—No.
—¿Ha trabajado alguna vez en televisión?
—No que yo sepa.
—¿Ha trabajado alguna vez en su vida?
—Sí, trabajaba en el mundo del arte. Y siempre ha mostrado mucho interés por el programa de Martin —repuse, sin saber por qué me estaba justificando ante Caroline.
—Por su cuenta bancaria, querrás decir. Y por adonde podía llevarla su marido. Conque productora, ¿eh? —se mofó—. ¡Hasta los gatos quieren zapatos!
Rodeé el escritorio hasta situarme frente a ella y me senté en el borde. Le lancé una mirada airada.
—¿Has olvidado nuestra primera conversación? ¿No recuerdas cuánto te esforzaste para convencerme de que te diera el cargo más alto de la organización a pesar de que carecías de experiencia en el sector?
—Tenía años de experiencia como gerente…
—¡Vendiendo discos! —perdí los estribos, algo impropio de mí—. No tiene nada que ver, querida. No sé si cuando te sientas ahí fuera a sintonizar emisoras de todo el mundo has advertido que nosotros no vendemos discos ni libros ni ropa ni equipos de música ni posters de ídolos púberes del pop. Somos una emisora de televisión. Producimos espectáculos televisivos para masas. Cuando empezaste a trabajar aquí no sabías nada de este mundo, ¿verdad?
—No, pero he…
—Me pediste que te diera una oportunidad y accedí. En cambio, te niegas a pagar con la misma moneda a otra persona. ¿Te parece justo? ¿No hay una parábola sobre eso en la Biblia?
Negó con la cabeza y se mordió el labio inferior.
—Espera un momento —dijo por fin—. ¿Qué me estás diciendo? —Me lanzó una mirada de consternación—. Supongo que no habrás… No me estarás diciendo que has despedido a Martin y has contratado a su mujer, ¿verdad? Por favor, Matthieu, no me digas que he acertado.
Sonreí y enarqué una ceja. Dejé que la incertidumbre la torturase un instante.
—Por el amor de Dios —rogó—, ¿cómo diablos vamos a…?
—Claro que no la he contratado —la interrumpí, temiendo que el volcán entrase en erupción y la lava cayese sobre mí—. Créeme, jamás daría trabajo a alguien sin experiencia. A lo sumo a un ayudante, pero nada más. Para desempeñar una tarea de esa responsabilidad debes saber lo que tienes entre manos.
Caroline hizo una mueca de desdén. Me acerqué a la ventana y me quedé contemplando la calle, hasta que la oí marcharse con su enérgico taconeo.
Jack y yo nos turnábamos para trabajar los fines de semana en Cageley House. La jornada se hacía entonces más larga, pues uno solo debía asumir todas las tareas, pero valía la pena porque cada quince días disfrutaba de dos de descanso. Uno de esos sábados que libraba estaba holgazaneando en casa de los Amberton y jugando a las cartas con mi hermano pequeño —me aburría tanto que casi tenía ganas de volver a la cuadra—, cuando la señora Amberton me pidió que la acompañara de compras a la aldea.
—Quiero llenar la despensa —dijo mientras trajinaba por la cocina mascando tabaco; al pasar por delante de la escupidera arrojó un salivazo amarillento—. Y sola no puedo. El señor Amberton vuelve a estar acatarrado, de modo que será mejor que vengas a echarme una mano.
Acepté. Acabé la partida y me preparé para salir. No me importaba; los Amberton casi nunca me pedían ayuda, y se habían portado maravillosamente con Thomas y conmigo. Trataban a mi hermano como si fuera su propio hijo; Thomas había resultado un buen estudiante en la escuela, y yo parecía caerles en gracia. Durante los meses posteriores a la cacería y la muerte de la yegua, habían cambiado pocas cosas en Cageley, salvo el liecho de que Nat Pepys pasaba cada vez más fines de semana en la casa, a tal punto que no había viernes que no viéramos su figura menuda y encorvada galopando por el camino de entrada al anochecer.
