—Vaya, pues no entiendo por qué tenías que mentirnos —dijo al cabo la señora Amberton, reacia a abandonar su posición de autoridad moral. Aunque su tono de justa indignación había desaparecido, seguía decepcionada—. Pero supongo que al final todo se arreglará.
—¿Que se arreglará, dice? —inquirí asombrado—. ¿Cómo podría arreglarse? Piense que por culpa de ese incidente Jack Holby está preso y todo su porvenir se ha malogrado. ¡Tenía tantos planes para el futuro, señora Amberton! Pensaba dejar Cageley pronto.
—Pues ahora no podrá ir a ninguna parte durante una buena temporada —replicó, y se removió con un dedo el cartílago que tenía entre sus dos incisivos, los únicos dientes que conservaba en la mandíbula superior—. Le echarán cinco años, y cuando salga de la cárcel no encontrará trabajo. Pero ya puede considerarse afortunado por no haber matado a Nat, pues en ese caso habría ido directo a la horca.
—¡A eso me refiero! —protesté. Su falta de compasión por la triste suerte de mi amigo me descorazonaba y enfurecía, a tal punto que tenía ganas de levantarme y lanzar la vajilla al suelo para que comprendieran cómo me sentía—. El engaño… Si no hubiéramos mentido nada de esto habría sucedido. Dominique y yo habríamos arreglado nuestra relación y la gente se habría enterado de lo nuestro. Y Nat Pepys no nos habría preocupado. Tal como se han desarrollado los acontecimientos, Jack ha acabado con sus huesos en la cárcel por mi culpa. ¡Es mi amigo! —insistí.
Seguía asombrado del sacrificio que había hecho Jack por nuestra amistad. A decir verdad, en los dos siglos y medio que me ha tocado vivir jamás he presenciado un acto más desinteresado; su recuerdo me ha hecho valorar la amistad como pocas cosas en este mundo. Desde entonces siempre he creído en la importancia de la lealtad. Existen pocas experiencias más maravillosas que la amistad, de ahí que traicionarla constituya una de las peores vilezas. Un amigo de verdad es una rareza, y quizá por ello muchas veces llamamos amigo a alguien por el mero hecho de pasar mucho tiempo en su compañía.
—Siempre pensé que entre Dominique y tú había algo raro —intervino Amberton—. Me fijé en cómo la mirabas; no del modo en que un chico miraría a su hermana —musitó, pero apenas lo oí, pues su mujer lo interrumpió, y lo que dijo me perturbó tanto que me levanté de un brinco.
—Bueno, la verdad es que nunca me ha gustado esa chica —afirmó y, al observar la reacción que sus palabras provocaban en mí, añadió—: No me mires así, Matthieu. Lo digo como lo siento. No me fío de ella, qué quieres que te diga. Mira cómo nos paga todo lo que hemos hecho por ella; la hemos traído a vivir aquí, hemos dado un techo a sus hermanos (ah, bueno, no sois sus hermanos, pero ya me entiendes), y ella como si nada. Últimamente ni siquiera nos visita. Y cuando me encuentra en la calle sólo me dirige la palabra por cortesía, deseosa de seguir su camino cuanto antes.
—¡Por el amor de Dios, señora Amberton! —exclamé.
—No, déjame acabar —me interrumpió levantando una mano—. Si quieres saber mi opinión, te diré que no ha hecho otra cosa que esperar sentada a que sucediera lo que tenía que suceder. Por lo que me has contado, parecía alentar las insinuaciones del señor Pepys.
—A ella Nat le importa un bledo.
—Es a él a quien le importa un pepino, entérate de una vez, pues hará una buena boda, aunque no con ella. Pero la chica es lista, claro que sí. Por el momento ha conseguido tener a todo el pueblo peleándose por ella…
—¡No es todo el pueblo!
—Y debe de estar pasándolo en grande. Nat Pepys medio tullido, Jack Holby arruinado para el resto de su vida y en la cárcel, y tú… No quiero imaginar lo que estarás planeando.
