había tenido desde su juventud, y que se había enamorado de mí aquella primera tarde en casa del conde de Jorvé y de su hija sin oído musical.

—A los diecisiete años tuve una relación con un joven granjero de Nápoles —me contó—. No era más que un niño; habría cumplido dieciocho o tal vez diecinueve. Lo nuestro apenas duró, pues al poco el muchacho se prometió con otra. Me rompió el corazón. Unas semanas después abandoné el pueblo, pero nunca lo he olvidado. Nuestra relación fue breve, tal vez no durara más de un mes, pero la impresión que me dejó pervive. Pensaba que nunca me recuperaría.

—Sé de lo que hablas —afirmé, pero me abstuve de entrar en detalles.

—Más tarde descubrí que se me daba bien cantar y que podía ganar un poco de dinero viajando y actuando en los pueblos de la costa. Una canción me llevó a otra, y a otra, y pronto empezaron a lloverme los contratos. Así fue como llegué a Roma y te conocí.

Sabella me gustaba mucho, pero no estaba enamorado de ella. Sin embargo, nos casamos al cabo de poco tiempo, casi por casualidad. Tras acompañarme a visitar al papa aseguró que se sentía más católica que nunca y que no volvería a acostarse conmigo hasta que contrajéramos matrimonio. Al principio dudé —en los últimos cincuenta años el matrimonio no me había reportado ninguna alegría— y hasta me planteé romper la relación, pero en cuanto le insinuaba mis intenciones, Sabella sufría un desagradable ataque de histeria. Esos repentinos e inexplicables estallidos de rabia se veían recompensados por los gestos de afecto que me prodigaba en la intimidad, de ahí que al final aceptara volver a casarme. A diferencia de algunas de mis otras bodas, decidimos celebrar una ceremonia sencilla en una pequeña capilla; sólo asistieron al evento Thomas y su nueva amante, una joven de cabello oscuro llamada Marita, en calidad de testigos.

En lugar de emprender el viaje de novios, volvimos a nuestros aposentos, donde Sabella se me entregó como si fuera la primera vez. Thomas se mudó a otro piso y se prometió con Marita, si bien aseguró que aún tardaría en casarse, pues no estaba preparado, y así nos quedamos solos al fin, si bien no por mucho tiempo. Una vez más, aunque sin comerlo ni beberlo, era un hombre casado.

Tras una fase inicial de concurso, contraté a un arquitecto llamado Girno para diseñar el teatro, y en el verano de 1848 ya pudo enseñarme algunos planos. Constituían unos bocetos de lo que parecía un gran anfiteatro con un enorme escenario. La platea tenía capacidad para ochenta y dos filas de butacas de cara a la orquesta, y los lados estaban ocupados por cuatro pisos de palcos —un total de setenta y dos—, cada uno de los cuales podía acoger a ocho personas sentadas cómodamente, o doce apretadas. Al correr el telón se vería estampado el sello del papa Pío IX. Eso me pareció un tanto adulador, de manera que le pedí que pensase otra cosa, como representar a los gemelos fundadores de la ciudad, Rómulo y Remo, separados durante la función y unidos antes y después. Girno era un hombre inteligente y estaba encantado de participar en un proyecto tan ambicioso, aunque estuviera en ciernes y acabase en nada.

Poco antes de nuestra llegada a la ciudad, y a lo largo del año, los levantamientos habían ido encarnizándose, y todas las mañanas leía los periódicos para informarme sobre los disturbios. Una de esas mañanas, mientras tomaba café tranquilamente en una terraza cerca de la plaza de San Pedro, leí una noticia que me sorprendió. Cuatro dirigentes italianos —Fernando II, Leopoldo de la Toscana, Carlos Alberto y Pío IX— habían promulgado sendas constituciones a fin de pacificar a la población y prevenir futuras insurrecciones, visto que la revolución de Palermo de enero había causado tantas dificultades. Los disturbios, promovidos por los elementos más radicales de la sociedad, continuaron por todo el país, amenazando a los gobiernos conservadores. Los periodistas italianos se mostraban minuciosos al describir cómo Carlos Alberto había declarado la guerra a Austria desde Lombardia. A continuación, el país fue devastado debido a la decisión papal de no apoyar a sus compatriotas, un paso que podría haber «unificado» Italia contra el enemigo común. En lugar de eso denunció la guerra, gesto que fortaleció la posición austriaca y condujo a la derrota final de Lombardia. Más tarde lo responsabilizarían de ese fracaso.

—No es que discrepe del punto de vista lombardo —declaró el papa en una de las frecuentes reuniones que manteníamos por entonces. Me había convertido en una especie de confidente y no era raro que tocase esos temas en mi presencia—. Al contrario, particularmente me preocupan más las amenazas imperialistas de Austria, aunque creo que suponen un peligro menor para Roma que para cualquier otro lugar. Pero lo más importante es que el papa no apoya la causa de un nacionalista en un asunto que podría conducir a la destrucción de los Estados italianos tal como los conocemos.

—¿Estáis en contra de la unificación? —pregunté sorprendido.

—Me opongo a la idea de un gobierno central. Cuando todos los Estados unen sus fuerzas, Italia es un país grande. Si hubiera unificación sólo seríamos diversos elementos dentro de un todo mayor, y a saber quién gobernaría o qué sería de Italia.

—Quizá se convirtiese en un país poderoso —sugerí.

El papa soltó una carcajada.

—Qué poco conoces Italia, hijo. Ante ti no tienes sino un país gobernado por hombres que se consideran los descendientes naturales de Rómulo y Remo. Todos y cada uno de estos presuntos dirigentes nacionalistas pretenden unificar el país para erigirse en soberanos. Algunos hasta han sugerido que yo sea el rey —añadió pensativo.