—Algo trama —dijo Jack en una ocasión—. Seguramente cree que el viejo está a punto de palmarla y quiera asegurarse de que le toca una buena tajada del pastel.
Yo no estaba tan seguro; desde el percance del caballo apenas nos habíamos dirigido la palabra. Creo que se dio cuenta de que su cobardía no me había pasado inadvertida y le creaba inseguridad sentirse humillado ante un simple subordinado. Cuando nos encontrábamos ni siquiera nos mirábamos. Yo me ocupaba de sus caballos y él de sus asuntos, y de ese modo coexistíamos tranquilamente.
Ese sábado en particular, cuando al fin había pasado la última ola de frío, el pueblo amaneció iluminado por una luz cálida y dorada que sacó a todos los vecinos de sus escondrijos, parpadeando al sol. Revoloteaban por las pocas tiendas que había en el lugar charlando animadamente. La señora Amberton saludaba a todo el mundo por su apellido. De pronto pensé que todas esas gentes, que se conocían tan bien entre ellas, jamás utilizaban su nombre de pila, sino que preferían tratarse de «señor» o «señora». Nos deteníamos a hablar con algunos vecinos, ya fuera del tiempo o de lo que vestía cada cual. De repente me sentí como si fuera hijo de la señora Amberton, andando a su paso y deteniéndome a su lado cuando se ponía a charlar con alguien, ocasiones en que debía esperar pacientemente y en silencio a que terminara la conversación. Al cabo de un rato empecé a hartarme y deseé que se diera prisa y acabásemos las compras de una vez. La vida de aldea empezaba a perder su atractivo.
Mientras estábamos en una esquina hablando con la señora Henchley, que había perdido a su marido el duro invierno anterior a causa de una pleuresía, vi algo que me encendió la sangre. Mientras la señora Amberton y la señora Henchley cotorreaban dándose golpecitos en los brazos de vez en cuando y recordaban con cariño al difunto señor Henchley, divisé a Dominique bajo el toldo de un salón de té hablando con un joven que llevaba una pierna escayolada. Lucía un vestido muy elegante que hasta entonces no había visto y un sombrero del que escapaban unos tirabuzones en apariencia peinados para la ocasión. Hablaban animadamente, y Dominique se echaba a reírde vez en cuando y se llevaba la mano a la boca con una elegancia afectada que sin duda había aprendido en Cageley House. Me volví para mirar a la señora Amberton, que para entonces se había olvidado de mi presencia, tan ocupada estaban ella y su amiga en desmenuzar al finado. Caminé en dirección a Dominique arrastrando los pies, con los ojos entornados por el sol.
Miró varias veces en mi dirección, o eso me pareció, antes de reconocerme. Entonces dejó de reírse de golpe y se puso tensa. A continuación soltó una tosecita y dirigió unas palabras a su acompañante antes de señalarme con un gesto de la cabeza. El hombre se volvió para mirarme y de pronto me encontré con los ojos de Nat Pepys, a quien creía en Londres, pues el viernes anterior por la tarde no había aparecido por Cageley House.
—Hola, Dominique —la saludé con una cortés inclinación de la cabeza. Era consciente del contraste entre ellos, que iban muy arreglados, y yo, que llevaba la ropa sucia y no me había bañado en un par de días, aparte de que mi pelo estaba pidiendo a gritos corte y lavado—. Anoche te echamos de menos —comenté por decir algo.
Los fines de semana Dominique solía cenar en casa de los Amberton, pero la noche anterior no había aparecido.
—Lo siento, Matthieu —respondió en tono cordial—. Tenía otros planes y no me acordé de avisaros. —Señaló a Nat con la cabeza y añadió—: Os conocéis, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Nat sonriendo de oreja a oreja como si hubiera corrido un tupido velo sobre nuestro pasado—. ¿Cómo estás, Zulu?
—Me llamo Zéla —dije apretando los dientes—. Matthieu Zéla.