—Me marcho —repuse en voz baja, y esperé a que asimilaran mi decisión antes de añadir—: Me voy a Londres, adonde pensaba ir al principio.
La señora Amberton resopló y puso los ojos en blanco, como si se las tuviera con un idiota.
—Y Dominique viene conmigo —añadí.
—¡Mira que eres ingenuo! —exclamó.
Estaba tan furioso, y tenía tantas ganas de herir a esa inofensiva y bondadosa mujer que siempre se había mostrado caritativa conmigo, que agregué:
—¡Y me llevo a Tomas!
Los dos levantaron la vista como movidos por un resorte. La señora Amberton se llevó la mano a la garganta y emitió un sollozo ahogado; su marido la miró ceñudo.
—No serás capaz.
—Ya lo creo que sí.
—Pero ¿por qué?
—¡Pues porque es mi hermano! ¿Qué esperaba usted? ¿Realmente pensaba que iba a abandonarlo aquí? Eso no lo haría jamás.
De pronto la señora Amberton se echó a llorar y dijo con voz entrecortada:
—Pero no es más que un niño. Debe ir a clase, necesita a sus amigos. Ahora que le iba tan bien en la escuela… No puedes privarlo de todo esto, no nos lo quites —gimió.
Me encogí de hombros y la miré. No me daba ninguna pena, a tal punto se había endurecido mi corazón con los acontecimientos de los últimos días.
—Por favor, Matthieu —suplicó, cogiéndome la mano con sus dedos fuertes y nudosos—. Por favor, no lo hagas. Vete a Londres con Dominique si eso es lo que quieres, establécete, conviértete en un hombre importante y entonces mándalo llamar. Pero deja que se quede aquí mientras tanto…
La miré y suspiré.
—No puedo. Lo lamento pero no puedo irme sin mi hermano.
—¡Pues entonces quédate! —rogó—. Quedaos los dos en Cageley House. Tenéis un buen empleo, ganáis un buen…
—¿Después de lo que ha pasado? No soy capaz. Lo siento por los dos, lo siento muchísimo. Les estoy muy agradecido por todo lo que han hecho por nosotros pero ya he tomado una decisión. Y Dominique está de acuerdo conmigo. Nos marchamos a Londres, los tres. Y volveremos a ser una familia. Me siento… me siento en deuda con ustedes, claro está, pero a veces… —No se me ocurría cómo terminar; apenas fui capaz de pronunciar las últimas palabras.
Guardamos silencio y tras unos minutos el ambiente se hizo tan irrespirable que me dispuse a marcharme. Fui a mi habitación para recoger el abrigo, pues tenía que hacer un recado, y cuando salí de la casa oí unos sollozos procedentes de la cocina. Por mucho que lo intenté no conseguí descubrir si quien lloraba era la señora Amberton o su marido.
La prisión de Cageley no era más que un pequeño edificio construido a las afueras del pueblo para ese cometido. Nunca había estado allí y tenía miedo de que me arrastraran dentro y me encerraran por mi implicación en los hechos. Delante de la entrada había unos niños jugando con una pelota, que se arrojaban unos a otros y echaban a correr cuando golpeaba a alguno. De pronto la pelota cayó demasiado cerca de la cárcel y ellos parecieron angustiados por decidir quién iría a recogerla. Se la devolví de un puntapié y subí los escalones que me separaban de la entrada. Temerosos, los niños se dispersaron.
Nunca había estado dentro de una prisión. Cuando habían arrestado a mi padrastro, me había quedado en casa con Tomas; al día siguiente volvió un policía y dijo que faltaban más de dos semanas para el juicio. Entonces me planteé ir a visitarlo a la cárcel, no para ofrecerle consuelo o apoyo, claro está, sino para satisfacer una repentina y extraña necesidad de ver por última vez al hombre que había asesinado a mi madre. A pesar de que habíamos compartido la misma casa durante años y en apariencia nos conocíamos muy bien, en aquel momento me resultaba un completo desconocido. Pensé que si lo veía en su celda, sobre todo después de que lo juzgaran y condenaran a muerte, comprendería más el tipo de hombre que era en realidad; que podría ver su lado malvado, que hasta entonces había permanecido oculto para mí. Sin embargo, al final no fui, y preferí unirme a la muchedumbre el día de su ajusticiamiento.