—Un nombramiento que no deseáis —señalé como si tal cosa. Observé su reacción: se encogió de hombros, hizo un ademán de desdén y cambió de tema.

—Mantendré la independencia de Roma —declaró al fin, subrayando cada una de sus palabras con golpecitos del dedo índice sobre el brazo de la butaca—. En mi opinión no hay nada más importante. No permitiré que desaparezca en favor de un inútil y absolutamente inviable ideal de unidad política. Llevamos aquí demasiado tiempo para contemplar impasibles cómo los mismos italianos, por no hablar de los invasores austríacos, conducen la Ciudad de Dios al desastre.

Imaginé que con el plural se refería a la larga lista de pontífices a la que su propio nombre se había sumado recientemente.

—No sigo vuestro razonamiento —dije, irritado por esa muestra de arrogancia y olvidando por un instante todos los consejos recibidos antes de mi primera entrevista con él—. Si vos consideráis…

—¡Basta! —bramó al tiempo que se ponía de pie, el rostro púrpura de ira. Se acercó a la ventana—. Limítate a construir el teatro de la ópera y déjame gobernar mi ciudad como considere apropiado.

—Perdonadme, no era mi intención molestaros —me disculpé tras un largo silencio.

Me levanté y me dirigí a la puerta. No se volvió para mirarme ni para despedirse, y así, la última imagen que conservo de él es la de un hombre de espaldas, un poco inclinado y apoyado en una ventana estrecha que dominaba la plaza de San Pedro, donde la gente —su gente— se preparaba para la tormenta que se avecinaba.

Los acontecimientos del 11 y el 12 de noviembre de 1848 siguen pareciéndome un tanto increíbles, incluso después de ciento cincuenta y un años. Una tarde Sabella volvió antes de lo habitual acasa; se la veía muy nerviosa y era incapaz de contestar a las preguntas más simples.

—Cariño —dije antes de acercarme para abrazarla. La noté rígida y al apartarme un poco me sorprendió la palidez de su rostro—. Sabella, cualquiera diría que has visto un fantasma. ¿Qué ocurre?

—Nada —respondió; retrocedió y se pellizcó las mejillas para darse un poco de color—. No puedo quedarme. Tengo que salir de nuevo. Volveré más tarde.

—Pero ¿adónde vas? No puedes salir en este estado.

—Estoy bien, Matthieu, de verdad. Es que he de encontrar mi… —Llamaron a la puerta con violencia y Sabella dio un respingo, con el rostro demudado—. Oh, Dios mío. No abras.

—¿Que no abra? ¿Por qué? Seguramente es Thomas, que viene por sus…

—No, Matthieu. Te lo pido por favor.

Pero ya era demasiado tarde. Cuando acabó de pronunciar esas palabras, yo había abierto la puerta y tenía ante mí a un hombre de mediana edad vestido con uniforme de oficial piamontés. Lucía un gran mostacho que pareció curvarse hacia sus labios. Me miró de arriba abajo.

—¿Qué desea, caballero? —pregunté amablemente.

—Al parecer usted y yo deseamos lo mismo —replicó, y cruzó el umbral impetuosamente al tiempo que llevaba la mano a la empuñadura de su espada envainada—; salvo que no es suyo.

Miré a Sabella, que, junto a la ventana, se mecía en un balancín y gemía de desesperación.

—¿Quién es usted? —pregunté desconcertado.

—¿Que quién soy? —bramó—. Dígame mejor quién es usted, señor.

—Matthieu Zéla. Y ésta es mi casa, de modo que le agradecería que se comporte con…

—Y esa mujer… —me interrumpió señalando con brusquedad a Sabella—. No la llamaré señora, porque no lo es. ¿Quién es ésa, si no le importa que se lo pregunte?

—Mi mujer —respondí, bastante enfadado—. ¡Y exijo que la trate con respeto!

—¡Ja! Pues le propongo un acertijo. ¿Cómo puede ser su mujer cuando ya está casada conmigo? ¿Eh? ¿Qué me contesta a eso? Usted, don elegantón —añadió de forma incongruente.

—¿Casada con usted? —pregunté estupefacto—. No sea ridículo. Ella…

Podría seguir describiendo la escena y reproducirla frase por frase, confesión tras confesión, hasta llegar a su lógica conclusión, pero todo sonaría a farsa. Baste decir que mi supuesta esposa, Sabella Donato, había olvidado informarme que en el momento de nuestras nupcias ya tenía un marido, que no era otro que aquel zopenco allí presente, de nombre Marco Lanzoni. Se había casado con él hacía diez años, poco antes de convertirse en una celebridad, e inmediatamente después de la boda Lanzoni se había alistado en el ejército a fin de ganar el dinero suficiente para que el matrimonio tuviese un futuro holgado. Cuando Lanzoni regresó al pueblo, Sabella había desaparecido llevándose consigo gran parte de las pertenencias de su marido, con las que había financiado sus primeras aventuras por Italia. Después de una larga e infructuosa búsqueda, Lanzoni al fin dio con ella en Roma, y ahora venía a reclamarla. Sin embargo, no había contado con la eventualidad de que hubiese otro marido. Como hombre violento que era, enseguida me pidió una satisfacción y me desafió a batirnos en duelo a la mañana siguiente, lo cual me vi obligado a aceptar para que no me tildaran de cobarde. Cuando se hubo marchado, me enzarcé con mi «mujer» en una riña espantosa, perlada de lágrimas y recriminaciones. Nuestra farsa de boda se había celebrado únicamente debido a su autoengaño y su inclinación a enterrar el pasado. Y ahora quien iba a pagar los platos rotos era yo. Lo que no había logrado el paso del tiempo lo conseguiría la espada de Lanzoni.

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