—Claro, sí. —Nat asintió, como si hiciera un esfuerzo por aprender mi nombre, cuando estoy seguro de que lo sabía de memoria—. Es culpa del maldito francés. No hay manera de que se me quede. Mi hermano David sí que sabe, y no sólo francés, sino también italiano, latín, griego… Habla de todo.
Sacudí la cabeza con brusquedad y miré la pierna escayolada y el recio bastón de caoba en que se apoyaba.
—¿Qué le ha pasado? —inquirí, resistiéndome a tutearlo y llamarlo por su nombre, pues no tenía el valor de Jack Holby, aunque compartía su opinión sobre ese niñato mimado—. ¿Ha tenido un accidente?
Soltó una carcajada.
—Me ocurrió una cosa de lo más absurda, Zéla —dijo, poniendo cuidado en pronunciar bien mi apellido—. Me caí de la escalera de mano cuando intentaba colocar unas lámparas en el techo de mi casa de Londres. No estaba a mucha altura, pero caí mal y me rompí un hueso. Por suerte no es nada grave, pero debo llevar la escayola unas semanas.
—Ah. Entonces había alguien para echarle una mano —dije. Al ver que me dirigía una mirada socarrona y ladeaba la cabeza, añadí—: Me refiero a cuando se cayó, ¿hubo alguien que le echó una mano?
«No te abandonaron a tu suerte, ¿eh?», pensé. Nat esbozó una débil sonrisa y me pareció que sus ojos azules se ensombrecían mientras trataba de dilucidar si le estaba faltando al respeto o sólo hablaba por hablar.
—No estaba solo, en efecto, había varios criados en casa. Te seré franco. —Hizo una pausa y, vocalizando con cuidado, agregó—: Si no os tuviera a vosotros para satisfacer todos mis deseos y necesidades, estaría totalmente perdido, ¿entiendes?
Sus ofensivas palabras quedaron suspendidas en el aire. Me sentí humillado, y también lo pareció Dominique, que miró al suelo incómoda, con las mejillas sonrojadas mientras esperábamos que alguno de los tres rompiera el silencio.
—Ahora entiendo por qué ayer no lo vi montar a caballo —dije para recordarle nuestro percance, pero sin aludir a él directamente.
—Viajé en carruaje —repuso en tono titubeante— y llegué a altas horas de la noche.
—Tardará en volver a montar, ¿eh? —comenté al tiempo que le señalaba la pierna—. Es una suerte que no tratemos igual a los seres humanos heridos que a los animales, ¿verdad?
Otro silencio.
—¿Qué quieres decir? —farfulló al fin con desprecio.
—Bueno —sonreí—, si fuera un caballo y se hubiera lastimado así, tendríamos que pegarle un tiro, ¿no? Al menos eso haría yo.
Dominique me miró y negó lentamente con la cabeza. Por su expresión —que habría esperado de admiración por mi habilidad para insultar a Nat, aunque fuera dando un rodeo—, deduje que estaba enfadada, como si le fastidiara presenciar nuestras disputas de crios. Tragué saliva y sentí que me ruborizaba mientras esperaba que alguno de los dos dijera algo. Finalmente fue Nat quien rompió el silencio.
—Qué listo es este hermano tuyo, Dominique.
Ella alzó la cabeza y me miró, como disculpándose por la parte que le correspondía en ese tenso careo, aunque no tomara partido por mí.
—Nunca olvida nada —añadió Nat. Resopló y cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra apoyándose en el bastón—. Aunque a veces conviene olvidar. ¿Puedes imaginar el problema que supondría que recordásemos todas y cada una de las tonterías que nos ocurren?
Una señora Amberton jadeante escogió ese momento para materializarse a mi lado. Miraba embobada y boquiabierta a Nat Pepys, como si de una aparición se tratase. No lo conocía pero sabía quién era, vaya si lo sabía. Si él se lo hubiera ordenado, se habría arrodillado gustosa a sus pies y le habría limpiado los zapatos con la lengua.
—Es la señora Amberton, mi casera —la presenté tras un instante de duda—. Y él es Nat Pepys, el hijo menor del patrón.