La cárcel tenía forma de T. El pasillo principal, donde estaba la mesa del celador, conducía a un par de celdas en un extremo, una enfrente de la otra. Desde la entrada no se veían las celdas, sólo el largo pasillo, así como la bifurcación a derecha e izquierda al final. Me presenté al carcelero, que alzó la mirada sorprendido.
—¿Qué haces aquí, chico? Vienes a ver a tu amigo, ¿eh?
Era alto y enjuto, tenía una abundante cabellera oscura y una gran cicatriz en el mentón; no sé por qué, pensé que se enorgullecía tanto de una como de la otra.
—Me gustaría hablar con él. —Habría preferido mostrarme más agresivo, pero no quería arriesgarme a que, sólo por demostrar que no me daba miedo, no me dejara entrar—. Si es posible —añadí respetuosamente.
Tamborileó en el escritorio con un lápiz y balanceó la silla hacia atrás, tanto que temí que perdería el equilibrio y caería de espaldas al suelo, pero al parecer tenía años de práctica, pues conservó el equilibrio.
—Puedes entrar a verlo —gruñó al fin—. Pero no mucho rato. Te doy quince minutos, ¿de acuerdo?
Asentí y miré hacia el final del pasillo, preguntándome en cuál de las dos celdas estaría Jack. No había avanzado un metro cuando el hombre me cortó el paso y me apretó el brazo con sus nervudos y sucios dedos.
—¡No tan rápido! Tengo que comprobar que no traes nadaahí.
Lo miré sorprendido. Llevaba pantalones, botas y una camisa holgada por todo atuendo. Era casi imposible que escondiera una navaja u otra clase de arma.
—¿Acaso tengo aspecto de llevar algo encima? —repuse impulsivamente, y al punto me mordí la lengua para no estropearlo todo.
—En este trabajo hay que andarse con tiento —dijo mientras me empujaba contra la pared y me separaba las piernas con la punta de la bota.
Apreté los dientes y me esforcé por no devolverle el puntapié, como habría hecho un caballo bajo presión, mientras me cacheaba.
—¿Satisfecho? —pregunté sarcástico cuando hubo terminado.
Él se encogió de hombros y señaló las celdas con un movimiento de la cabeza. Le importaba un bledo lo que yo pudiera pensar.
—Al final del pasillo a la derecha. Allí está.
Avancé respirando hondo a fin de prepararme para la visión de las dos celdas. No sé por qué, primero miré la de la derecha. Estaba vacía, lo que me alegró. Me volví con una sonrisa, que se esfumó rápidamente cuando vi a Jack.
La celda sólo tenía un pequeño catre y un agujero en un rincón que hacía las veces de retrete. Jack estaba sentado en el suelo de espaldas al catre y de cara a la pared. El pelo, alborotado y sucio, más que rubio parecía castaño. Iba descalzo y un desgarrón de la camisa dejaba al descubierto un hombro magullado. Se volvió hacia mí, pálido y con los ojos enrojecidos por falta de sueño. Tragué saliva y me acerqué a los barrotes.
—Jack —lo saludé, consternado—. ¿Cómo estás, amigo mío?
Se encogió de hombros, pero pareció alegrarse de verme.
—Estoy metido en un buen lío, Mattie —repuso, arrastrándose hasta el camastro para sentarse—. Esta vez he metido la pata hasta el fondo.
—Oh, Dios mío —gemí al verlo en ese estado—. Ha sido por mi culpa.