—Encantado —dijo Nat al tiempo que me lanzaba una mirada asesina por cómo lo había definido—. Tengo que irme. Adiós, Dominique, nos vemos en casa —agregó en voz baja, aunque no tanto—. Zulu, señora Amberton —concluyó, y se alejó renqueando.
—Qué joven más agradable —comentó la señora Amberton observándolo con ojos brillantes—. ¡Verás cuando le cuente al señor Amberton con quién he estado hablando!
Clavé los ojos en Dominique, que no sólo no evitó mi mirada, sino que enarcó una ceja con expresión arrogante, como si dijera: «¿Y a ti qué te pasa?»
Jack estaba sentado en el suelo y apoyado contra un árbol, muy concentrado en tallar con un cuchillo una pesada pieza de madera que sostenía en el regazo. Me acerqué a él silenciosamente, para no asustarlo, y lo observé trabajar sin levantar la vista mientras la hoja hendía la madera aquí y allá, creando una figura que todavía me resultaba imposible identificar. Esperé a que hiciera una pausa y, cuando levantó la pieza para observarla a la luz y soplar el polvo, eché a andar con las manos a la espalda haciendo aspavientos para que me oyera.
—¡Eh, hola! —exclamó entornando los ojos a causa del sol—. ¿Qué haces por aquí?
Mostré el par de botellas de cerveza que llevaba en las manos, las entrechoqué en el aire, hice una mueca de borracho y sonreí. Jack soltó una carcajada, depositó la pieza de madera y el cuchillo en el suelo y negó con la cabeza.
—Matthieu Zéla —dijo—, conque robando en la despensa de sir Alfred, ¿eh? Te he enseñado muy bien, ¿verdad, granuja? —Agradecido, cogió una botella y, sujetándola con una mano y presionando con el pulgar, la abrió con un movimiento ágil y despreocupado que produjo un chasquido.
—Veo que Nat vuelve a estar aquí —comenté tras beber un trago de cerveza, mientras notaba la refrescante sensación del líquido—. ¿Crees una palabra de la historia esa que cuenta de su accidente con las lámparas?
Jack se encogió de hombros.
—Cuando la contó apenas le presté atención. Tenía tantas ganas de explicármela, y ahora que se que también a ti te la explicó, que no me creo una palabra. A saber lo que le ocurrió en realidad. —Gimió y se observó la mano: mientras hablaba había dejado la botella en el suelo y empezado a tallar la madera otra vez, y sin querer se había hecho un corte en la punta del dedo. Empezó a sangrar, pero apretó el pulgar sobre la herida para detener la hemorragia—. ¿Has visto el mar alguna vez, Matthieu?
—¿El mar?
—Sí, el mar. ¿Por qué te extraña que lo pregunte? ¿Lo has visto o no?
—Claro que lo he visto. Primero navegamos de Francia a Inglaterra y después vivimos un año en Dover, ¿no te acuerdas de que te lo conté?
Suspiró al recordar las historias que le había explicado sobre mi vida en París y mis primeros meses en Inglaterra.
—Ya. Es que nunca he visto el mar, aunque he oído hablar de él muchas veces. ¡El mar, las playas…! Tampoco sé nadar.
Me encogí de hombros. Yo tampoco sabía mucho.
—Me encantaría ver el mar —concluyó.
Bebí otro largo sorbo y miré a la lejanía. Los terrenos de Cageley House se extendían ante nosotros; no había nada bajo el sol excepto hierba húmeda y brillante. Oí los relinchos de los caballos en sus potreros y alguna que otra carcajada procedente de la parte trasera de la casa, donde los criados sacudían las alfombras en el aire estival. Me inundó una sensación de felicidad y calidez tal que estuve a punto de echarme a llorar. Miré a mi amigo, que apoyaba la cabeza contra el tronco. Con una mano se apartó el dorado cabello de la frente y permaneció con los ojos cerrados y moviendo los labios en silencio.