—No es verdad —replicó y me miró irritado, como si lo único que le faltara fuese lamentar que yo me sintiera culpable—. Nadie tiene la culpa más que yo. Podría haberme limitado a apartarte para que no le pegaras. Por cierto, ¿cómo está? ¿Lo he matado? Aquí no me cuentan nada.
—Por desgracia, no. Le rompiste la mandíbula y un par de costillas. La verdad, no tiene muy buen aspecto.
—De todos modos nunca lo ha tenido —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Y tú qué? ¿Qué te ha pasado a ti?
—Todavía no me han despedido, si te refieres a eso. Estaba seguro de que lo harían, pero aún no me han dicho nada.
Me pareció que se sorprendía, pero finalmente dijo:
—Supongo que necesitan a alguien que les cuide los caballos. Te mantendrán hasta que encuentren a otro mozo de cuadra que te reemplace, y que me sustituya a mí. Ni tú ni yo tenemos nada que hacer allí.
Asentí y bajé la mirada. No sabía si pedirle perdón o no. Dudaba que quisiera oír palabras de disculpa, de modo que decidí no hacerlo. En cambio, le conté la conversación que había mantenido con los Amberton sin omitir detalle. Le referí cómo me había enterado de lo poco que les gustaba Dominique y lo mal que me había sentado.
—Pues a mí no me sorprende —dijo rehuyendo mi mirada—. Dominique te trata fatal, Mattie, y eres el único que parece no darse cuenta.
—¿Qué dices? —pregunté, boquiabierto.
—No importa. Ahora no tengo ganas de hablar de ella.
Me dispuse a decir algo, pero Jack me indicó con una seña que me callara.
—No quiero hablar de ella, Mattie, ¿me has oído? Ya tengo bastantes preocupaciones para que discutamos sobre tu vida amorosa. Por ejemplo, que faltan tres días para que me condenen a tirar a la basura los próximos años de mi vida. Necesito que me ayudes, Mattie. Quiero que me hagas un favor.
Asentí con la cabeza y miré alrededor, aunque desde donde me encontraba no podía ver más que las paredes. Me aproximé a los barrotes y susurró:
—Tengo un plan —anunció con una sonrisa.
—Soy todo oídos.
—¿Puedo confiar en ti? —preguntó tras una pausa, mirándome a los ojos.
—Por supuesto. Sabes que sí…
—Bien —me interrumpió—, porque en este momento eres la única persona en que puedo confiar, así que espero no equivocarme. Ese celador —añadió, señalando con la cabeza hacia el pasillo—, Musgrave, no es amigo mío. Tuvimos unos cuantos altercados en el pasado y le encantaría verme colgado de una cuerda.
—Pero eso es improbable. Sólo tendrás que cumplir una condena de…
—Lo sé, lo sé. Lo único que digo es que no va a ayudarme ni en broma. Pero hay otro celador, llamado Benson. ¿Sabes quién es?
Asentí. Lo conocía de vista. Era joven y gozaba de gran popularidad entre los aldeanos. Su madre regentaba una posada, y al funeral de su padre, celebrado a principios de año, habían asistido todos los habitantes de Cageley, incluido el mismísimo sir Alfred.
—Tiene menos escrúpulos que Musgrave —continuó—. Y está hasta la coronilla de vivir a costa de su madre. Está abierto al diálogo.
Negué con la cabeza confuso, y una vez más me cercioré de que no nos escuchaba nadie.
—¿Quieres que lo convenza de que te deje marchar? —pregunté.
—Escucha, Mattie. Te conté que pensaba irme de Cageley, ¿verdad? —Sí.
—Y que durante años había ahorrado dinero para largarme, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo.
—Bien, he reunido un total de trescientas libras.
—¿Trescientas…? —repetí asombrado, pues me parecía una suma enorme. Apenas era capaz de imaginar tanto dinero, y pensé que debía de haber fraguado grandes planes de futuro para esperar a reunir esa cantidad antes de marcharse.